El cine que nos mira

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Paradรณjicamente un arte tan retiniano como el cine naciรณ en conflicto con el ojo: el cohete de Mรฉliรจs deja tuerta a la luna, la navaja de Buรฑuel corta un ojo, en la escalinata de Odessa (Eisenstein, 1925) una seรฑora recibe un balazo en sus lentes ensangrentados, para Dziga Vertov la cรกmara era un ojo fรญlmico mรกs perfecto que el humano… finalmente Porter termina El gran robo al tren (1903) con un cowboy ceรฑudo que dispara su revรณlver directamente a cรกmara –o sea a nuestros ojos– rompiendo asรญ, por primera vez, la cuarta pared.

A partir de ahรญ se desplegarรก una estirpe de ojos endiablados que nos acechan ya desde Los vampiros (Feuillade, 1915), en particular con Musidora, la musa de los surrealistas. Esas miradas hipnรณticas se prolongan en el sonรกmbulo Cesare y su siniestro amo, el doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), en las pobladas cejas de Nosferatu (Murnau, 1922), en las macabras cuencas de Lon Chaney interpretando al fantasma de la รณpera (1925) y en la penetrante mirada de Bela Lugosi (Drรกcula, 1931).

Pero hacรญa falta una mirada mรกs humanizada para que el sรฉptimo arte se reconciliara con su naturaleza visual, lo cual logra Chaplin al final de Luces de la ciudad (1931). El inmortal vagabundo sabe que la florista (Virginia Cherrill) puede verlo por primera vez para descubrir que estรก muy lejos de ser el millonario que ella soรฑaba. “Yes, I can see now.” Los ojos de Charlot brillan intensamente en la pantalla. Con la flor en la mano y el รญndice pueril entre los dientes, su dicha, su vergรผenza y su timidez son inolvidables. Toda la poesรญa del mundo cabe en ese minuto de cine que siempre me remite a Antonio Machado: “El ojo que ves no es / ojo porque tรบ lo veas; / es ojo porque te ve.”

Despuรฉs vendrรก la mirada ensimismada de Ingrid Bergman en Casablanca (Curtiz, 1942). “Play it, Sam, playAs time goes by’. El pianista empieza a cantar y ella se queda pensativa, mirando al infinito o al vacรญo, como ausente, con la mirada vuelta hacia el interior de sรญ misma.

Disculpen el lugar comรบn: los ojos son el espejo del alma, la zona mรกs blanda de nuestro cuerpo donde se diluyen las mรกs disรญmiles emociones en una evanescente acuosidad metafรญsica. Ninguna otra forma de arte ha conseguido retratar tanta fugacidad espiritual como el cine.

Pero de vez en cuando los ojos retornan a su vocaciรณn maligna. Al final de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950), Gloria Swanson baja la escalera acercรกndose a la cรกmara con su mirada de loca sublime. En Psicosis (Hitchcock, 1960), Marion Crane apuรฑalada nos mira desde el suelo del baรฑo. La cรกmara se regodea en el ojo de Janet Leigh que inunda la pantalla. Es la muerte de una mujer hermosa, como le habrรญa gustado a Poe. Una mirada yerta que nos recuerda a Pavese: “Vendrรก la muerte y tendrรก tus ojos.”

Hay otras formas de mirar: frรญas e implacables. La mirada victoriana de Judith Anderson, ama de llaves en Rebeca (Hitchcock, 1940), reaparecerรก al aรฑo siguiente en Agnes Moorehead, la madre del ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), y mรกs tarde en la tirรกnica enfermera de Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975) cada vez que espรญa al desenfadado Jack Nicholson. En Rashomon (1950) Kurosawa nos impresiona con la mirada de desprecio que el samurรกi amarrado le dedica a su esposa.

Un verano con Mรณnica (Bergman, 1953) nos depara la mirada mรกs sensual del sรฉptimo arte. Harriet Andersson mira directamente a cรกmara, nos seduce y nos perturba mientras rompe la cuarta pared una vez mรกs en la historia del cine. Lo mismo ocurre cuando la mirada despistada del protagonista se congela en pantalla al final de Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959). La antรญtesis de esos desamparados ojos de Antoine Doinel la veremos un aรฑo despuรฉs en el plano final de La dolce vita. Al igual que el director francรฉs, Fellini sitรบa la escena en la playa, con ruido de olas al fondo, para mostrarnos la mirada risueรฑa de la muchacha enamorada de Mastroianni. De pronto, esos ojos optimistas se vuelven ligeramente hacia el espectador, rompiendo de nuevo la cuarta pared.

Pero hay otras paredes en riesgo, como en la pelรญcula 1984, de Michael Radford, cuando un cuadro se desprende del clavo y los asustados personajes descubren que detrรกs hay una cรกmara oculta que los ha estado vigilando todo el tiempo.

Nuestra civilizaciรณn tan frenรฉticamente รณptica ha suplantado el ojo de Dios por el ojo ciclรณpeo del Big Brother: un panรณptico que nos acecha incluso en dictaduras disfrazadas de democracias. ~

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Naciรณ en la Habana en 1948. Narrador y ensayista. Cuando escribiรณ su primer novela, El Comandante Veneno, Alejo Carpentier le escribiรณ: "Es usted un novelista nato"


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