El pájaro (cuento)

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1

Matarse no es distanciarse de los seres humanos, es acercarse a ellos.

Llego a esta conclusión justo a tiempo. Me saco el arma de la boca.

Es magnífico haber arribado a esta gran verdad.

Experimento un extraordinario sosiego.

Ahora puedo llamar a Z.

Estoy sentado a los pies de la cama. Frente a la ventana. Por la ventana penetra una agradable brisa. La habitación huele a cosas pulidas: cemento, plástico. Madera barnizada. Las cortinas son blancas, porosas.

Afuera, en el jardín, el sol centellea en las hojas.

Una cría de estornino abre el pico, mientras sigue a sus progenitores, que hurgan en el césped.

Cien mil seres humanos se matan cada año en Europa. Un millón en todo el mundo.

Es la cúspide de la humanización.

Vuelvo a meter el arma en el cajón.

Marco el número de teléfono de Z.

–¿Por fin te has decidido? –exclama Z.

–Sí.

 

2

Vivo en un pueblo pequeño en las afueras de la ciudad. Un lugar agradable, tranquilo. Compré la propiedad hace muchos años, cuando no había que ser muy rico o endeudarse monstruosamente para vivir en un lugar como este. Casas con jardines y árboles. Calles sombreadas, solitarias. Ni siquiera hay muchos perros por aquí. No conozco a mis vecinos.

Mi casa está en la cima de una colina. La cerca, sepultada por las buganvilias, el jazmín, la hiedra. En primavera todo se cubre de flores. Desde la ventana veo porciones de tejados, entre los árboles. Colinas azules en la distancia. Humosos bosques.

Algunos inviernos, hacia el norte, distingo montañas nevadas.

De noche, en la distancia, el resplandor de la ciudad tiñe de amarillo las nubes bajas.

Hace tiempo fui escritor. Ganaba mucho dinero escribiendo historias estúpidas. La gente quiere historias cada vez más estúpidas. Ya no se lee otra cosa. Me tradujeron a todas las lenguas del mundo. La gente quería historias cada vez más estúpidas en todas partes. Lo único que cambiaba era el idioma. Pero la estupidez siempre tenía que ser la misma. En otro caso, el libro no se vendía.

Si existe algo genuinamente universal, es la estupidez.

Gané mucho dinero y me instalé aquí.

Gracias a mi habilidad para escribir estupideces vivo en este lugar tan agradable. Y luego hay quien dice que la estupidez no da frutos.

Pero pasaron los años y llegó el momento en que ya no toleraba las estupideces que escribía.

Ya no necesitaba trabajar. Lo dejé.

El mundo está lleno de dementes que no pueden vivir sin trabajar. Yo no soy uno de ellos.

Me dediqué al jardín. Adoro las plantas. Son verdes, no hablan.

Paso horas sentado bajo la mimosa. Desyerbando el huerto. Mirando las babosas. Riego el rosal, los pensamientos, las abelias, las verónicas. Leo. Me gusta leer. Disfruto del zumbar de los abejorros, del canto de los pájaros.

Escucho música. Me gusta cierta música. Voy a echar de menos los libros y la música. Es lo único que echaré de menos.

Hay muchos pájaros en el jardín.

 

3

A la mañana siguiente me dirijo a casa de Z.

Z. es un gran científico. Un verdadero genio, dicen algunas revistas especializadas. Otras, sin embargo, lo llaman nazi. Enemigo de la Humanidad.

Engendro del Mal, lo definió cierta vez el Vicario de Dios en la Tierra.

Yo creo que es un buen tipo, creativo, simpático. Un visionario.

Honrado.

Un poco raro, sí. ¿Pero quien que sea brillante no lo es?

Nos conocimos en la escuela primaria. Nuestros padres compartían la obsesión por las buenas escuelas. Congeniamos desde el primer día. Ya por entonces el aspecto de Z. resultaba único.

Aunque no tanto como ahora.

Siempre he sido hábil para pelear. No me importa el dolor. Ni padecerlo, ni causarlo. Esa es la clave para mantener a raya a la manada. Los más inteligentes, los diferentes, lo pasaban mal en la escuela.

La manada tiene la piel gris. Si alguien tiene la piel de otro color hay que castigarlo. Ese es el código de la manada. Z. tenía la piel azul, roja, amarilla. Muchas veces tuve que interponerme entre él y la manada.

Eso selló nuestra amistad.

Z. vive en la parte alta de la ciudad. Tomo el tren.

Da igual a qué parte del mundo uno vaya. Los mismos anuncios, las mismas ropas, los mismos gestos, las mismas películas, los mismos peinados. Los mismos rostros. Los mismos paisajes.

 

4

Z. me abre la puerta. Es todavía joven, unos cuarenta años, cabeza rapada, nariz larga y aguzada, que recuerda un cuerno. ¿Han visto un narval? Una fotografía, un documental, quiero decir: nadie ha visto un narval.

La nariz amenaza con clavarse en los labios protuberantes, pulposos. Más que labios, morro. ¿Un manatí? Y los gruesos pelos del bigote son sin duda los de un león marino.

Tiene debilidad por las criaturas del mar. Sobre todo por las extinguidas.

Las orejas, sin embargo, son las de un zorro. Y el cabello una tupida crin que forma dos macizos en el centro de la cabeza.

Hermoso.

Muy hermoso.

–¿Notas los progresos? –exclama en cuanto abre la puerta.

Asiento con la cabeza.

Sonríe.

Es verdaderamente asombroso el talento de Z.

 

5

El laboratorio está ubicado en el sótano de la casa. Un sitio enorme, excelentemente equipado. Ingenios de última generación.

–¿Estás seguro?

–Seguro.

–A partir de las dos semanas el proceso es irreversible. Antes de dos semanas podemos detenerlo. Después no. Cuando estés en la Cámara Liberadora, si tocas la gran pantalla roja o sencillamente pronuncias la palabra rojo, te sacaremos. Es la forma en que puedes interrumpir el proceso. Tendrás que firmar algunos papeles. Permanecerás un mes en la Cámara Liberadora. En el fondo, el proceso no es complicado; jugaré un poco con tu código genético. Eso será todo. ¿Está claro? Mira a la cámara cuando respondas.

–Muy claro. No me arrepentiré.

–Excelente. Ya sé que no te arrepentirás. ¿Por qué ibas a hacerlo? Mi pregunta, como sabes, es una formalidad impuesta por la Comisión de Especies. No eres el primero ni serás el último en escapar, aunque generalmente la gente prefiere a los mamíferos.

La camilla tiene varios brazos y está conectada a un enorme ordenador. Es muy confortable. Numerosos zumbidos. Multitud de cables. Rojos, azules, negros, amarillos. Relucientes superficies. Por la pantalla desfilan volúmenes, planos fisiológicos, mapas de adn, huesos huecos, alas, picos que creo identificar como pertenecientes a una urraca. Un mirlo. Un estornino. Un cernícalo, tal vez.

Da igual.

Firmo, sin leerlos, los papeles que exoneran a Z. de cualquier responsabilidad.

Confío en el genio de mi amigo, y si algo sale mal, ¿qué más da?

Tendido, aguardo a que Z. prepare lo necesario.

Estoy tranquilo, mi respiración es profunda y acompasada. No tengo miedo. Experimento una burbujeante ansiedad.

¡Por fin!

He aguardado tanto este momento.

Todo comienza con unas inyecciones.

Las de los ojos son las más molestas. Pero no siento dolor.

Antes de dormirme, ¡qué tontería!, recuerdo la casa de mi infancia. Pero podría ser otra. No estoy seguro. Sí, podría ser otra casa. Una casa es una casa.

Dedico una lastimera mirada a mi cuerpo antes de sumergirme en la pastosa oscuridad.

 

6

Abro los ojos, las paredes bullen. Estoy sumergido. Tibio. Respiro un líquido cremoso. Todo es agradable, la temperatura, el cosquilleo en mis huesos, en mi cerebro, la sensación de ligereza, el esponjamiento de mi piel. Me ha crecido la nariz. Es de color amarillo cadmio. Aunque podría ser un efecto de la luz y de que tengo la mirada hinchada.

La Cámara Liberadora.

Qué nombre tan apropiado.

Tiene una claraboya, alcanzo a ver un pedazo del techo del laboratorio. Es de noche, hay una bombilla azul.

No siento molestia alguna.

Al rato, regreso al dulce sopor.

¿Cuántos días llevo aquí?

–Cinco.

Responde una voz dentro de mi cerebro.

 

7

Floto en la oscuridad. Podría estar en el espacio exterior. Entre constelaciones. No hay ninguna diferencia entre el estado en que me encuentro y viajar por los espacios infinitos.

Vastedades inabarcables llenas de piedras, de gases, de gigantescas colisiones, de estallidos que no significan nada, que nada quieren decir.

Mi cuerpo nunca conocerá esos espacios, pero heme aquí, en ellos.

Ahora podría estar dentro de un hígado. El hígado del Universo. La textura que me rodea es lisa y magenta y correosa. O en el aceitoso estómago de un pez. O en el fondo del mar. Millones de toneladas de agua sobre mi cabeza. O en la barriga de mi madre. O en un pozo estelar. O en un buche de semen.

En cualquier caso, son sensaciones agradables. No hay dolor.

A continuación, burbujas. Millones de pinchazos en el pecho, en la cara, en la planta de los pies. La lengua que crece, los párpados pesados.

Un sabor nudoso en la boca.

 

8

Ha transcurrido un mes. Estoy cómodamente instalado en mi habitación.

Z., según lo estipulado en el contrato, se ha ocupado de trasladarme a casa.

–Lo peor ha pasado, como solías decir en tus entretenidos novelones… bromea Z.

Sonrío.

Su tarea ha concluido.

Vendrá en las próximas semanas a monitorear la evolución. Pero lo principal ya está hecho.

La evolución será normal.

Estoy convencido.

Salvo que me siento hinchado y me duelen un poco las articulaciones, no experimento nada extraño.

Varios aparatos se encargan de suministrarme hormonas y otras drogas que contrarrestarán cualquier rechazo de mi sistema inmunológico. Si es que hay rechazos. No los habrá. Hace muchos años que el sistema inmunológico no es ningún problema para este tipo de intervenciones.

A través de la ventana veo el ciprés. Verde, apretado. La mimosa, amarilla, espesa.

¿Cómo me siento? Feliz.

Hace mucho tiempo que no me sentía tan feliz.

Al fin ha concluido la pesadilla.

 

9

Estoy preparando el desayuno. Café con leche, una tostada, una lasca de pavo. Zumo de naranja.

Una columna de hormigas avanza por la mesa.

Me inclino y las atrapo con la lengua. Que se ha afilado.

¡Cuánto se ha afilado!

Bien.

–Una señal muy positiva.

Eso me dice Z. cuando se lo cuento, durante su primera visita:

–Una señal muy positiva.

Su larga nariz-cuerno luce un primoroso tono gris nacarado. Agita los primorosos bigotes de puro entusiasmo, de sano orgullo profesional.

 

10

Pasan los días. Mando a levantar una valla más alta alrededor de mi propiedad. Una valla sólida, tupida y compacta. Que garantice una absoluta privacidad. Derribarán la vieja, que de todas formas necesitaba alguna reparación.

He ordenado a los obreros, suelen ser vulgares y torpes, que tengan mucho cuidado con el jazmín, las buganvilias, la hiedra.

Los obreros vienen temprano, les tomará una semana levantar la nueva valla. Calculan. Miden. Que esos seres deambulen por mi espacio me produce un profundo malestar, pero he de soportarlo. Observo a los obreros, apostado tras la ventana. Se lo toman con calma. Tengo el menor contacto posible con ellos. El jefe del grupo es grande y tosco. Profiere obscenidades, ríe en voz alta, enseña los dientes manchados. Cabello pajizo. Siento mayor asco que antes cerca de mis congéneres. Qué detestable especie.

Buena señal.

–Buena señal, confirma Z. cuando se lo cuento.

Son cuatro los obreros. Van de un lado a otro como engendros dóciles. Fuman. Un hábito asqueroso. Les he advertido que no quiero colillas en mi jardín. Me han prometido que las arrojarán en el depósito de basura, en la calle. La brisa trae el hedor del tabaco. Todo lo envilecemos, hasta la brisa. No son de aquí. Pero son de algún sitio. Yo no soy de ninguna parte. Una gran ventaja.

Uno de los obreros es alto, oscuro, de huesos grandes; otro tiene pinta de árabe; al tercero, ecuatoriano tal vez, o puede que rumano, le faltan dos dedos de la mano izquierda. El cuarto es un alambre retorcido. Cuando se agacha a la sombra de los árboles, parece una cucaracha. Mala comparación. Espero que me perdonen las cucarachas.

Los cuatro obreros van aplastados por un peso invisible. Conozco ese peso. Nunca lo he padecido, porque nací arrogante, pero lo conozco. Me basta mirar a alguien para saber si lo padece o no.

No hay nada como nacer arrogante. Te ahorra una enorme cantidad de porquería.

Qué incordio la gente. Siento un malestar físico de tan sólo mirarla. Un malestar que va en aumento.

Buena señal.

Es un pequeño precio a pagar. Cuando concluyan el trabajo aumentará mi tranquilidad.

Paz y privacidad es lo que necesito. Acelerarán el proceso, asegura Z.

Al séptimo día terminan.

Viene a cobrar el tipo corpulento. Suda, apesta. Tiene la mirada de un animal quebrado. Resignado. Pago en efectivo. Cuido que mi mano no entre en contacto con la suya. Lanzo los billetes en su extremidad abierta. Hace una mueca satisfecha, muestra los dientes carmelitas. Le asoman unos pelos largos y biliosos por la nariz y las orejas. Lleva una gorra pringosa en la cabeza. Una gran mancha de café en la camisa. Cuando abre la boca expele el hedor típico de los fumadores. La nariz tachonada de sebosos puntos negros.

Termina de contar los billetes y me tiende la mano.

¿Pero qué se habrá creído?

Cierro la puerta y corro a vomitar en el fregadero.

En la pantalla, los veo salir.

Por fin.

Ahora la casa es una especie de fortaleza.

Z. tiene una copia de mis llaves. De ahora en adelante sólo Z. podrá entrar.

 

11

La nueva puerta es metálica. Color caramelo. Está provista de una cámara de video que me permite ver la gente que pasa por la calle. Desde mi posición, junto a la ventana, puedo abrirla apretando un botón.

Nunca lo hago. Nadie acude a mi puerta. Ya no necesito nada. Sólo esperar un poco.

Almacenados en el sótano tengo los alimentos que necesitaré las próximas semanas.

He instalado la cámara a instancias de Z. Por si hay una emergencia.

No espero que haya ninguna emergencia, pero venía estipulado en los papeles. Todo ha de hacerse según las normas.

Odio las normas.

Hay una ranura en la puerta por la que el cartero arroja el correo.

Transcurridos algunos días, el correo forma un creciente montón.

Ayer me acerqué. Un ejército de babosas merodeando. Se comen el papel.

No toqué nada. ¿Para qué?

 

12

Mi vista se ha agudizado considerablemente.

Veo hormigas a veinte metros de distancia. Escarabajos entre el follaje. Larvas en los agujeros de los troncos. A veces voy hasta un árbol y, pasando la lengua por su superficie, atrapo algunas larvas. Blandas y jugosas.

Distingo cada grumo de tierra, cada tallo de hierba.

Donde está el huerto antes había una piscina.

La mandé a rellenar poco después de mudarme. ¿Para qué quería una piscina? El agua estaba siempre fría. Podía bañarme dos o tres veces al año, en el mes de agosto.

Ahora crecen, en el espacio que ocupó la inútil piscina, espléndidos tomates, cebollas, rábanos, patatas.

 

13

Desempaqueto la rampa que unirá la terraza con la azotea. La ensamblo. Una tarea sencilla, que apenas me toma unos minutos.

Para elevarla, uso una polea. La dejo instalada.

¿Tengo los brazos más largos?

Conservan su fuerza y sus articulaciones tradicionales, aunque noto que las muñecas son, cada día que pasa, más rígidas. Bultos en la piel. Alineados, simétricos. Más pequeños en el cuello y en el pecho, mayores en los brazos y en las nalgas.

Mi imagen en el espejo es más ahusada. Algo está pasando en mi columna vertebral, pero no podría determinar con exactitud qué. La nariz continúa creciendo. ¿O se funde con el
labio superior? ¿Tengo labios? Sí, todavía tengo labios.

La rampa me permitirá un acceso fácil y cómodo a la azotea. He decidido pasar los últimos días allí.

Tal vez atraviese un breve periodo de desorientación, en el que resulte difícil coordinar mis movimientos. No quiero alcanzar mi nueva percepción del mundo dentro de la casa. Puede ser problemático. La casa se convertirá en un lugar extraño, que ya no sabré interpretar.

Es mejor que esté arriba, cerca del cielo, cuando llegue el momento.

 

14

Transcurren varias semanas. La liberación sigue su curso.

La lengua es casi un estilete, flexible y agudo. Un fleje. Su superficie es áspera y tiene un utilísimo canalón por el que se deslizan las hormigas, a las que ya no dejo escapar.

Las hormigas exhalan una nube almizclada, aromática.

Los labios ya no son labios. Han adquirido un tono chillón, anaranjado.

He perdido todo el cabello. El cráneo se ha llenado también de pequeñas protuberancias. Las del resto del cuerpo han crecido, las de brazos y nalgas sobre todo, y son duras al tacto: algo en ellas está a punto de brotar.

El tacto. Estoy perdiendo el tacto. ¿Dónde están mis dedos?

Tengo los brazos más largos. Definitivamente. Mis pies también han comenzado a cambiar.

Me crecen poderosos músculos bajo las axilas.

Mi cuerpo ha menguado.

 

15

Las noches, tranquilas.

Ni rastro de las horribles pesadillas que, con frecuencia, padecía.

Ocasionalmente, sueño. Agradables sueños:

Camino por la ciudad. Una ciudad europea, moderna, bulliciosa. Las multitudes entran y salen de las tiendas, de los bancos, de los cafés. Acaricio la pistola que llevo en el bolsillo. Tomo un taxi e indico una dirección. El taxista es de esos que chacharean sin cesar. No le respondo, a ver si se calla, pero no lo hace. Sigue hablando de esto y de lo otro. Cuando ya no puedo aguantarlo más le ordeno que se detenga. Saco la pistola y le disparo en la parte posterior de la cabeza.

Conduzco el taxi. Al final de la avenida hay un hermoso bosque.

Despertares alegres, llenos de energía.

 

16

Ladeo la cabeza. Acerco la boca al recipiente.

Aspiro.

La mayor parte del agua cae sobre la mesa.

Efectivamente, he menguado.

Medía 1.80, ahora 1.40.

Marco la altura con un lápiz en la pared. Cuesta trabajo, casi no tengo dedos.

Mi color es más claro, de un blanco lechoso.

Ya no mastico los alimentos. Los engullo y punto. Rápido. Algo le ha pasado a mi mandíbula. ¡Qué tono escarlata!

Los ojos se redondean.

La punta de mis extremidades superiores roza el suelo.

Intento leer.

 

17

Z. está aquí. Estoy tendido en la cama. Me examina. Su rostro expresa una gran satisfacción. Mide, ausculta, escruta a través de la piel, tantea, comprueba, pesa y anota.

Sonríe.

–¡Excelente!

Exclama.

Yo lo observo admirado.

Su nariz-cuerno es ahora un hueso eréctil y niquelado, trufado de espléndidas vetas color gris perla. El dibujo que forman las vetas es delicado; musical, podría decirse. Los acerados bigotes superan en extensión y elegancia los de un león marino, en los que se inspiran. La pulpa violeta de sus labios late como un corazón abisal.

El contraste entre los elementos marinos y las orejas de zorro, pardas y puntiagudas y la estirada crin del cabello es indescriptiblemente bello.

La piel del rostro, por otra parte, es tersa y delicada como la de un bebé.

Desde la última vez que nos vimos, Z. ha crecido, al menos, veinte centímetros. Su figura es imponente.

Es asombrosa la creatividad de Z. No se conforma con alcanzar las metas inicialmente trazadas. Como un verdadero artista, busca sin cesar nuevos horizontes.

Pero sus búsquedas son estéticas.

Por el momento, me ha dicho, le interesa seguir vinculado a la humanidad. Una decisión respetable, pero difícil de comprender en un ser de su talento.

Z. recomienda que de ahora en lo adelante permanezca desnudo. La ropa, a partir de este momento, no será más que un estorbo. Afirma. Tiene razón. La transformación está muy avanzada. Mis camisas y pantalones parecen los de un gigante. He colocado un montón sobre la cama y sobre ellos me acomodo a la hora de dormir. Dada la forma que han adquirido mis piernas, resulta más cómodo dormir sentado, recostado en la panza y el pecho.

Si me tiendo, no consigo conciliar el sueño. No paso frío. Una película gruesa y suave cubre mi cuerpo.

Meto la cabeza bajo el brazo y me siento bien, protegido. Creo que el cuello ha aumentado su longitud. O tal vez ha enflaquecido.

–Excelente, excelente, no deja de repetir Z.

Todo marcha según lo previsto.

Firmo los documentos que legan todos mis bienes y los derechos de mis libros a una prestigiosa asociación protectora de animales. Excepto una parte, que se dedicará a financiar el trabajo de Z.

18

Antes de irse, Z. ha instalado cámaras en varios puntos de la casa. A partir de ahora monitoreará la situación desde su laboratorio.

A no ser que sea estrictamente necesario, no volveremos a vernos.

 

19

Los colores del cielo son más densos. Me aproximo a trompicones, dando pequeños saltos que cada vez son más coordinados, hasta el aparato.

Aprieto los botones con los labios que ya no son labios sino útiles palas córneas.

La música brota y se abre paso. El horizonte es rojo.

Acomodado junto a la ventana contemplo el jardín, la frenética actividad de los pájaros, los destellos del sol en los tejados.

Cierro los ojos.

¿Qué pasará con la música? ¿Podré escucharla? Sí. Pero de otra manera.

Mejor. Todo será lo que es. Sin falaces elucubraciones.

La música sale por la ventana, flota en el viento.

 

20

Las muebles crecen. Si no fuese porque he ganado mucho en ligereza no podría subirme a la cama.

Ya no uso la nevera. Ni el inodoro, ni el lavabo.

Cada vez con mayor frecuencia, permanezco largo rato sin pensar en nada. Es como si el pensamiento atravesara zonas de vacío. Lo agradezco. Mi cerebro siempre ha sido un torbellino perpetuo.

Los pies han cambiado notablemente. Mis uñas se alargan y encorvan. Atraviesan las sábanas. A la hora de acostarme los enfundo en gruesos calcetines.

 

21

Los bosques, las colinas azules. Paso mucho tiempo inmóvil, contemplándolas. Hay una nueva relación entre mi nuevo cuerpo y los bosques y colinas.

También tengo una nueva relación con mi jardín. Reacciono al trasegar de los insectos y al invisible horadar de las lombrices bajo la tierra. Mis brazos tiemblan.

Miro el cielo morado y el amarillo cielo de la ciudad en la distancia.

 

22

Al caer la noche me arden los ojos. Un picor arrugado, considerablemente molesto. Atrapo una toalla con las palas de la boca. Un movimiento cada vez más enérgico, más fluido. Manipulo el grifo. Empapo la toalla de agua helada y aprieto contra ella un ojo primero, luego el otro. El alivio es inmediato.

Ya están perfectamente definidos los anillos oculares.

No debe inquietarme el picor. Ya Z. me advirtió. Es un síntoma positivo.

Bajo al jardín. Es muy tarde. Sostengo con precariedad la linterna. Enfoco los parterres abandonados. Tomates podridos. Zanahorias semienterradas. Escarabajos de la patata. Olivas caídas. Trago algunas. El naranja calcáreo que cubre mis piernas. Donde tuve el talón crece un dedo acorazado.

Paso largo rato frente al rosal.

 

23

Examino mis brazos, noto las protuberancias. También cubren mi espalda. Las contemplo largo rato en el espejo. Son regulares y en su interior se gesta una sombra a punto de brotar. Hay protuberancias pequeñas y grandes. La movilidad del cuello ha aumentado. Como si tuviera más vértebras. Es práctico y agradable.

Lo que veo en la superficie del espejo soy yo pero apenas tiene que ver conmigo, tal como me recuerdo.

Me siento eufórico.

 

24

La mujer oprime el timbre repetidamente. Tardo algún tiempo en reconocerla. En la pantalla, tiene el cabello largo y ondulado.

¿Qué hace aquí? Es imposible que se haya enterado de mi próxima partida. Z. es absolutamente celoso del secreto profesional.

Hace muchos años que no la veo. La observo. Estoy acuclillado sobre la mesa. Ladeo la cabeza. No ha envejecido. Sigue siendo hermosa. Su espesa cabellera negra. Sus grandes ojos almendrados. Su nariz griega y su boca sensual. Mira hacia la ventana pero no puede verme. La casa permanece a oscuras. Hace días que no enciendo la luz.

Antes, esa mujer y yo vivimos juntos. Hace tiempo, antes de que empezara a entender la vida.

Pobre mujer. No teníamos futuro. Ningún amor humano lo tiene.

¿Y por qué empeñarse en algo condenado a acabar mal?

Después de un rato, la mujer se aburre de tocar el timbre y se marcha.

 

25

La visita de la mujer me produce cierta inquietud. No entiendo por qué. Ya no la recordaba. Pero su inesperada presencia ha alterado mi estado de ánimo.

No recuerdo la noche, pero ya es de día.

Me tumbo, más bien me poso, cerca de la entrada principal, sobre una piedra.

Al sol.

Hace mucho tiempo, vienen las imágenes a mi memoria, paseamos junto al mar. Esta mujer y yo. Ella tomaba mi mano. Yo acariciaba su espalda. Las imágenes flotan en una corriente carente de emociones. Ella creía que no podía vivir sin mí. Yo estaba convencido de lo mismo. Las huellas en la arena. Gaviotas haciendo equilibrios sobre sus cabezas.

Los recuerdo.

Después la perdí y me perdió como se pierde todo.

 

26

No puedo sostener el libro. Ni pasar las páginas. Qué lástima. Será mi último libro. Papá Goriot, de Honoré de Balzac. Ya lo he leído antes. Hace años que no leo libros que no haya leído alguna vez.

Los libros son los únicos seres a los que he sido fiel y me han sido fieles. Lamento perderlos. Papá Goriot. Si adonde voy fuera posible sentir nostalgia, sentiría nostalgia de los libros.

 

27

Hoy me ha salido la primera pluma. Gris. Ocre. Negra. Es sólo un brote pegajoso. Destaca en el hombro, o donde antes estuvo el hombro. A su alrededor, suaves y diminutos plumones.

Las manos han desaparecido. Mis brazos, o lo que fueron mis brazos, poseen fuertes tendones y terminan en puntas rugosas.

Toda mi piel eclosiona.

A los dedos de los pies, que ahora son cuatro, uno en el talón, les han salido garras. Pulidas y agudas. Son fantásticas.

Ya no tengo orejas.

 

28

Picoteo en la alacena algunos alimentos empaquetados. Harina, cereales, azúcar, una morcilla colgada de un clavo.

Salgo al jardín. Gracias a que mi pico ha alcanzado todo su esplendor, escarbo hasta encontrar algunas lombrices, atrapo una mariposa al vuelo, levanto piedras y doy buena cuenta de babosas y otros insectos.

No doy ninguna importancia a los sabores.

 

29

El cuerpo es más o menos lo que va a ser. Pero el cerebro está casi intacto. Eso cambiará pronto. Y este cambio será el fundamental. Ansío el arribo de la falta de conciencia.

Qué horror, ser.

Días después, siento por primera vez el corrientazo en la cabeza. Quedo a oscuras un rato. Veo el mundo, pero es otra cosa. Lo veo sin nombrarlo. El calambre desciende y se acumula detrás de los ojos. Z. me advirtió de que sucedería. Es normal.

Ah, cuántas plumas.

 

30

Lo que llaman alma va desapareciendo. A fin de cuentas, parece que era poco más que una palabra.

Chisporroteos: la calle del barrio donde nací, el rostro de mi madre, el olor de una mujer, posiblemente la que tocó el timbre hace poco; un mar tibio en alguna parte.

 

31

Ha llegado el momento. La capacidad de pensar se extingue. Por fin. Aún acuden las palabras. Pero necesito un esfuerzo enorme para hilvanar una frase. Una frase que ya no puedo pronunciar.

Palabras, trozos, sonidos.

Mi corazón está lleno de dicha.

 

32

Pensé que sería diferente. Pero no. Es como debe ser.

Los humanos, siempre tan dados a lo trágico. A lo melodramático.

¿Qué siento?

Alivio, alivio, alivio…

 

33

Trepo por la rampa. Resuelto y vigoroso. Perfecta coordinación e impecable armonía de mis ligeros huesos y mis poderosos músculos. Salgo a la azotea. Atardece, el gris del cielo es blando y parejo. Mi mirada es de una precisión estelar.

Los techos de la ciudad, las copas de los árboles, los prados en la distancia.

Picoteo la madera primero, toc toc toc, a continuación hurgo debajo de las alas. Levanto la cola y echo una cagada. Tengo ya todas las plumas. Qué ligereza. Mi pico es una obra de arte. No, no lo es. Qué estúpida idea. Mis garras, al rozar las tejas, resuenan cristalinas.

Ha llegado el momento. Los últimos vestigios de humanidad se disipan como una voluta de humo en el viento. Una avalancha de impulsos se apodera de lo que queda de mí: lo borran.

Antes de que suceda, dirijo los últimos destellos de mi conciencia al pasado, a lo que fui. No hay sino pérdida y dolor. ¿Qué iba a haber?

Después, despliego mis alas.

 

 

Anotación en la agenda electrónica de Z.

6 de abril de 2052.

 

Transformación concluida. El paciente se eleva, vuela en círculos sobre la casa. Excelentes funciones motrices. A continuación, se aleja veloz en dirección al bosque. Doy por terminado el seguimiento. Considero el cambio de especie del paciente un éxito total. ~

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