La memoria y la vitalidad de los textos de Marcel Schwob (Chaville, 1867-París, 1905) han resistido al olvido durante cien años. En su tiempo fue un escritor de culto y lo sigue siendo. Pertenecía a una antigua familia de rabinos, médicos, docentes y eruditos historiadores. Su padre que había formado parte del círculo literario de Théodore de Banville y Théophile Gautier era propietario y director del diario Le Phare de la Loire editado en Nantes. Tras cursar el bachillerato en París (Lycée Louis-Le Grand), se licenciaría en paleontología y filología por la Sorbona (1888). Sus primeras incursiones literarias se estrena con una reseña sobre Julio Verne aparecerán en el diario de su padre. Luego escribirá artículos en L’Evénement y cuentos en L’Echo de París; de cuyo director, Catulle Méndes, sería durante un tiempo secretario.
Sin duda su tío materno, León Cahun, reconocido orientalista y conservador de la Biblioteca Mazarine, tuvo una influencia determinante en su vocación literaria. La inesperada muerte de su tío parecía como si preanunciara su propio destino. Guillaume Apollinaire, vinculando ambas muertes, escribiría en el único número aparecido de la Revue immoraliste: “Vuelvo a verlo junto al lecho de su tío León Cahun […] estaba tendido en un sillón, mudo e inmóvil como un Napoleón enfermo y vencido. Sólo sus ojos se movían […] Su pensamiento se concentraba en el muerto que le había introducido a estudiar a Villon y le había aconsejado traducir a Shakespeare.” Ciertamente, la gran obra de Schwob, que dejaría inconclusa a pesar de haberse dedicado a ella durante diez años, trata sobre François Villon y su tiempo. Unos meses antes de su muerte impartiría un seminario sobre el poeta de Dijon en L’École des Hautes Etudes Sociales y tenía previsto repetir el curso en la Facultad de Letras de la Sorbona al siguiente año. Los marginales, los pícaros (coquillards), los malhechores, los vagabundos y el argot de los bajos fondos fascinaban a Schwob. Esa ecología humana protagoniza gran parte de sus relatos. Asimismo, el lenguaje de las germanías será el objeto de su ensayo escrito junto con Georges Guieysse titulado Etude sur l’argot français (1889).
El grueso de su producción literaria se concentrará en seis años: Corazón doble (1891), El rey de la máscara de oro, Mimes (1893), El libro de Monelle (1894), Spicilège (1896), La cruzada de los niños, Vidas imaginarias (1897). La enfermedad que minaba paulatinamente su salud y su obsesión por finalizar sus trabajos sobre Villon, apenas le dejarán tiempo para más relatos. Su último libro será Moeurs des Diurnales (1903), un sarcástico tratado sobre periodismo que publicará bajo el pseudónimo de Loción-Bridet. En 1901 se casará en Londres con la actriz Marguerite Moreno. Como si quisiera huir de la muerte, Schwob emprendería en los postreros años de su vida viajes a Samoa (octubre 1901 a marzo de 1902) y a San Agnello de Sorrente pasando por Oporto (verano-otoño de 1904), pero la Vieja Dama le perseguiría hasta cobrar su pieza el 26 de febrero de 1905. Contaba tan sólo 37 años.
En sus cuentos se advierte la influencia de Poe (el horror) y Stevenson (la aventura, el mar, los fuera de la ley). Sin embargo, en el universo narrativo que crea, la precisión de su entorno histórico y el pathos de los personajes, Schwob supera a sus maestros y funda un estilo propio. En El libro de Monelle podemos leer una frase de su protagonista que bien podría ser el emblema narrativo de Schwob: “toda construcción está hecha de restos y lo único nuevo en este mundo son las formas”. Se suele decir que El libro de Monelle es la mejor obra de Schwob. En ella experimenta una nueva forma de narrar insólita en su tiempo. Ese conjunto de relatos, donde Monelle se trasmuta en otros prototipos de niñas, muestra una infancia alejada de sus tópicos, pues no todo es piedad y candidez en los niños, también pueden manifestar sentimientos de egoísmo, envidia o maldad.
Muchos de sus cuentos son obras maestras (“Los sin rostro”, “Las puertas del opio”, “La muerte de Odjiqh”, “Las embalsamadoras”, “La ciudad dormida”, “El hombre velado”…), pero de entre todos ellos, La cruzada de los niños constituye una joya de la literatura universal. Mediante una polifonía de voces (ocho monólogos) se describirá la aciaga suerte de dos columnas de niños que, alentados por las fogosas prédicas de monjes goliardos, partieron en el siglo XIII de Flandes, el norte de Alemania y Francia hacia Jerusalén para liberar el Santo Sepulcro. Su fe e inocencia eran sus únicas armas. Una de las columnas zarparía desde Génova, perdiéndose los barcos en una tempestad. La otra saldría de Marsella para arribar a Alejandría, donde los niños serán asesinados, vendidos como esclavos o destinados a harenes y burdeles. Esta disposición narrativa una suerte de anticipo de las técnicas de la denominada historia oral tenía su antecedente en el poema narrativo The Ring and the Book (1868) de Robert Browning. La primera traducción al castellano de La cruzada de los niños utilizada en la edición de Tusquets de 1971 fue efectuada en 1917 por Rafael Cabrera, miembro del célebre grupo mexicano de los Contemporáneos. Igualmente, Jorge Luis Borges prologará la edición argentina de 1949, reconociendo su deuda literaria con Schwob. Capítulo aparte merecen sus Vidas imaginarias; perspicaces retratos literarios que quintaesencian el carácter y la época de determinados personajes históricos (Empédocle{, Lucrecio, el capitán Kid, Paolo Uccello, Cyril Tourneur).
La escritura de Schwob, lejos de los decadentistas y simbolistas que predominaban en su época, denota un talento especial para conjugar la invención y la fábula. Es una escritura fluida y envolvente, elegantemente erudita (Edmond de Goncourt decía de él que era “el más maravilloso resucitador del pasado”), sorpresiva e inquietante, y cuya arquitectura narrativa está perfectamente aquilatada. Pero lo más destacable de Schwob, como testimonia Paul Léautaud en sus Diarios, era su curiosidad incesante: leyendo enfebrecidamente, queriendo conocer sin método ni disciplina toda novedad de sus coetáneos, analizando y “deconstruyendo”, sin ánimo de competencia o descrédito, las formas y filiaciones de sus lecturas. Sus amigos (Renard, Remy de Gourmont, Valéry, Colette, Claudel, Anatole France, Oscar Wilde, Stevenson…) le consideraban una biblioteca andante. Esa inteligencia se complementaba con su simpatía y bonhomía; virtudes que explican la cantidad y calidad de sus amistades. Cuando su vida se apagó en su apartamento de la calle Saint-Louis-en-l’Ile, a todos los que tuvieron la fortuna de tratarle se les enlutó el alma. –
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