Evaristo Candelejo creyó ver un toro muerto y dejó que la corriente a favor lo arrimara para curiosear. Él recuerda que casi era mediodía y que la faena de pesca había sido escasa por culpa de las lluvias que esa semana habían engordado el río y lo hacían correr apurado, saltando piedras y recodos. A diez metros de distancia, el pescador ya no estuvo seguro de que fuera el cadáver de un toro y pensó que más bien era un árbol a la deriva, entonces aguzó la mirada para evitar que la canoa chocara contra alguna rama oculta bajo el agua. Iba solo. Él jura que en treinta años de navegar el río Magdalena nunca sintió tanto miedo, ni siquiera la vez que una ráfaga de tiros disparada desde una orilla perforó la madera de su barca y fulminó dos cerdos que no eran suyos: “¡Y zas! ¡El tronco bramó y abrió una boca gigante!”, le contaría después a su mujer y a sus vecinos de Puerto Olaya, un pueblito de pescadores en Cimitarra, Santander. Nadie le creyó. Evaristo Candelejo tenía fama de borrachín y mentiroso.
Arturo Castiblanco, el inspector de policía del lugar, dice que una semana después, otro pescador contó una historia similar, luego fueron dos pescadores más y también un grupo de señoras que lavaban ropa en una orilla. Cada quien había creído ver algo distinto, pero todos coincidían en esto: cabeza muy grande, hocico aplastado con orificios que resoplaban, boca gigante, colmillos redondos, atrás, orejas pequeñitas… ¿orejas pequeñitas? En Puerto Olaya ya parecían acostumbrados al espectáculo de lo atroz. Llevaban años viendo pasar los cadáveres de gente asesinada quién sabe dónde, sus cuerpos rígidos, a veces boca arriba con los brazos levantados y los dedos estirados, como si saludaran a la gente en las orillas mientras los gallinazos les picoteaban las entrañas. Los llamaban los pasarrápido y todos se santiguaban al verlos correr río abajo. Evaristo Candelejo intentó un dibujo de la bestia en una hoja de cuaderno, un nieto le ayudó y también dos de los hombres que juraban haberla visto. Para esos días ya corría el rumor de que eran dos los cabezas grandes. El pescador y sus vecinos dicen que llevaron esa suerte de retrato hablado donde Arturo Castiblanco.
–¡Hipopótamos! –dijo el inspector después de ver el dibujo–: ¡Hipopótamos!
Eso fue un 17 de enero. La gente recuerda la fecha. ¿Cómo habían llegado unos hipopótamos hasta ese caserío del Magdalena Medio? ¿Cómo carajos?
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Las noticias más próximas de hipopótamos provenían de Puerto Triunfo, a doscientos kilómetros río arriba, de una hacienda de tres mil hectáreas cuadradas llamada Nápoles. Es una historia conocida. Allá, Pablo Escobar, el narcotraficante más famoso del mundo, ordenó crear una versión del Edén con cada animal que deseó. En pocos meses, un ejército de mil hombres construyó una geografía de colinas, valles y lagos, como si aquello fuera un inmenso campo de golf para bestias salvajes. Escobar también mandó construir una plaza de toros y un aeropuerto. Poco después, en aviones que aterrizaron una y otra vez, fueron llegando avestruces, búfalos, cebras, ciervos, caimanes, flamencos, tortugas, dantas, monos, elefantes, cacatúas, osos hormigueros, guacamayas, antílopes, hipopótamos y jirafas. Un día, alguien le mandó un tigre pero el capo terminó por devolverlo porque no le gustaban los felinos. Decía que eran peligrosos. Nada de eso queda.
Tras el asesinato de Escobar el 3 de diciembre de 1993, las bestias comenzaron a morir de hambre porque ya no hubo nadie que se gastara una fortuna alimentándolas. Los animales que sobrevivieron fueron enviados a los zoológicos de Pereira, Cali y Medellín. Otros muchos fueron robados con todo lo demás de la hacienda: los carros, los muebles, los postes de luz, las paredes, los techos, las jaulas, las cercas y las baldosas de las piscinas. En una época hubo quienes entraron a Nápoles a llevarse árboles y palmeras para ofrecerlas como recuerdos del antiguo zoológico en viveros de Medellín y Bogotá. Los únicos que se salvaron del acoso de los saqueadores fueron una familia de dinosaurios en hormigón y nueve hipopótamos rosados, pero sólo porque nadie supo cómo llevárselos.
Fabio, un antiguo trabajador de Pablo Escobar, recuerda que en un tiempo él fue el encargado de alimentar a los flamencos y que para mantener el color rojizo de su plumaje, el veterinario del capo ordenaba traer toneladas de langostinos del golfo de Urabá. Eran días agitados. Los pilotos del Cártel de Medellín que despegaban de la pista de Nápoles debían cumplir una doble misión: entregar cargamentos de cocaína en Estados Unidos y, de regreso, recoger en Urabá el alimento para las aves preferidas de Escobar. Según Fabio, casi todos los animales gozaban de un cuidado esmerado, excepto los caimanes, la mayoría de los cuales terminaron por escapar de los estanques de la hacienda y colonizaron quebradas y humedales de la zona. Fabio dice que Escobar y sus hombres salían en las noches a cazarlos y que apostaban fortunas para ver quién lograba matarlos de un solo tiro en mitad de los ojos. El antiguo peón aún vive en Puerto Triunfo.
Ahora trabaja para uno de los enemigos declarados de Escobar, otro narcotraficante célebre llamado Ramón Isaza que al final, en la repartición de la fortuna del jefe del Cártel de Medellín, reclamó a Puerto Triunfo y a todos los municipios ribereños del Magdalena Medio como suyos. Fabio tiene cincuenta años, una memoria que él piensa prodigiosa y un ojo de vidrio por culpa de una esquirla de granada. Esta tarde, en los extensos potreros donde antes pastaron cebras y antílopes, puede verse a miembros del ejército privado de Isaza que hace apenas unos meses negociaron una ley de perdón con el gobierno de Álvaro Uribe. Son hombres campesinos que ahora llevan azadones en vez de rifles. “El presidente les dio permiso de sembrar pimientos rojos para sacar ají picante”, dice Fabio, y enseguida cuenta que el antiguo dueño de estas tierras odiaba ese ingrediente en las comidas.
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La pista del viejo aeropuerto es una cicatriz cubierta por un pastizal de yerba seca. En una época aterrizaban doce vuelos diarios. Llegaban reinas de belleza, presentadoras de televisión, políticos famosos, periodistas célebres, jugadores de futbol, artistas venidos de todas partes, obispos santos. Nápoles era rica en fauna diversa. Fabio fue testigo del vuelo más recordado de todos, la vez que llegaron los primeros animales.
Ocurrió un jueves de 1985. Tres días antes, Pablo Escobar ordenó construir una pared de arena al final de la pista. Tenía siete metros de ancho y casi dos de alto. Era un seguro contra accidentes, dijo el capo. Ese jueves, Fabio y otros cincuenta hombres fueron citados al lugar, cada uno con un lazo de amarrar vacas. A las diez de la mañana oyeron un avión, después lograron avistarlo. Tenía dos hélices y era el aparato más grande que todos habían visto. Escobar llevaba gafas de sol y no paraba de reírse. Antes de aterrizar, el piloto sobrevoló la pista tres veces. Era un Antonov ruso, una ballena de latas rojas y blancas que nadie creyó que pudiera frenar en esa calle construida para aviones de un solo motor. En efecto, tal como lo calculó Pablo Escobar, el aparato siguió de largo hasta el final de la avenida y una nube de arena al fin lo detuvo. Poco después las hélices se apagaron y una puerta se abrió en la cola del Antonov. Escobar les ordenó a sus hombres subir en grupos de a cuatro. Todos eran campesinos enseñados a sembrar maíz y arroz, a recoger huevos, a ordeñar vacas, herrar caballos, capar cerdos; nada sabían de elefantes ni avestruces ni bisontes ni cebras. En ese vuelo llegaron los primeros hipopótamos y un extraño animal que al principio nadie supo qué era.
“Nos dimos la bendición y nos fuimos metiendo. A cada grupo nos encargaban de un guacal distinto. Si era muy pesado, otro grupo se nos unía. Adentro olía a mierda.” Fabio habla y es capaz de mover el ojo de vidrio, como si los recuerdos le avivaran esa inútil porción de sí mismo. Él dice que ya iba entrando al avión cuando uno de los compañeros que estaba adentro gritó asustado. Todos creyeron que había visto a un tigre y echaron para atrás.
Aquello daba susto: el cuello le salía por fuera de la caja de madera en la que venía encerrado. Debió ser un viaje lleno de dolor. Alguien había amarrado su cabeza al piso del fuselaje con cuerdas y cadenas. Cuando al fin lograron sacarlo, el animal se enderezó aliviado. Era una jirafa. Nunca habían visto una. Todos aplaudieron. Pablo Escobar no paraba de reír.
Veintitrés años después de la tarde de aquel jueves, los únicos animales que aún sobreviven en Nápoles son dieciocho hipopótamos. El capo sólo trajo a la mitad de ellos. Los demás nacieron en su versión del Edén.
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Después de contemplar el dibujo, Arturo Castiblanco ya no tuvo dudas y decidió llamar a la Gobernación de Santander para que le dijeran qué diablos hacer. Allá le advirtieron que tuviera cuidado, que alertara a los pescadores, a las señoras que lavaban en el río, a los niños que se bañaban en las orillas, a todo el mundo: los hipopótamos eran más peligrosos que los caimanes y mataban a más personas en África que todos los demás animales salvajes juntos. César Valencia, coordinador de control y vigilancia de la Corporación Autónoma de Santander, una fundación que preserva la fauna y la flora en peligro de extinción, lo llamó después. Todos estaban desconcertados. Un hipopótamo deambulando libre por el río Magdalena sólo podía venir del antiguo zoológico de Escobar. De nuevo más llamadas.
El siguiente en enterarse fue Francisco Sánchez, director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo. Le ordenaron ir a la hacienda y contar los hipopótamos de inmediato. Parecía imposible lograrlo en un día. En total, Nápoles tiene seis lagos distribuidos en una extensión de tierra enorme y cubrir el recorrido a pie era lo menos difícil. El problema más grande era que la manada de dieciocho hipopótamos permanece casi todo el tiempo sumergida bajo el agua y parecen turnarse para asomar su nariz y respirar, de manera que incluso después de una juiciosa observación, cualquiera podía confundirse y equivocar el número exacto de animales. Pero el ejercicio no fue necesario.
Al llegar a la hacienda, los campesinos de Nápoles le contaron a Francisco Sánchez que dos machos jóvenes se habían fugado. Se lo dijeron así, sin que nadie les preguntara nada todavía. Ellos, que todos los días se enfrentaban a la urgencia de saber dónde andaban los animales para evitar encontrárselos, habían desarrollado un agudo sentido de observación y ahora estaban seguros de que faltaban dos machos en los lagos. Francisco Sánchez oyó de alguien que los había visto cruzar las alambradas del lado norte de la hacienda como si nada. Cuatro toneladas, lo mismo que pesan siete toros de lidia, yendo al frente sin que nada pueda detenerlas. ¿Por qué dos machos jóvenes decidieron irse de un paisaje idéntico al de las planicies africanas de las que provenían sus padres? ¿Por qué renunciaron a un lugar con abundante agua y pastos que dominaban a su antojo sin que nadie los molestara? ¿Detrás de qué se fueron?
Mauricio Orozco, coordinador de Fauna de la Corporación Autónoma Regional Rionegro Nare, otra entidad protectora de animales salvajes, trazó un mapa de la ruta seguida por los dos hipopótamos. Al parecer, primero fueron en dirección de Puerto Boyacá, de ahí siguieron hasta Puerto Nare, Puerto Serviez, Zambito y, finalmente, Puerto Berrío, desde donde cruzaron al otro lado del Magdalena, a Puerto Olaya, en Santander. Llevaban más de doscientos kilómetros de recorrido. Había que recuperarlos y evitar que, tarde o temprano, atacaran a un pescador. No sería la primera vez que un animal del antiguo zoológico de Pablo Escobar matara a una persona.
En 28 de febrero de 2006, un elefante africano de Nápoles atravesó con su colmillo izquierdo a Germán Horacio Ordóñez, el médico veterinario del zoológico de Pereira, el lugar al que fue llevado tras la muerte del capo. Pablo Escobar había bautizado al gigante con el nombre de un juguete de madera: Pirinolo. Uno de los celadores del zoológico dijo que el elefante estaba molesto con su cuidador porque lo mantenía lejos de la única hembra del parque. Meses después, Pirinolo volvió a ser noticia: su cría era la primera de un elefante africano en nacer en Colombia. ¿Dónde podían estar ahora los hipopótamos?
Casi setenta días después de que Evaristo Candelejo diera la noticia, los expertos creían que, fatigados por el sol y las altas temperaturas, los dos hermanos caminaban en las noches y que en el día permanecían sumergidos. A ese paso, podían llegar hasta Barrancabermeja, cien kilómetros río abajo y, en cuestión de semanas, seguir al norte incluso hasta la desembocadura del río en el puerto de Barranquilla, frente al mar. Era una locura, claro, la cosa más improbable, pero en Colombia es mejor no confiarse porque hasta lo absurdo termina por ocurrir. El gobierno decidió enviar dos emisarios a Puerto Triunfo para que diseñaran un Bloque de Búsqueda, el mismo nombre con el que bautizaron al grupo élite de la policía que le dio caza a Pablo Escobar en 1993.
Los emisarios descubrieron que no era la primera vez que los animales lograban burlar las cercas de Nápoles, aunque nunca habían ido tan lejos. En Puerto Triunfo escucharon una historia repetida muchas veces: la un hipopótamo acribillado a tiros de fusil por un ganadero que lo sentenció a muerte después de que el animal se metiera en su finca y atacara a dos de sus novillos. No tendría nada de raro. En esa zona del Magdalena Medio dominada por los hombres de Pablo Escobar primero y de Ramón Isaza después, los agravios siempre se cobraron con plomo sin importar que el culpable fuera hombre, mujer, anciano, niño o hipopótamo.
A los emisarios les dijeron que el ganadero ordenó tasajear una parte del animal para que algunos de sus trabajadores hicieran un sancocho. Al resto del enorme cuerpo le rociaron gasolina y le prendieron fuego. Francisco Sánchez, el director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo, también admite haber oído la historia de ese fusilamiento. ¿Por qué esta vez se fugaron dos machos jóvenes?
De todas las teorías que intentaron explicar el éxodo de los hermanos, la que parece más probable involucra a Pablito, el hipopótamo alfa de la hacienda, un viejo cacique de casi cinco toneladas de peso. Los campesinos lo bautizaron con el diminutivo de su antiguo dueño porque dicen que es violento e impredecible. A veces, justo después de que nace una cría, la mata con un mazazo de su cabeza. Otras veces, en cambio, las deja pastar a su lado y hasta las correteaba para jugar. Pablito es el único que puede aparearse con las hembras y permanecer a su lado todo el día. El resto de machos nadan aislados, incluso en estanques apartados. Todo sugiere que los hipopótamos fugados se marcharon cansados de que Pablito no compartiera a las hembras. Se trata de una triste sentencia: huyeron, río abajo, en busca de una descendencia. El problema es que, salvo los de Puerto Triunfo, en Colombia no hay hipopótamos.
El gobierno cree que seis meses después los dos hermanos al fin se detuvieron en un estanque de aguas represadas en algún punto entre Barrancabermeja y el sur del departamento de Bolívar, justo en un corredor sembrado de minas explosivas. La verdad es que a nadie le importa demasiado. Con un drama de mil setecientos secuestrados en las selvas, una de ellas una ciudadana francesa ex candidata a la presidencia de Colombia, la búsqueda de dos hipopótamos fugados de la antigua hacienda del capo más sanguinario de la historia no es una urgencia. El gobierno, sin embargo, dice que está consultando fundaciones en Estados Unidos y África para saber qué hacer después de encontrarlos: si sedarlos y luego engancharlos a un helicóptero militar o espantarlos con bombas de ruido hasta llevarlos a un sitio abierto. Los ambientalistas se declaran casi tan perdidos como los mismos animales. ¿Cabe alguna enseñanza de todo esto? Quizás.
Dos hipopótamos condenados a buscar en un rincón del mundo las hembras que jamás encontrarán, no importa qué tanto avancen ni adónde vayan, son más que una historia curiosa. La inútil travesía de los dos hermanos tal vez sea otra constancia de esa reiterada habilidad humana de joderlo todo. ~