El negro de Dumas

El papel central del negro literario en la creación de grandes obras no es nada nuevo. Según nos cuenta Domínguez Michael, Dumas tuvo una estrecha y tormentosa relación con uno de sus negros literarios.
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No he visto todavía L´autre Dumas, la película de Safy Nebbou, estrenada en París en febrero de 2010, que cuenta, con el inefable Gérard Depardieu haciéndola de Alexandre Dumas, la doble vida creativa del novelista que firmó Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo. Digo “firmó” y no “escribió” porque nunca quedará del todo clara la autoría plena del escritor sobre sus creaciones y el filme se trata de las relaciones entre Dumas y el principal (que no único), de sus negros, Auguste Maquet. Eso de negro, o más precisamente “negro literario”, es una etimología francesa del siglo XVIII y no esconde mayor misterio: así se llamaba a los autores esclavizados por los escritores famosos que componían para ellos folletos políticos, novelas y dramas sin que, obviamente, se reconociese su autoría y quienes recibían, según la leyenda, pagas miserables por darle la fama a otros. En la anglósfera se llama ghost writers a los que en Francia se sigue llamando negros. Basta echarle un ojo a la Wikipedia o a Amazon para comprobar que el mercado editorial francés abunda en novelas sobre negros o en memorias de ex negros que, fastidiados de su oficio y hartos del obligatorio anonimato, decidieron romperlo y echar de cabeza a los famosos –actores, políticos, funcionarios, escritores famosos con agendas demasiado retacadas para escribir– que los empleaban.

Alexandre Dumas (1802–1870) fue hijo del general Dumas, famoso durante las campañas italianas del joven Bonaparte y nieto de una esclava negra. Ello, esa descendencia patente en el encantador rostro africano –labios carnosos, nariz chata, cabellera crespa, piel bronceada, según una descripción de época– del máximo creador de la novela popular, hizo fácil y fatal un chiste que se volvió materia a litigar en los tribunales: un mulato esclavizaba negros. Gracias a Eugène de Mirecourt, quien en 1845 lanzó un libelo donde se denuncia a Dumas como un falso artisa dueño de una galera de negros esclavizados escribiéndole sus novelas, estudiantes pobres y tísicos que eran los trabajadores de una industria que lo había convertido en un millonario con vida de gran duque y decisiva influencia política, quedó echa la leyenda.

¿Qué ocurría en realidad?

Dumas, hacia 1830, se convirtió en un taquillero autor teatral que popularizó el romanticismo con dramas históricos donde patentó todos los efectos que haría célebres en Los tres mosqueteros (1844), La reina Margot (1845), El conde de Montecristo (1845) El collar de la reina (1850), El prisionero de la Bastilla (1861) y muchas otras más. Dumas se sirvió de una invención contemporánea –fue la Revue de Paris la que publicó por primera vez la fórmula “continuará en el próximo capítulo”– para ligar a los periódicos con la novela por entregas y darle al género una fluidez y un dramatismo que heredó el cine a lo largo del siguiente siglo.

Como Balzac, Dumas se sirvió de la idea, entonces también nueva y hecha posible por la periodicidad de los diarios, de las series donde los mismos personajes iban apareciendo lo mismo en secuelas que precuelas. Dumas inventó el mecanismo que sobrevive en las telenovelas, las cuales hace no mucho perdieron, al menos en América Latina, lo de “tele” y quedaron en “novelas”. Así que hay dos clases de novelas hoy día, las que leen los que leen libros y las que se ven en la televisión y se almacenan en los videos. De comprender el gran destino de su invento, Dumas, próspero empresario, estaría muy satisfecho. Dueño de su tiempo y dueño de la posteridad.

Pero para que aquella industria floreciese, Dumas hubo de rodearse de colaboradores. Maquet, recomendado por el poeta Gérard de Nerval, preparaba la obra. Es decir, hacía las lecturas históricas, las resumía, escribía borradores y desarrollaba argumentos siguiendo el plan general de Dumas, a quien regresaba el manuscrito para recibir el toque artístico y efectuar los cambios que su revolucionaria noción de la economía dramática y del suspenso exigían. También, Dumas agregaba chistes, disgresiones y detalles de autor. Lo que Maquet hacía no era nada distinto a lo efectuado en los talleres de los pintores del Renacimiento o en el equipo de muchísimos escritores y guionistas cinematográficos.

Fue Maquet quien decidió poner fin a la relación y denunciar a Dumas, en 1856. Fue el negro quien metió, interesado en obtener una remuneración justa en relación a los millonarios ingresos de Dumas (ochenta centavos la línea, 5626 líneas por volumen, 20 tomos, 52 000 francos de oro) a la discusión un concepto de originalidad romántica que era ajeno al gran novelista, cuya defensa jurídica y literaria fue, a su vez, cruel e impecable. Se adujo que en una época en que el rey Luis Felipe había conminado a todos sus ciudadanos a enriquecerse, era absurdo quejarse de que la máquina de hacer libros diera dinero. Se probó que Maquet había sido justamente remunerado y se invirtió la acusación: a causa del genio artístico y comercial del patrón, el negro era un satélite sin luz propia que había brillado a costa de Dumas, quien, se dijo, tenía colaboradores como Napoleón, generales. Maquet perdió los juicios y murió, sin pena ni gloria, en 1888. Tiene su callecita en París.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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