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Todo escritor que deja su lugar de origen para vivir en otra parte se encuentra, más tarde o más temprano, ante una encrucijada: ¿qué hacer con su escritura? Si las palabras —los ritmos, los tonos, los registros— de por sí nunca son inocentes ni “naturales” para quienes hacen de ellas su herramienta de trabajo, sino el fruto de decisiones concientes y elecciones meditadas, esto se hace mucho más evidente cuando una mudanza altera el habla del día a día.
Un escritor argentino que lleva más de veinte años viviendo en Madrid me explicaba que su idioma personal es una mezcla indisociable. Es incapaz de hablar en un argentino o un madrileño puros: habla como le sale. Contaba que un amigo suyo, que llevaba más o menos el mismo tiempo instalado en Londres, se jactaba de que a él eso no le pasaba, porque el inglés no contaminaba su castellano. Pero, claro, lo decía ahora con los mismos giros y modismos que los argentinos usaban en los años 80. La suya es una lengua cristalizada, que ya no habla nadie. Él también tiene, entonces, su propio idioma personal.
Por eso, es inevitable que, al escribir, surjan las dudas. ¿Qué pongo: la palabra de acá o la de allá? ¿Seguirán usando allá esta expresión? ¿Para quiénes escribo? ¿Quién es mi narrador? ¿Quiénes quiero que me entiendan?
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Matías Néspolo nació en Buenos Aires en 1975 y vive desde 2001 en Barcelona. En 2009 publicó su primera novela, Siete maneras de matar un gato. Un año después fue elegido como uno de los veintidós mejores escritores en español menores de 35 años por la revista Granta.
El argumento de esa primera novela, una especie de policial, se desarrolla en un suburbio marginal de la capital argentina. Sus personajes hablan una jerga muy propia de esos sectores, a veces difícil de entender incluso para los argentinos de otras regiones o clases sociales. Editado en Barcelona por Los Libros del Lince, el libro incluía, en la parte final, un glosario con un centenar y medio de esos localismos. Allí se aclaraba, por ejemplo, que boletear equivale a “matar” y que la pilcha es “cualquier prenda de ropa”.
En una oportunidad le pregunté qué opinaba sobre la inclusión de ese glosario. Aunque mucho no le había gustado y hubiera preferido que no estuviera, se lo tomaba con humor. “A Rulfo no le ponen glosarios”, bromeó.
Su segunda novela llegó a las librerías seis años después, a comienzos de este 2015. Se titula Con el sol en la boca. Me generaba una gran intriga saber cómo habría evolucionado su lengua, qué clase de novela iba a escribir con más de una década fuera de su país. ¿Podía ser “tan argentina” como la anterior? ¿De qué manera el español de Cataluña se colaría por los intersticios de sus textos? ¿O sería capaz Néspolo de impedirlo?
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La respuesta fue clara: Con el sol en la boca es una novela muy, muy argentina, tanto o más que su predecesora. En todos sus aspectos. Su trama arranca en el presente, con unos protagonistas que a sus veintitantos años atraviesan el típico momento en que se preguntan qué demonios harán de sus vidas y una sucesión de hechos que los lleva, casi sin darse cuenta, a adentrarse en la trágica —y, a su modo, omnipresente— historia reciente de su país.
Tuve ocasión de volver a conversar con Néspolo de estos temas. Transcribo aquí parte del diálogo.
—Con el lenguaje o el registro argentino, el relato me funciona como un espacio muy grato de recuperación o reencuentro con esa habla más propia, querida o íntima, que no es la que utilizo todos los días en la prosa periodística —dice Néspolo, que trabaja para varios medios españoles—. Es como vivir en un bilingüismo muy sutil o leve: escribo cada día y trabajo en castellano, pero un castellano que no es exactamente mi lengua materna. Con esa solo me reencuentro en la ficción.
—¿Cómo funciona ese reencuentro?
—Supongo que a nivel inconsciente me sirve para separar las aguas, más a allá de los géneros y de la no ficción, porque nunca estás completamente seguro de qué estás escribiendo, si una crónica, un reportaje, un ensayo, un cuento, una novela, un poema o un tuit. El lenguaje o el registro de habla con el que estoy escribiendo a mí me permite de algún modo saber de qué se trata de antemano. Más a allá de eso, no es que me preocupe mucho ese trabajo con el lenguaje para sacarle punta en exceso los particularismos lingüísticos del habla argentina. Sí intento que las voces narrativas o de los personajes sean coherentes, pero ahí no hay demasiado mérito. Se trata de afinar el odio: escuchar con atención al narrador y a las réplicas de cada personaje, qué dicen y cómo lo dicen, y transcribir esa voz como un amanuense aplicado.
—¿En qué lector pensabas al escribirla?
—Para ser completamente sincero creo que en lo profundo de mi cabeza opera una especie de lector ideal hispánico sin fronteras, como un horizonte de posibilidad o de deseo más bien. Como si te preguntaran quiénes o dónde te gustaría que te leyeran. Pues en Gualeguaychú, Medellín, Oruro, Sevilla, Cuernavaca… Pero eso es imposible o, repito, un horizonte de deseo nomás. Quizá el que más se haya acercado a ese lector ideal panhispánico en las últimas décadas haya sido Bolaño que no escribía ni en chileno ni en mexicano ni en el particular castellano de la zona lingüística catalana, sino en todos esos registros a la vez e incluso en algunos más. Pero tampoco esa absorción omnívora de todos los registros del español te garantiza nada y quizá la cuestión sea exactamente al revés de cómo la estamos pensando. ¿Para quién escribía Rulfo? Hoy se lee en cada rincón del ancho y vasto mundo hispánico, pero puede que no haya otra prosa más local, limitada —en el buen sentido de la palabra— y definida geográficamente que la suya.
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Mudarse, para un escritor, equivale a ampliar el contenido de su caja de herramientas. Luego tendrá que resolver la encrucijada que le plantee cada texto como considere mejor. La elección de una expresión o de una palabra implica omitir todas las alternativas, y de cada una de esas decisiones depende el modo en que el autor pinta su aldea para pintar el mundo. O, mejor: cada decisión determina qué aldea elige pintar. Es decir, ni más ni menos, cuál es la aldea que considera suya.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.