Yo siempre he sido un chico PC. Toda la vida he pensado que las macs tienen algo de afeminado, de kitsch. Todo ese look and feel tan cool, toda esa suavidad, toda esa blancura, toda esa esbeltez, todo eso me hace sentir dentro de uno de esos departamentos minimalistas donde el sofá Philippe Starck está hecho para ponerle encima la mirada antes que las nalgas. Las PCs, en cambio, son feas, incómodas y ásperas; varoniles. Son negras y hacen ruido, son falibles e impredecibles. Las tiendas que las venden son bodegas lúgubres atendidas por impacientes anteojudos (nada que ver con los modelitos sonrientes de las “mac stores”, con sus camisetas de moda, sus bíceps y su sospechosa disposición). Además, Bill Gates me cae mejor que Steve Jobs.
Mi aversión al mundo Apple, sin embargo, ha comenzado a resquebrajarse. Mi primera debilidad fue el iPod. Recuerdo que tardé al menos un par de años en comprarme uno. Quería resistirme a la moda, a la compulsión consumista por tener el último gran invento de Steve Jobs. “Yo no necesito uno de esos”, me decía mientras corría con un viejo walkman en la maleta. Para mi desgracia, poco a poco tuve que ir reconociendo la envidia que me despertaban los amigos que presumían cargar con toda su colección musical en una tableta que cabía en la palma de la mano.
Mi conversión final llegó el día en que uno de esos amigos dejó su iPod “olvidado” en la sala de mi casa. Era un plan con maña. Aficionado a todo lo mac, mi amigo quería convencerme. Y lo logró: me puse los audífonos, comencé a darle vueltas a la mentada ruedita, encontré algo de Coltrane y se acabó. Al último golpe de trompeta, me lancé a comprarme mi primer aparato Apple.
Desde entonces he caído varias veces en las garras de la obsolescencia planeada por Steve Jobs. Que si ya salió el nuevo iPod nano, que si el micro, que si el mini. Que si ya está aquí el video iPod, donde puedes bajar Lost. Que si ya apareció el Apple Tv, especie de video iPod para los que quieren algo con más calidad. La oferta parece infinita y yo, que me ufanaba de ser inmune a los encantos de este mundo nacarado y minúsculo, he caído redondito.
Tal es mi afición que hoy viernes me lancé a ver el debut del iPhone. No tenía intención alguna de comprarlo porque en México, hasta donde yo sé, no va a funcionar. Sólo quería tocarlo, manejarlo, ver cuántos miles de millones de dólares más va a tener Jobs en el bolsillo para el final del verano. La fila en la tienda daba la vuelta a la manzana. Conforme empezó a avanzar, la gente comenzó a aplaudir. Cualquiera diría que les iban a regalar el aparato. Tardé veinte minutos en tener un iPhone en la mano. Y, sí: es pequeño, hermoso, delicado y atractivo. No sé si funcione bien como teléfono, pero para navegar en la red resulta espectacular. La famosa pantalla sensible al tacto es hasta divertida. Al final, la dependienta –con su camisetita de moda y su cintura breve– tuvo que arrancármelo de las manos para dárselo al siguiente curioso.
Salí de la tienda con las manos vacías. A mi alrededor, muchos ya habían abierto sus cajitas negras y jugaban con el iPhone literalmente como niños con juguete nuevo. Yo saqué del bolsillo mi Nokia para contarle de la experiencia a aquel amigo del iPod y, de pronto, me sentí en otro siglo.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.