El retorno editorial de Pascal Quignard ha sido, sin duda, uno de los eventos más singulares de la temporada literaria de nuestros vecinos del norte. Porque Quignard, que pasa por ser uno de los más brillantes nombres propios de la literatura francesa de las últimas décadas, ha reaparecido como actor principal de la rentrée con la publicación simultánea de los tres primeros tomos de lo que será su nueva serie: Último reino (Les ombres errantes, Sur le jadis y Abîmes). Semejante ejercicio de desmesura creativa fue unánimemente aplaudido por la crítica y, tras una notable repercusión mediática, recibió hace unas semanas el refrendo definitivo con la concesión del Goncourt.
Para Pierre Assouline, director de la influyente revista Lire, la originalidad de Quignard reside en una capacidad para sorprendernos que define igualmente cualquiera de sus más de treinta libros publicados. Y esa seña de identidad se descubre también en sus tres nuevos libros, editados bajo el sello de Grasset. Porque sus más de ochocientas páginas constituyen, según Assouline, un verdadero OLNI (Objeto Literario No Identificado). Son “la obra de una vida, la suma de todas sus vidas, nacida de un brutal impacto, de uno de esos dramáticos trastornos que deja sin voz a los vivos y la concede a los autistas: la muerte del padre”.
En Último reino volvemos, quizás, a encontrarnos con el mejor Quignard. Regresa aquel nuevo Montaigne que hace más de una década nos maravilló con sus, todavía no enteramente traducidos, Pequeños tratados. Ese ejercicio de lo que su traductora María Teresa Gallego ha definido como “la silenciosa lucha contra el silencio” le permitió elaborar una interminable y riquísima gavilla de textos que conviene leer con detenimiento, “rumiarlos calladamente y decantarlos despacio”. Todo aquel muestrario de la erudita curiosidad de Quignard y de su maestría para conseguir que la ficción se mezclara con la reflexión sin que el pulso de la escritura resultase damnificado vuelve ahora a ofrecerse a los lectores de Último reino. Aquí descubriremos la magia de un autor que promueve el riesgo de pensar por cuenta propia, que detesta los sociedades cerradas y abomina de cuantas reglas sociales nos estrangulan con sus artificios, chantajes y truhanerías. Un escritor de vocación anacoreta, fiel a sus clásicos antiguos y modernos y a su función de redescubrirlos, de mantener viva su obra y de renovar el interés por su relectura.
Quignard es un poco como ese humanista melancólico que, sin atender a modas ni tendencias, reafirma en cada título su condición de autor chamán. Alguien capaz de obrar prodigios indiscutibles. Porque mediante la prosa sublime que se encierra en Último reino, nos reconcilia con la buena literatura y evita así la indigestión que puede provocarnos la noticia de que fueron casi setecientas las nuevas novelas puestas en circulación el pasado otoño por los implacables editores franceses.
Porque no todo está perdido. Siempre nos quedará la solitaria voz heterodoxa de Pascal Quignard. Su libertad de pensamiento, su pulcritud y su destreza en el uso de las palabras son un refugio frente a la banalidad, un antídoto eficaz contra tanta literatura biodegradable, superflua y caduca. Quignard es el perfecto escritor-artesano y, por ello, confiesa sin rubor alguno que ha escrito Último reino para responder a ese deseo, a esa ambición, de revisitarlo todo: el tiempo, el espacio, lo sublime, lo sórdido, la nostalgia, la edad, el sexo… Es el reto artístico de quien cree que escribir es como emprender un fascinante viaje a través de la mejor herramienta que existe: el idioma. De ahí que, para Quignard, el buen escritor ejerce mediante el lenguaje una fórmula idónea de militancia vital, consigue ir a la búsqueda de cualquier misterio y no ceja en su empeño de poner en práctica la inseguridad de interpretarlo. La sublime tarea, en fin, de pensar por cuenta propia. ~
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