El malogrado, de Thomas Bernhard

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Tal vez sí, tal vez la patria del escritor sea la lengua, en la que habita y de la que vive. Bernhard (1931-1989) anduvo siempre trastornado, en cambio, con la idea de que la razón de ser de un artista es su talento, que en muchos sentidos deviene su patria, pues más allá de él no se encuentra sino la soledad del creador, su incomunicación, su fracaso y, en demasiadas ocasiones, su autodestrucción. Sin talento, el creador se diría un apátrida desnortado, tan fútil o inane como su obra, para siempre prescindible. Y en su denodada búsqueda del talento, en su infinito desprecio por la mediocridad, en su acritud respecto de la incompetencia y su desabrimiento hacia lo acomodaticio, hacia lo vulgar –“nada aborrezco más profundamente que la masa, la multitud”, dice el narrador de Maestros antiguos (1985)–, se encuentra buena parte de la razón de su crítica demoledora del Estado y su pensamiento débil, de su misantropía congénita. Apenas importa de qué libro suyo estemos hablando, la enseñanza última de la obra del autor de Helada (1963) se encuentra en la obsesión por la excelencia y la perfección, hija del esfuerzo, y El malogrado (1983) es uno de los mejores frutos de ese empecinamiento enfermizo: la genialidad del pianista Glenn Gould, al que Bernhard ya se refirió en Maestros antiguos, aumentó la mediocridad del pianista Wertheimer el Malogrado, quien, ante la fatídica constatación de su falta de talento, prefirió la muerte. Y un tercer pianista, que no es otro que el narrador, acaso el trasunto de Bernhard, melómano y obsesivo guardián de la Verdad artística, monologa ante el lector, de la mano de un discurso asfixiante y opresivo, acerca de las virtudes del talento a la hora de hacernos comprender el significado último del Arte, el haz de la novela, y acerca también de sus peores consecuencias, reflejadas en la envidia y la frustración del artista que sabe que no lo tiene y sabe, en consecuencia, que su arte es un trampantojo, un mero ejercicio artesanal despojado de toda trascendencia, un arte baldío que tarde o temprano lo conducirá al nihilismo, al silencio, a la muerte, el envés de la novela.

 El abigarrado monólogo que vertebra El malogrado es otro ejemplo magnífico de la prosa oscura de Bernhard, falta siempre de cohesión lineal, trufada de repeticiones, verbal hasta la médula, en ocasiones cercana a la letanía o a la confesión, febril y obsesiva como pocas. Una prosa liberada de necesidades argumentales y centrada en el lenguaje mismo y en su lucha, en el seno del texto, mediante reescrituras, retrocesos, contradicciones, anfibologías, correcciones y contracorrecciones (“Toda corrección es destrucción. Mediante el aniquilamiento del antiguo, surge un nuevo manuscrito […]. Corrección de la corrección de la corrección de la corrección […]. Cada vez más soliloquios. Cárcel, cárcel de soliloquios”, Corrección, 1975), polifonías y metatextos, contra la inefabilidad.

Bernhard escribe como si anduviera a tientas por un túnel, pendiente del propio discurso hasta extremos disuasorios para el lector, y su texto obsesivo, de precisiones notariales, endogámico y perturbador, avanza en espiral, regresando siempre a sí mismo: “El escritor tenía, desde el momento en que meramente planeaba escribir un escrito semejante, que concentrarlo todo en este escrito y en nada más, y todo en este escritor tenía que estar tenso hacia este escrito, fuera de este escrito no había nada que considerar”, advierte el narrador de Los comebarato. Este modus scribendi que ritualiza la escritura, a la vez que la convierte en una transcripción constante del pensamiento, con su binomio contradicción (antinomia)-repetición (redundancia), ofrece no pocas dificultades al lector poco acostumbrado a leer narrativa alejada del realismo al uso, en cierto modo lo desconcierta porque le ofrece caminos verbales que no lo conducen a un final, a un desenlace claro, a un objetivo determinado desde el arranque, de modo que al lector, cada vez más cauteloso, en ocasiones no le queda más opción que aceptar que sí, que el autor escribe sus textos monótonos, envolventes y circulares para sí mismo, y en cambio esa prosa endógena, si no endofásica, saca a la luz el pensamiento más íntimo del narrador, revela como pocas la fuerza del lenguaje, liberado de la tiranía de la anécdota, y establece que, efectivamente, “el lenguaje no puede envejecer. Los temas envejecen” (Kurt Hofmann), y que la cadenciosa, rítmica y neurótica narración no dice más de lo que la narración dice.

Bernhard consagra buena parte de su obra al proceso creativo y al Arte y al talento –así ocurre con la gestación de la obra maestra de Koller en Los comebarato (1980), o con el texto infinito que en Corrección pergeña hasta la extenuación el protagonista Roithamer– y se refiere a la música en muchas de sus obras, por ejemplo en Maestros antiguos, una novela en la que alude precisamente a la figura de Glenn Gould, el personaje mítico que lleva en volandas El malogrado, una narración en la que, una vez más, no tienen cabida ni lo superfluo ni lo ornamental. Félix de Azúa, con su habitual perspicacia, no duda en adscribirlas a la música de cámara y observa en su composición recursos musicales, hasta el punto de tildarla de “hermoso Trío de Cuerda”, el trío nacido del triángulo de pianistas al que hacíamos referencia al principio, en el que “si el personaje Glenn Gould es una afirmación de la artisticidad en estado puro, el personaje Wertheimer es su perversión, el imitador que ambiciona ser artista pero carece de condiciones”. Y el tercer instrumento, “Bernhard o la razón narrativa, va ligando las otras voces a modo de bajo continuo: posee las condiciones de la artisticidad y soporta sin envidia ni admiración la excelencia de Glenn Gould, es decir, la excelencia natural que anula y ridiculiza todos los esfuerzos del prójimo. Se trata del eterno y delicioso motivo de Pushkin sobre Mozart y Salieri” (Félix de Azúa, “Cinco novelas del invierno humano”, Lecturas compulsivas. Una invitación, Barcelona, Anagrama, 1998). Bernhard escribe en El malogrado sobre el misterio del talento y la pretendida necesidad de relacionarlo con el trabajo para llegar a la perfección, pero escribe asimismo sobre la obsesión del artista, sobre los deletéreos efectos de una búsqueda apremiante de la excelencia y sobre la importancia de conocer la mediocridad para poder distinguirla del talento. No obstante, por detrás del sonido del hermoso Trío de Cuerda que se inspira en el talento y en el Arte, se escucha la percusión grave que se escucha siempre cuando uno lee a Bernhard, la percusión que recuerda la soledad, la frustración y la muerte: “El ser humano es la infelicidad, pensé, solo un imbécil pretende lo contrario. Mientras vivimos, prolongamos esa infelicidad, solo la muerte la interrumpe”, señala el narrador; tal vez eso piense un artista, piensa el lector mientras hace el recuento de imbéciles que buscan la felicidad y que, oh paradoja, pensaría Bernhard, la buscan precisamente en el Arte. Y no solo en el arte sublime de Mozart, también en el arte mediocre de Salieri. ¿Talento o muerte? ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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