IlustraciĆ³n: Clara LeĆ³n

El lodo y la fiesta

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Juanma sigue cayendo desde lo alto del acantilado.

CaĆ­da libre, absolutamente vertical, a escasos centĆ­metros de los salientes de roca, el pelo casi acaricia esa pared irregular que podrĆ­a matarle.

Su cuerpo que se despeƱa me continĆŗa teniendo en vilo casi veinte aƱos despuĆ©s, porque no ha saltado, simplemente se ha dejado caer, como un peso muerto, como un hombre muerto, no: todavĆ­a no un hombre, un adolescente como yo, que pese al miedo sĆ­ he logrado saltar y lo espero en el agua de la poza, junto con el resto de nuestros amigos adolescentes.

Pep estĆ” arriba. De Ć©l ha sido la idea del salto. Ɖl sĆ­ es un hombre, aunque acabe de comportarse como un niƱo.

Tuve una infancia feliz: es un tĆ³pico que en mi caso es totalmente cierto. No se me ocurrirĆ­a, en cambio, decir que la mĆ­a fue una adolescencia feliz. Ni la mĆ­a ni la de nadie: esa expresiĆ³n no entra en nuestras cabezas. La adolescencia es dramĆ”tica, claroscura, barroca, mezcla en dosis desiguales de euforia y tristeza sombrĆ­a, alegrĆ­a y decepciĆ³n, energĆ­a nuclear y desaliento.

SegĆŗn Freud, el primer novelista del siglo XX, los adolescentes atraviesan una etapa homosexual que a menudo se manifiesta en la rendiciĆ³n de culto a un adulto que, idealizado como hĆ©roe, sustituye al autĆ©ntico padre. Lo que nos pasĆ³ con Pep fue, por tanto, de manual; pero eso no lo sabĆ­amos cuando lo vivĆ­amos, con la piel, con las neuronas y con las entraƱas. Sobre todo con las entraƱas.

Sin ser conscientes de que ese tipo de experiencia decidirĆ­a todos los veranos de nuestra adolescencia, a los trece fuimos por primera vez de colonias. La iniciativa fue de Jaume, nuestro profesor de Ć©tica en los Ćŗltimos cursos de primaria, un sacerdote sexagenario y encantador, profesor de historia del derecho en la universidad, de una generosidad sin fronteras. Aquella primera vez convenciĆ³ a dos parejas de amigos diez aƱos mayores que nosotros para que nos acompaƱaran y organizaran la logĆ­stica y las actividades, para que fueran nuestros monitores. Durante los seis o siete veranos siguientes, siempre hubo en nuestros meses de agosto quince dĆ­as dedicados a las colonias, pero una de las dos parejas desapareciĆ³ enseguida, ni siquiera recuerdo sus nombres pese a las fotos del concurso de comer flanes o de la guerra de globos de agua; la que se quedĆ³ durante mĆ”s tiempo fue la que formaban Rosa y Pep.

Ella era muy simpĆ”tica. Ɖl siempre la llamaba “mi prometida”. La promesa se rompiĆ³ dos o tres aƱos mĆ”s tarde, cuando Pep se marchĆ³ como voluntario un mes y medio a un paĆ­s africano cuyo nombre podrĆ­a ser Senegal. RegresĆ³ poco antes de nuestra visita anual a Can Roig del Castell, la casa que alquilĆ”bamos en Sant Iscle de Vallalta, y desde el primer momento nos hizo notar que algo habĆ­a cambiado. Algo importante, radical. Una tarde caminamos Ć©l y yo hasta el pueblo en busca de un medicamento y, de regreso, se nos hizo de noche. Nuestras linternas se balanceaban, confusas como sus palabras, en vez de iluminar la corteza de los pinos parecĆ­an querer talarlos o taladrarlos, gusanos de luz.

–Ha sido una experiencia muy fuerte, Jordi, he visto la miseria extrema, los niƱos desnutridos, pero tambiĆ©n la solidaridad, algunos de los voluntarios hemos creado unos lazos que no se romperĆ”n jamĆ”s. No soy el mismo que se fue.

El jueves no probĆ³ bocado: habĆ­a visto morir a un niƱo africano y habĆ­a prometido no volver a comer ningĆŗn jueves de su vida para no olvidarlo. No estoy seguro de si Rosa aguantĆ³ todos los dĆ­as de nuestro campamento veraniego o se fue antes: de lo que no hay duda es de que desapareciĆ³ de nuestras vidas. Pep, en cambio, continuĆ³ con nosotros. De hecho, a partir de entonces se implicĆ³ mucho mĆ”s en el esplai, como si fuĆ©ramos una constante en su vida, algo que lo unĆ­a con la persona que era antes de aquel viaje de turismo de cooperaciĆ³n internacional que, al parecer, tan drĆ”sticamente lo habĆ­a transformado. Nosotros mismos nos fuimos convirtiendo en monitores de niƱos y Ć©l, en nuestro lĆ­der.

Es extraƱo pensar que durante mi adolescencia estuve muy familiarizado con el bosque. DespuĆ©s de todo un curso urbano y del mes de julio, en que bajĆ”bamos a la playa a diario, llegaba agosto y ahĆ­ estaban la maleza, los pinos, las pistas forestales. En las noches de luna llena salĆ­amos a escondernos, a encaramarnos a los Ć”rboles que rodeaban la casa, a trepar por las laderas, sin linterna, en el transcurso de juegos nocturnos que se demoraban hasta las tantas. HabĆ­a aventura en el bosque. Y hombrĆ­a. Era una franja fronteriza entre los niƱos que Ć©ramos y los jĆ³venes que Ć©ramos tambiĆ©n. La Ćŗltima noche aquellos Ć”rboles entre cuyos troncos habĆ­amos corrido como locos, policĆ­as y ladrones, piratas en busca del tesoro, eran los mismos donde buscĆ”bamos la intimidad, tras bailar pegadĆ­simos, sudando mares hormonales, cuando ya tenĆ­amos quince, diecisĆ©is, diecisiete aƱos, una botella de vodka y una de dos litros de naranjada. Palabras con erres: manosear, enrollarse, morrearnos, entre los Ć”rboles.

Durante el aƱo nos reunĆ­amos cada sĆ”bado en el local que nos cedĆ­a una parroquia para jugar, hacer excursiones y planificar las colonias. Lentamente nos lo fuimos tomando cada vez mĆ”s en serio, hicimos cursos de monitores en actividades en el tiempo libre, nos legalizamos como asociaciĆ³n, empezamos a diseƱar programas educativos para que no todo fuera improvisaciĆ³n, intuiciĆ³n, entretenimiento. En paralelo, entre nosotros, las parejas se fueron creando y destruyendo y recreĆ”ndose. EnsayĆ”bamos el amor, la amistad, el compromiso, la responsabilidad. AprendĆ­amos y nos equivocĆ”bamos en grupo. Los domingos por la tarde habĆ­a reuniĆ³n de monitores en casa de Jaume. Yo siempre llegaba antes para poder curiosear en su impresionante biblioteca.

En algĆŗn momento Pep comenzĆ³ a frecuentar el monasterio de Montserrat. Supongo que por entonces todavĆ­a ayunaba los jueves. Un domingo nos comunicĆ³ que se estaba planteando hacer los votos e ingresar en la orden benedictina; algunas semanas mĆ”s tarde surgiĆ³ la idea de hacer una caminata entre MatarĆ³ y Montserrat, dieciocho horas seguidas, y empezamos a planearlo. Pep no tenĆ­a experiencia como excursionista e intuyo que nunca habĆ­a hecho algo asĆ­. Mi recuerdo es confuso. Salimos al menos treinta, entre monitores y niƱos, y llegamos solo dos. Creo que Pep se lesionĆ³ en algĆŗn momento y Ferran y yo no nos enteramos y seguimos caminando.

Para entonces Pep ya se habƭa enamorado de varias de nuestras amigas y tonteado con ellas. Cuando nos dijo que querƭa ser monje ellas ya lo sabƭan: eran sus confidentes. Sus confidentes adolescentes, pese a que tuvieran ya dieciocho o diecinueve aƱos.

La adolescencia es, pese a todo, hermƩtica.

Son unos aƱos en que te comunicas como en ningĆŗn otro. Pasas horas y horas al telĆ©fono. Pasas horas y horas tirado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared del instituto, o sentado en un Vespino, hablando y hablando y hablando, caminas y caminas, vagas por la ciudad como un perro huĆ©rfano, sigues hablando. Te emborrachas. No hablas en casa. No hablas con tu hermano, con quien tal vez incluso compartes habitaciĆ³n. No hablas, sobre todo, con tus padres. O hablas de otro modo, como si no hablaras realmente, disimulando. Te emborrachas. Para hablar dispones de entes como un mejor amigo, como un grupo de amigos y amigas, como amigas en el asiento trasero del autocar que os lleva de viaje de fin de curso, como amigas de las que guardas fotografĆ­as de tamaƱo carnĆ© en tu cartera, como una novia que va cambiando periĆ³dicamente (cuando te haces mayor pasar a tener pareja, incluso esposa, nunca mĆ”s esas novias). Te emborrachas.

Todo es muy intenso. Y muy complicado. Te enamoras mucho, demasiado. Te haces pajas. La orgĆ­a de las glĆ”ndulas te divorcia el cuerpo del cerebro. El tiempo se dilata. El cuerpo se dilata. Puedes pasar tres horas seguidas besĆ”ndote, morreĆ”ndote, en un banco del paseo marĆ­timo, en tu primer coche, en una casa prestada, en la habitaciĆ³n de tu novia mientras su abuela mira la tele en el comedor, en la arena de la playa mientras la orquesta toca, la Ćŗltima noche de la fiesta mayor. Te haces pajas. No te cansas. Puedes jugar dos partidos de bĆ”squet seguidos, comer muchĆ­simo, ducharte, hacerte una paja en la ducha, irte a la primera discoteca, tomarte dos cubatas, cenar con sangrĆ­a, ir a la segunda discoteca, tomarte tres, cuatro cubatas, un chupito, dormir seis horas, hacerte una paja, jugar dos partidos mĆ”s. Cuando volvĆ­amos de las colonias nos duchĆ”bamos y nos Ć­bamos a la cama a las siete de la tarde y no nos despertĆ”bamos hasta las doce del mediodĆ­a del dĆ­a siguiente. Te haces pajas, aunque tengas novia y ella tambiĆ©n te haga pajas (y tĆŗ a ella).

Sois adolescentes: sois insaciables: la vida se parece mucho, durante tres o cuatro aƱos, a la inmortalidad.

De todo eso eres consciente mucho mĆ”s tarde y solo entonces puedes comunicarlo. Pero raramente lo haces de un modo argumentado, razonado, porque la adolescencia es un fenĆ³meno que todos compartimos, ya sabemos de quĆ© va, de quĆ© se trata. Evocas las anĆ©cdotas, una docena de momentos que siempre estuvieron en la superficie, pero no profundizas, no te sumerges, porque ahĆ­ abajo hay mucho lodo. Mucho lodo y mucho miedo. Espanto excesivo y gran belleza.

Cuando le organizamos la fiesta de despedida ya hacĆ­a tiempo que Ć©l salĆ­a con nosotros durante los fines de semana. Me acuerdo de Pep con un helado en la mano en la plaza Santa Anna; o tomando una Coca-Cola o una cerveza en la mesa de un bar, rodeado de todos nosotros, en cou o incipientes universitarios. No solo no ingresĆ³ en Montserrat, sino que empezĆ³ a salir en secreto con Laia, la menor del grupo, la hermana de Ferran, quince aƱos mĆ”s joven que Pep, no sĆ© si habĆ­a cumplido ya los diecisĆ©is aƱos.

A partir de ese momento las reuniones de los domingos por la tarde, en que discutĆ­amos el ideario del grupo, los planes de futuro, formas de financiaciĆ³n o programas de actividades, comenzaron a convertirse en discusiones entre Pep y algunos de nosotros. Aquellos que pensĆ”bamos que era un hipĆ³crita, un imbĆ©cil, un hijo de la gran puta. HablĆ”bamos sobre cualquier tema, pero en realidad estĆ”bamos hablando sobre su historia inexplicable con Ɓfrica y con Montserrat, sobre su inmadurez y la nuestra, sobre Ć©l y una menor de edad.

Sigmund Freud, genio de la ficciĆ³n, nos convenciĆ³ de que la clave es la infancia. Pero a la infancia solo podemos acceder mediante retazos: flashes, fragmentos, teselas de un mosaico que el tiempo enterrĆ³ en capas de arena, que la erosiĆ³n desgastĆ³ hasta exterminar grandes Ć”reas, un mosaico por siempre incompleto. La adolescencia, en cambio, sigue ahĆ­: entera. Con cierto esfuerzo podemos reconstruirla dĆ­a por dĆ­a, clase por clase, fiesta por fiesta: cada uno de los cursos de secundaria, los cumpleaƱos y las verbenas de San Juan y las nocheviejas, los veranos y las vacaciones que los separaron, los primeros aƱos de la universidad. La infancia es un tiempo que casi se fue del todo; la adolescencia es una dimensiĆ³n de nuestro presente, nos moldeĆ³ tal como somos, nunca se irĆ”, la muy puƱetera.

En algĆŗn momento el grupo se fue dividiendo en varios grupos, segĆŗn los que jugaban o no a rol, los que iban o no a discotecas, los que asistĆ­an al local del esplai semanalmente o lo hacĆ­an solo en verano o habĆ­an ya desertado de aquel compromiso. Aquellos que seguĆ­an viĆ©ndose cada dĆ­a o cada semana se continuaron emparejando entre ellos. Algunas de las chicas fueron novias de hasta tres o cuatro de nosotros; y viceversa. Costa y yo escapamos de esa endogamia y acabamos en otra peor: la de las discotecas. Viernes tarde y noche. SĆ”bado tarde y noche. Domingo tarde. Pero por alguna razĆ³n terminamos aquel dĆ­a tambiĆ©n en el Pirineo. Creo recordar que yo subĆ­ con Judit, mi Ćŗnica novia importante de aquellos aƱos, y que nos encontramos a Pep, Ferran, David, Laia y otros entusiasmados con la excursiĆ³n que habĆ­an hecho, con un monitor de deportes de aventura, por los riachuelos y los barrancos de la zona. La excursiĆ³n habĆ­a terminado en una poza y el monitor les habĆ­a seƱalado el lugar exacto, a casi veinte metros de altura, desde el que se podĆ­a saltar al agua con total seguridad, los cascos puestos, los brazos en cruz.

Y allƭ estƔbamos al dƭa siguiente, sin cascos, saltando, pura adrenalina, puro vƩrtigo, una euforia muchƭsimo mejor que la que te daba el alcohol por inercia o el sexo preƱado de miedo. Hacƭa calor. Se terminaba el verano. SaltƔbamos y gritƔbamos, verticales, como si lanzarse al agua fuera nuestro bautizo definitivo.

La primera vez era fĆ”cil. La segunda no tanto: el cerebro te paralizaba, por puro instinto de preservaciĆ³n, de supervivencia. TĆŗ querĆ­as saltar, pero Ć©l no te dejaba. Al fin lo hice. Juanma, en cambio, dio un paso diminuto, no un salto: despuĆ©s de mucho dudar, adelantĆ³ un pie y cayĆ³ a plomo.

Lodo en al aire vacĆ­o y tanto miedo.

Juanma sigue cayendo desde lo alto del acantilado.

EstĆ” a punto de morir. Siempre serĆ” asĆ­. Pero lo que realmente estĆ” a punto de morir es nuestra adolescencia. Viva y afilada, llena de aristas, late con menos fuerza que entonces, pero sus latidos perseveran.

Nuestra niƱez aflora a veces. Somos adultos a tiempo completo. Pero el adolescente que fuimos nos acompaƱa, latente siempre, patente a veces, patĆ©tico, necesario, como un alien que nos constituye, en los sĆ³tanos del tiempo en que creemos crecer, pero en que tan solo insistimos.

Costa me escribe un email tras leer este texto: “Lo hemos leĆ­do Laia y yo, ningĆŗn problema, gracias por preocuparte pero es parte de tu adolescencia tanto como de la nuestra. Lo Ćŗnico que echamos de menos es la noche de la guerra de colchones, memorable. Pero a cada uno le quedan recuerdos Ćŗnicos y diferentes.”

Fue una gran noche, en efecto, cĆ³mo pude olvidarla. No estaba programada, es posible que la iniciara Pep, fue pura improvisaciĆ³n. Empezamos con los cojines y con las almohadas y acabamos con los sacos de dormir y los colchones. Nos dolĆ­an los pulmones de tanto reĆ­r. Nos hervĆ­a la piel con la fuerza de la comuniĆ³n.

Belleza, lodo, sĆ­, todo mezclado en ese estado fugaz pero necesario, intermitente como es todo lo bueno, que llamamos fiesta. ~

 

 

 

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(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros mƔs recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).


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