Paradójicamente un arte tan retiniano como el cine nació en conflicto con el ojo: el cohete de Méliès deja tuerta a la luna, la navaja de Buñuel corta un ojo, en la escalinata de Odessa (Eisenstein, 1925) una señora recibe un balazo en sus lentes ensangrentados, para Dziga Vertov la cámara era un ojo fílmico más perfecto que el humano… finalmente Porter termina El gran robo al tren (1903) con un cowboy ceñudo que dispara su revólver directamente a cámara –o sea a nuestros ojos– rompiendo así, por primera vez, la cuarta pared.
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