para Jordi Llovet
A pesar del hostigamiento que ha sufrido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de su actual estado de desguace, al menos en su dimensiรณn pรบblica, parece indudable que la idea de canon ha vertebrado desde sus orรญgenes el desarrollo de la literatura occidental y que, de hecho, el propio concepto estรก asociado de un modo elocuente y exclusivo a los fundamentos de lo que, en un sentido lato, se entiende por cultura europea. No deja de ser curioso que la palabra kanรณn signifique en griego a la vez modelo y frontera, como si, de algรบn modo, esa doble acepciรณn representara, por un lado, la dificultad de definir –y por tanto consensuar– satisfactoriamente su sentido, y por otro, la funciรณn de defensa que el curso de su evoluciรณn parece sugerir e incluso demandar.
La problemรกtica relevancia del canon se pone sobre todo de manifiesto cuando uno trata de adentrarse en su historia y se encuentra con que el intento de dilucidar su causa es casi tan difรญcil como el de remontar crรญticamente el cauce de Occidente. Al mismo tiempo, las notorias contradicciones y perplejidades que arroja la bibliografรญa son un sรญntoma de que el asunto no es solo complejo sino tambiรฉn proteico, cuya interpretaciรณn estรก, las mรกs de las veces, sujeta a los lรญmites de la especializaciรณn del crรญtico o el erudito que lo aborda. Para lo que aquรญ nos trae, no pretendo en absoluto trazar una historia del canon, sino tan solo ensayar algunas ideas que puedan servir para entender el punto en el que estamos, aunque solo sea a fin de recordar que la literatura, a despecho de las mรบltiples operaciones para desplazarla, sigue siendo el mejor instrumento para interrogar al mundo.
Cuando hablamos de canon literario nos referimos a una idea laica que tuvo sus orรญgenes en una necesidad religiosa, puesto que el modelo primordial es, inevitablemente, la Biblia, la selecciรณn de textos sagrados que la cultura judeocristiana ordenรณ para gobernar espiritualmente a su comunidad. Dejando de lado ahora las diferencias textuales para cada confesiรณn, segรบn sea judรญa, catรณlica o protestante, lo que sobre todo nos interesa observar es que la sinopsis bรญblica contiene ya muchos de los elementos que luego el canon literario, durante su proceso de secularizaciรณn, pedirรก para sรญ. El reconocimiento de una autoridad, por ejemplo, en su caso ligada a lo divino, que segrega unos textos y los privilegia sobre otros que inexorablemente condena como “apรณcrifos” es desde luego esencial para entender la mecรกnica de nuestro canon, lo mismo que esa vocaciรณn de servir a una sociedad que comparte un credo y que se une y se legisla mediante la lectura, la memorizaciรณn, el canto y la exรฉgesis de unas obras sagradas; y por tanto intocables e insustituibles.
La trascendencia de la Biblia como modelo canรณnico –como canon de cรกnones, de hecho– se hace todavรญa mรกs evidente cuando se tiene en cuenta su expansiรณn gracias a otro procedimiento que, ya en plena modernidad, serรก decisivo para la construcciรณn del ejemplo literario. La traducciรณn griega del Antiguo Testamento, conocida como Septuaginta, como luego las versiones latinas, sobre todo la Vulgata de San Jerรณnimo, no solo sirvieron para ensanchar los lรญmites de una fe, sino tambiรฉn de una visiรณn del mundo, de una forma de pensamiento ligada al Libro. Tal vez incluso en la helenizaciรณn de la tradiciรณn hebrea podamos ver otro de los momentos constituyentes de la era del canon, puesto que, de alguna manera, al volcar a la lengua de Homero la palabra del Dios judรญo se formalizรณ la alianza entre dos aspectos fundacionales: una idea de autoridad y lo que podrรญamos llamar el horror vacui de los griegos, que son los responsables, por asรญ decirlo, de que en Occidente tengamos la necesidad de llenar, clasificar y listar, una obsesiรณn, esta รบltima, que tantas veces se aprecia, y no por casualidad, en los poemas homรฉricos. Por la misma razรณn, podemos ver en la Poรฉtica de Aristรณteles un primer ejemplo de crรญtica canรณnica.
El mayor reto, a la hora de aproximarse a esta cuestiรณn, estriba en determinar, o al menos intuir o entrever, el momento en que el canon religioso se transforma –y por quรฉ procedimientos– en una nociรณn laica, aunque quizรก el trรกnsito no se haya consumado nunca del todo o solo lo ha hecho conservando cierta aura religiosa, pues parece innegable que la Biblia ha seguido siendo, al menos hasta la primera mitad del siglo XX, una obra inaugural del canon literario, con la que la mayorรญa de los grandes autores, desde Dante y Shakespeare hasta Emily Brontรซ, Joyce o Mann, se han enfrentado y cuyo aliento han perpetuado. En este sentido, es interesante comprobar hasta quรฉ punto el grueso de la tradiciรณn literaria de Occidente se ha articulado en torno a la Biblia, aceptando asรญ las fronteras textuales impuestas por su autoridad. Tanto los llamados libros intertestamentarios como los evangelios apรณcrifos han ejercido muy poca influencia, por no decir ninguna.
Tengo para mรญ –y sรฉ que es mucho decir– que la laicizaciรณn del canon, o por lo menos la gestaciรณn de su metamorfosis literaria, empezรณ con el humanismo y su decidido programa de reeducar al mundo segรบn el modelo de los grandes autores de la Antigรผedad, de Roma sobre todo, en menor medida de Grecia. La batalla de Petrarca, Valla, Poliziano o Erasmo por liberar a Roma de la escolรกstica, restaurar el latรญn de Cicerรณn y trazar el plano de una ciudad ideal puso en circulaciรณn, a lo ancho de Europa, la idea de certamen literario, lo que suponรญa librar un combate con la tradiciรณn, que de pronto se iluminaba, adquirรญa profundidad y resucitaba a sus grandes prosistas y poetas, insertados ahora, gracias a la filologรญa, en una parpadeante constelaciรณn de voces. La civilizaciรณn fue un dรญa cuestiรณn de sintaxis y una serie de obras, ajenas a la รณrbita de la Biblia, se postularon como primer elenco literario.
Una de las consecuencias mรกs trascendentales de la labor de los humanistas, amplificada por la invenciรณn y generalizaciรณn de la imprenta, fue el estudio histรณrico y crรญtico de la Biblia, iniciado por Erasmo con su nueva versiรณn del Nuevo Testamento. La aplicaciรณn del mรฉtodo humanista a las sagradas escrituras desencadenรณ una fuerte controversia teolรณgica y hermenรฉutica que desembocarรญa en la Ilustraciรณn, cuando se consuma esa emancipaciรณn del principio de autoridad. Ya sabemos que la desvia- ciรณn de la ortodoxia catรณlica, por parte de Erasmo, acompaรฑรณ la eclosiรณn del protestantismo y las primeras traducciones de la Biblia, sobre todo la alemana de Lutero y la inglesa de William Tyndale.
Sospecho que el sistema de lo que llamamos canon literario empezรณ a formarse entonces, a lo largo del XVI, con los ecos aรบn vibrantes del humanismo, el trauma de la Reforma y la fundaciรณn de las literaturas modernas, gracias, en buena medida, a esas controvertidas traducciones de la Biblia, que no solo crearon un modelo de lengua sino que secularizaron la palabra divina, expulsada del recinto cifrado para ir a confundirse con el habla demรณtica. Shakespeare, por ejemplo, es el resultado de esa operaciรณn. En Espaรฑa, en cambio, esa funciรณn fertilizadora, como apuntรณ Unamuno, la cumple a solas Cervantes. Y en Italia ya la habรญa logrado Dante, en cuya Divina Comedia no solo se inventa el italiano como estilizaciรณn del parlar materno sino que se propone un primer y estricto canon poรฉtico, con Virgilio como principio organizador.
En Montaigne, por la parte francesa, se puede ver al primer autor amateur, librado de las servidumbres de la disciplina humanista, que construye una genuina lectura sobre la tradiciรณn clรกsica, entendida ya como un cuerpo vivo por el que circula una nueva conciencia. Es muy probable, ademรกs, que sus ensayos ejercieran un influjo muy concreto en la obra de Shakespeare, que debiรณ de leerlos en la traducciรณn de su amigo John Florio. Y es ahรญ donde empezamos a ver el movimiento silencioso del canon laico, al oรญr un eco de la “Apologรญa de Ramon Sibiuda” en determinado monรณlogo de Hamlet o El rey Lear, mezclado con una distorsiรณn de una cita de la Biblia de Ginebra o de un verso de Sรฉneca, Ovidio o Lucrecio. O imaginando a Shakespeare discutiendo con John Fletcher la adaptaciรณn teatral de un episodio del Quijote.
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Todo este juego de tensiones e influencias, que escenifican una nueva manera de conversar el mundo, se volverรก consciente de sรญ mismo a lo largo de XVII y, ya de un modo mรกs sistemรกtico, en el XVIII y el XIX. Decรญa antes que el cometido de estas pรกginas no es, ni de lejos, proponer una historia del canon, sino solo una meditaciรณn sobre el mismo, pero es inevitable, aun a riesgo de tropezarse, intentar localizar los orรญgenes de algunas cuestiones que luego serรกn determinantes para la reflexiรณn. Y a mi entender se puede seguir un hilo que va del humanismo a la empresa de la Ilustraciรณn y que llega hasta la crisis del Romanticismo con el cual se va tejiendo el mapa canรณnico que termina por enmarcarse en el siglo XX.
La acepciรณn civil del canon como simple lista de libros de lectura obligatoria probablemente se acuรฑa durante el tiempo de las luces, con su decidida voluntad de convertir a la sociedad en un perpetuo alumnado que necesita ser instruido. En el curso de ese proceso, ademรกs, como observรณ Kant en “¿Quรฉ es la Ilustraciรณn?”, se produjo una emancipaciรณn de la tutela que el hombre se habรญa impuesto a sรญ mismo, una liberaciรณn que trajo consigo la crรญtica de toda autoridad y toda tradiciรณn, ya fuera polรญtica, religiosa o intelectual y que afectรณ a la monarquรญa, al papado y tambiรฉn a los textos bรญblicos y literarios. A partir de ahรญ, podrรญamos decir que la modernidad funda su dialรฉctica en una constante impugnaciรณn de la autoridad. Lo que ocurre es que, a su vez, ese destronamiento, que alcanza su momento dramรกtico durante la Revoluciรณn francesa, cuando el poder eclesiรกstico es sustituido por el intelectual, despierta un ansia por conquistar la autoridad vacante, por ocupar el vacรญo que ha dejado la antigua hegemonรญa de lo sagrado, pero ya con estrategias y procedimientos que son por naturaleza vulnerables.
A lo largo del XVIII se instituye la idea de autor, a un paso del genio romรกntico, que va unida a la de crรญtico. Un poeta como Samuel Johnson, por ejemplo, se dedica tambiรฉn a levantar la primera gran lectura de su propia tradiciรณn. En primer lugar, se encargรณ de editar y comentar toda la obra de Shakespeare, corrigiendo la ediciรณn de Pope y dejando al bardo listo para su ingreso en el Romanticismo. Y por otro, en sus Vidas de los poetas, se anticipรณ a la funciรณn de la crรญtica, tal y como se entendiรณ sobre todo en el siglo XX, al enjuiciar, en ocasiones de un modo muy severo, el canon poรฉtico comercial propuesto por los libreros, antecesores de lo que hoy entendemos por editores.
Ese proceso de subjetivizaciรณn que se venรญa observando desde el XVI se ahondarรก y se complicarรก, como todo lo demรกs, durante el Romanticismo, con la definitiva quiebra de confianza entre la mente del hombre y la naturaleza. Y en ese trรกnsito a la desacralizaciรณn del mundo aparece una categorรญa que de pronto lo invade todo y en boca de cualquiera: lo Sublime. El tratado de Longino se habรญa recuperado ya en el XVI, aunque no fue hasta el XVIII cuando se consumรณ su expansiรณn –al menos, si no siempre de la obra, de la categorรญa–, gracias sobre todo a los trabajos de Addison, Burke y Kant. Hechas todas las salvedades, hay en De lo sublime claros precedentes de esa voluntad crรญtica que organiza el canon laico, con sus agudas observaciones e inteligentes citas de Homero, con la apuesta por la inmortalidad literaria, el elogio del buen criterio y la concepciรณn agonรญstica de la literatura. Y, por encima de todo, con esa definiciรณn de lo sublime como algo que nos acerca a la grandeza divina, pero que ya no lo es. Con motivaciones distintas, Burke dice que lo sublime es el “asombro sin peligro”, opuesto a lo sagrado que serรญa, justamente, el “asombro con peligro”.
Los romรกnticos lo interiorizaron todo e hicieron de la prรกctica literaria un ejercicio teรณrico al tiempo que emergรญan las grandes literaturas nacionales, con sus autores egregios, como Goethe en Alemania, que concentra en su sola persona, hasta un extremo casi cรณmico, todas las aspiraciones del canon. Wordsworth y Coleridge, por su parte, se ven obligados a defender crรญticamente sus Lyrical Ballads. Los escritores ya estรกn compitiendo conscientemente con la tradiciรณn, tratando de recuperar el centro perdido, de imponer su concepciรณn de la literatura, de desbancar a la generaciรณn anterior, de recuperar a un autor del pasado que no habรญa sido leรญdo como ellos creรญan que debรญa hacerse, inventando, en definitiva, a sus precursores y perfilando a sus sucesores. Shakespeare deja de ser dramaturgo para convertirse en poeta, autor de cรฉlebres monรณlogos dramรกticos. Los personajes de Cervantes abandonan Espaรฑa y se exilian a Inglaterra para, a travรฉs de Fielding y Sterne, crear la novela moderna, que al cabo de un siglo alcanzarรก la cรบspide de la jerarquรญa literaria, en detrimento del teatro y la poesรญa.
Aรบn hay, en el XIX, un fenรณmeno importante para la configuraciรณn del canon –para la soldadura de su cรญrculo– y es la adaptaciรณn de la Grecia clรกsica al idealismo alemรกn, gracias, principalmente, al trabajo de Winckelmann, consolidado luego por la reforma educativa de Von Humboldt y que Henry Fuseli llevarรก a Inglaterra. La invenciรณn de esa Grecia nรณrdica y pagana modula la estรฉtica de Alemania e Inglaterra, a diferencia de lo que ocurre en los paรญses catรณlicos, refugiados en un latinismo cristiano, hasta el punto de que es tan imprescindible para un poeta como Hรถlderlin cuanto para la generaciรณn finisecular representada por Walter Pater y Oscar Wilde. Por รบltimo, en el XIX se confirma el alcance del Romanticismo a travรฉs de su expansiรณn americana, mayormente a travรฉs de la obra de Emerson y Walt Whitman, aunque tambiรฉn de novelistas como Herman Melville, autores que van a tutelar el desarrollo de la literatura estadounidense a lo largo del siguiente siglo.
Considerado a la luz de la cuestiรณn, el siglo XX, que sigue siendo nuestro siglo, pues nada sabemos todavรญa del siglo XXI en tanto que entidad literaria, se revela, en contra de lo que a primera vista puede parecer, como el siglo canรณnico por excelencia. Hay en su primera mitad, pongamos desde 1914 hasta 1955, un grupo de escritores, clasificados dentro de lo que comรบnmente se entiende por vanguardia, que se enfrentan al canon con la ambiciรณn de someterlo, de abarcarlo y modificarlo, con una intensidad, una conciencia del peso del pasado y una longitud de onda que quizรก nunca hasta entonces se habรญa conocido. Es el caso, obviamente, de Joyce, que en el Ulises no solo entierra la historia del realismo decimonรณnico, sino que resume la evoluciรณn de la prosa inglesa y de paso traduce la Comedia de Dante a la vez que dialoga tensamente con Shakespeare, en especial con el espectro de Hamlet. Y Eliot, con una desmesurada y fรฉrtil arrogancia, removiรณ la tradiciรณn poรฉtica europea con La tierra baldรญa y El bosque sagrado, su correlato ensayรญstico, donde se formula la idea de la tradiciรณn como un organismo vivo en el que el autor se inserta para integrar a su generaciรณn en sus propios huesos y con la certeza de que toda la literatura europea, desde sus inicios, posee una existencia y un orden simultรกneos. Podrรญamos hablar tambiรฉn de Virginia Woolf, de Hermann Broch, de Ezra Pound, de Thomas Mann, autores todos ellos que en su obra, ademรกs de indagar en el espรญritu de su tiempo, proyectan, en forma de guerra sin cuartel, una conclusiรณn del canon, una propuesta de final cรญclico del que siguen dimanando las preguntas que nos hacemos al respecto.
El siglo XX es el siglo de la memoria amenazada, que libera un momentรกneo y ondulante resplandor antes de apagarse. Asomarse a esos escritores supone ver los tiempos del canon, la formaciรณn de su nebulosa, que arrasa campos, ilumina caรฑadas, enciende mares y parece dirigirse a una necesaria extinciรณn. Se dirรก que la impresiรณn estรก demasiado condicionada por nuestro conocimiento de la historia, de lo que viene a continuaciรณn, y algo de ello puede que haya, pero creo que la evoluciรณn de la literatura, su aligeramiento de supervivencia tras la Segunda Guerra Mundial, confirma las sospechas. Si retomamos la historia del principio de autoridad consagrado en el canon, con sus comienzos bรญblicos y su lenta transformaciรณn laica, desde la seguridad humanรญstica hasta la insurgencia ilustrada, con la detonaciรณn de esa ansiedad que define el funcionamiento de un canon que ya no puede ser cerrado ni infranqueable, sino abierto al certamen para ocupar su centro, quizรก podamos concluir que esa aspiraciรณn a la hegemonรญa quedรณ pulverizada con el Holocausto y todo lo que ello supuso. Decรญa Hannah Arendt en una entrevista a principios de los sesenta que “nunca debimos dejar que eso ocurriera”. Y hay en esa primera persona del plural una asunciรณn, no solo de responsabilidad, sino de trรกgica irreversibilidad, en el seno de la conciencia de Occidente, que de ningรบn modo pudo ser ajena a la cuestiรณn canรณnica. Los campos de exterminio no solo dejaron ein Grab in den Wolken, como escribiรณ Celan, es decir, una tumba en las nubes, sino que afectaron a la imaginaciรณn europea, a su vieja elevaciรณn a la sublimidad, de un modo tan virulento que la condenaron a transitar por los mรกrgenes distrayendo su vergรผenza y disfrazando su culpabilidad con entretenimiento y desmemoria.
El siglo XX fue el del traspaso de poderes entre la poesรญa y la novela, que, tambiรฉn tras la guerra, empezรณ a ser objeto de estudio serio por parte de la crรญtica, un cambio de actitud que quizรก pueda detectarse, al menos en lo que a la literatura anglosajona se refiere, en el interรฉs que a la tradiciรณn novelรญstica empezรณ a dedicarle F. R. Leavis, discรญpulo de Eliot, en su ensayo The Great Tradition, donde buscaba una genealogรญa, en la obra de George Eliot, Henry James y Joseph Conrad, para la novela contemporรกnea, tras muchos aรฑos de atenciรณn al fenรณmeno poรฉtico. Tras el desplazamiento del teatro, que habรญa sido uno de los principales gรฉneros de representaciรณn y experimentaciรณn en Europa, no solo en Grecia y Roma, sino en toda Europa a partir del XVI y con intensidad decreciente hasta el XIX, llegรณ la hora de la poesรญa, que, por una parte, delegรณ algunas de sus responsabilidades –su ambiciรณn de abarcar la totalidad del mundo y no solo una parcela emocional– en la novela y, por otra, se encerrรณ en una cripta como acto de defensa ante la desatenciรณn de la sociedad, la pรฉrdida de espacio pรบblico y la vulgarizaciรณn del lenguaje. Por supuesto, no se tratรณ de un proceso rรกpido, sino solo de una gradual adaptaciรณn en la que, por cierto, todavรญa estamos.
Es entonces cuando la sensibilidad occidental, en cuestiones canรณnicas, empieza a bifurcarse en dos caminos. En uno de ellos avanzaron aquellos escritores impulsados por la onda expansiva de la explosiรณn. Todavรญa en 1942, Erich Auerbach, durante su exilio en Estambul, pudo escribir de memoria, para entendernos, su Mรญmesis, en puridad una reflexiรณn sobre el canon occidental en la que ya se lee cierta desesperaciรณn, un sentimiento de clausura y despedida que tiรฑe la obra, sin embargo, de una rara alegrรญa. Tambiรฉn en plena guerra, Cyril Connolly habรญa escrito La tumba inquieta, una celebraciรณn elegรญaca de la alta literatura en la que ya se da una imagen del canon como de un templo que empieza a desmoronarse. En una fecha tan tardรญa como 1944, T. S. Eliot pronunciรณ en Londres la conferencia “¿Quรฉ es un clรกsico?” para afirmar, con una ingenuidad que no puede ser sino una enorme ironรญa, que el origen canรณnico habรญa que encontrarlo en Virgilio, dentro de una Europa unida por el cristianismo en cuyo centro estaba, por supuesto, Dante. Stefan Zweig se habรญa suicidado en Brasil en 1942 tras evocar en El mundo de ayer la Europa que habรญa sido arrasada con las dos guerras. No hace tanto, Borges vivรญa aรบn de esa memoria agรณnica, de hecho su obra es una de las รบltimas manifestaciones de ese estado, hasta el punto de que la mera enumeraciรณn se convierte en el sistema de su poรฉtica. Ya no queda, parece decirnos, mรกs remedio que repetir, que recordar fragmentos, volver a la lista una y otra vez. Se trata, en fin, de un camino largo que llega hasta nuestros dรญas, cuando se pueden ver escritores como peregrinos que van a buscar piedras de las ruinas para decorar sus pequeรฑos pisos.
El segundo camino es el del olvido, el de la pretendida inocencia que de algรบn modo redefine la literatura a partir de cierto momento, como si no pudiera con su pasado. Aquรญ los escritores, en especial los novelistas, deciden de pronto hacer tabula rasa, concentrarse en un tiempo asequible y reivindicar el placer de contar historias. Es lo que ocurriรณ, por ejemplo, en Espaรฑa durante los aรฑos ochenta, cuando, tras el tรบnel del franquismo, se estableciรณ un consenso cultural en el que la fiesta, la dimensiรณn lรบdica de la literatura, pasรณ a ser el รบnico cometido. Los modelos, en el mejor de los casos, empezaron a ser autores como Truman Capote, Hemingway y Stevenson, que despertรณ, por cierto, una veneraciรณn que todavรญa dura y que en algรบn momento habrรญa que revisar. En el siglo XIX solo parecรญa existir Dickens. Henry James era bueno en sus nouvelles, pero insoportable en sus รบltimas novelas. Toda la vanguardia se despachรณ con el cargo de ser aburrida y pretenciosa. De Joyce se llegรณ a decir incluso –fue Javier Marรญas– que eran mejores los cuentos de Dublineses que el Ulises. El teatro, como la poesรญa, nunca habรญa existido. Poco a poco, muchos escritores, incluso los mejores, empezaron a reducir su campo de trabajo, limitaron el alcance de su visiรณn a la novela y al รกmbito decimonรณnico como costa mรกs lejana, asumieron la cultura pop como sustitutiva de la aristocrรกtica y empezaron a considerarse miembros de una posmodernidad suficientemente confusa como para que nadie rechistase. De alguna manera, puede decirse que se liberaron del canon para gozar de una ansiada libertad que, por otra parte, redundรณ en una mirada cada vez mรกs pobre y servil del mundo.
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Por detrรกs de todo esto, el siglo XX incubรณ al mismo tiempo un fenomenal cuerpo teรณrico que sustituyรณ al canon como รกmbito de discusiรณn. Las consabidas corrientes estructuralistas, marxistas, deconstructivistas, psicoanalรญticas, semiรณticas o feministas que inundaron la universidad parecieron llenar el vacรญo de lo canรณnico y desembocaron en los llamados estudios culturales, que han acabado por adueรฑarse del espacio acadรฉmico, sobre todo en Estados Unidos e Inglaterra, con las inevitables consecuencias en el resto de Occidente. Esos estudios son, a mi juicio, una reacciรณn a esa vergรผenza que embargรณ a la conciencia europea tras la Segunda Guerra Mundial y que tratรณ de suplir el hueco de la autoridad y la excelencia con valores extraestรฉticos como la raza, el sexo o la identidad, que es una cรกndida manera de decir “yo no he sido”. Esta escuela se apresurรณ ademรกs a hacer una lectura del canon como un lugar de privilegio creado mediante decisiones polรญticas y una estrategia de marginaciรณn social que habรญa impedido hacerse oรญr a los mรกs desfavorecidos. El mecanismo, sin embargo, no deja de ser perverso, pues condena a los marginados a seguir intelectualmente supeditados a ese orden del mundo, exento incluso del grado de complejidad necesario para entender esas exclusiones. La literatura, segรบn esa teorรญa, es una soluciรณn y no un problema, que es lo que el canon nos enseรฑa si uno se atreve a pensarlo y no solo a aceptarlo. Por muchos esfuerzos que se hagan al respecto, no se puede, de ninguna manera, deducir una determinada polรญtica en el juego de tensiones e influencias que han permitido ingresar en รฉl a autores tan diversos como Cervantes, Milton, Emily Dickinson, Tolstรณi, Kafka, Cรฉline, Celan o V. S. Naipaul. La literatura, entendida desde una perspectiva canรณnica, tanto en Sรณfocles como en Philip Roth, es un instrumento que destruye las comodidades, que no puede aceptar, ni siquiera cuando se lo propone, ningรบn lรญmite ideolรณgico, sino que sale a explorar la condiciรณn humana con todas las consecuencias. La universalidad de Dante no estriba en su sumisiรณn a la teologรญa catรณlica sino en su capacidad de examinar al hombre. T. S. Eliot, en los Cuatro cuartetos, nos cuenta lo bien que le ha sentado convertirse al anglicanismo y ser sรบbdito britรกnico, pero lo que alienta en el poema es mucho mรกs expansivo: habla de la textura del tiempo, de la guerra, de la imposibilidad del amor y, en รบltima instancia, de una espiritualidad ecumรฉnica. Por otra parte, como se ha dicho ya hasta el hartazgo, las humanidades no garantizan moralmente nada, las humanidades, como dice George Steiner, no humanizan, pero tienen un cometido mucho mรกs importante: recordar quรฉ es lo humano, aunque muchas veces sea difรญcil de soportar.
Ya en los aรฑos ochenta, a esta corriente dominante de los estudios culturales se le opuso otra que ha sido tachada, a veces de un modo muy superficial, de conservadora y reaccionaria. Creo recordar que uno de sus principales adalides –o por lo menos el mรกs popular en la รฉpoca– fue el profesor Allan Bloom, autor de un ensayo titulado The Closing of the American Mind, que en 1987 se convirtiรณ en un inesperado best seller y donde denunciaba la degradaciรณn de los estudios universitarios, sobre todo debido al abandono de los grandes libros del pensamiento occidental. Bloom, a quien aรฑos mรกs tarde Saul Bellow convertirรญa en el personaje de Ravelstein, aprovechaba para aventurar una crรญtica de la sociedad surgida tras la Segunda Guerra Mundial, de lo que รฉl veรญa como una banalizaciรณn de los gustos musicales, literarios y artรญsticos, incluso de las costumbres sexuales y amorosas, y que amenazaba la soberanรญa intelectual del hombre. Aunque el libro se enquistรณ entonces en uno de los extremos de la discusiรณn, creo que sigue siendo importante a la hora de tratar de comprender quรฉ ha ocurrido con la educaciรณn europea.
Como es bien sabido, uno de los รบltimos gestos crรญticos a favor del canon que se dieron en el siglo XX fue el libro de otro Bloom, Harold esta vez, titulado inequรญvocamente El canon occidental, que tuvo una gran repercusiรณn tanto en Estados Unidos como en Europa cuando se publicรณ en 1994. Bloom que, segรบn me cuentan, estรก considerado en las universidades norteamericanas un dinosaurio a quien nadie hace caso, representa, de alguna manera, el colofรณn a ese trayecto de la memoria que apuntรกbamos mรกs arriba. El libro, por supuesto, fue acusado en varios frentes de reaccionario y elitista. Tambiรฉn se le reprochรณ, por parte de los clasicistas, no haber comentado las obras mรกs relevantes de la literatura grecolatina, que se limitรณ a enumerar dentro de una “edad teocrรกtica”, en una lista final que, a mi entender, bien se podrรญa haber ahorrado, pues desgraciadamente fue lo รบnico que muchos leyeron y porque terminรณ distorsionado el sentido y la hondura del ensayo.
Tanto la obra como la lectura que generรณ son los mejores ejemplos para entender lo que ha ocurrido con la idea del canon. Bloom decidiรณ ofrecer, en el crepรบsculo de su carrera como profesor y crรญtico, una meditaciรณn sobre lo que para รฉl constituรญa el corpus literario esencial de la modernidad, cuyo sustrato es, de acuerdo con la organizaciรณn bloomiana, tanto la literatura grecolatina como la tradiciรณn bรญblica, que comparten la sujeciรณn a lo divino. Al situar a Shakespeare en el centro –no en el principio– del canon, Bloom sugiere que en ese momento se produjo una fractura decisiva en la conciencia humana. La prohibiciรณn, en la Inglaterra isabelina, de representar motivos bรญblicos en escena, para asegurar socialmente la ruptura con Roma, propiciรณ el surgimiento de un teatro plenamente emancipado de la imaginerรญa cristiana que desplazรณ –a diferencia de lo que ocurriรณ, por ejemplo, en Espaรฑa– la atenciรณn trรกgica de la figura de Cristo al hombre comรบn y que Shakespeare supo aprovechar para indagar sin ataduras en la tormenta humana. Hay que tener en cuenta, ademรกs, que Bloom es, como suele admitir sin embozo, un crรญtico romรกntico y que su perspectiva ha condicionado fuertemente sus conclusiones. Quiero decir con ello que lo relevante de su ejemplo no radica tanto en su personal lista de obras, en sus inclusiones o exclusiones, cuanto en la demostraciรณn de que el canon es un lugar insustituible para la existencia de la literatura, pues le sirve de atmรณsfera, siempre y cuando se asuma como un territorio crรญtico, con vida, sacudido por lo que el propio Bloom ha llamado la angustia de las influencias y no como una idea preconcebida y amable, decorativa en el peor de los casos. Ahรญ Bloom coincide plenamente con Eliot, contra cuyas ideas estรฉticas se rebelรณ al principio de su carrera. Y como escribiรณ Bloom, ahora Allan de nuevo, en cuanto la tradiciรณn se reconoce como tal es que estรก muerta.
Uno de los principales problemas a los que el canon, desde el advenimiento de la modernidad hasta nuestros dรญas, ha tenido que integrar casi como una contradicciรณn con su propia existencia es que lo que llamamos gran literatura se resiste a cualquier intento de definiciรณn, pues solo se reconoce cuando acontece. Pero, claro, ¿cuรกles son los mecanismos que permiten ese reconocimiento, esa anagnรณrisis, eso que los ingleses llaman the shock of recognition? No lo sabemos. ¿Y solo unos pocos estรกn dotados para participar de ese conocimiento? Las explicaciones que se han intentado dar, como la de “capital cultural” de John Guillory, que sigue a Pierre Bourdieu, son altamente insatisfactorias. Es verdad que la escuela ha moldeado un gusto a travรฉs de las generaciones, una forma de acceso a la literatura que, en buena medida, ha dictado los patrones con lo que han sido juzgadas y sancionadas muchas obras de la tradiciรณn literaria, pero no es menos cierto que muchas veces, durante los aรฑos de formaciรณn, uno ha podido descubrir que el canon, entendido segรบn la dinรกmica generativa que le exigen Eliot o Harold Bloom, viaja mucho mรกs deprisa que los planes educativos, a menudo desautorizados por aquel. Mi generaciรณn, por ejemplo, nacida con la democracia, se educรณ de acuerdo a un consenso en torno a la novelรญstica espaรฑola del siglo XX, por no decir mรกs, de cuya caducidad no nos dimos cuenta hasta empezar los estudios superiores; y no precisamente gracias a ellos. El ejemplo de la narrativa de posguerra, ademรกs de La colmena de Cela, era Tiempo de silencio de Luis Martรญn-Santos, una novela que ha envejecido muy mal, frente a otro autor, Juan Benet, del que nadie nos habรญa hablado y que sigue teniendo una posteridad difรญcil, en gran parte por culpa del mito de su arrolladora personalidad, que parece haber impermeabilizado su proyecto narrativo a la exรฉgesis original, mรกs allรก del solipsismo hispanista. Descubrir a Benet, mucho mรกs que a Martรญn-Santos o a Eduardo Mendoza, otra de las prescripciones en cou, nos puso en contacto con una lectura de muy largo alcance, que elevaba una enmienda a la prรกctica totalidad de la narrativa espaรฑola y que incluรญa una interpretaciรณn muy osada y estimulante del Quijote, mientras al paso nos abrรญa las ventanas a otros paisajes, formados por autores como George Eliot, Conrad o Henry James, pero tambiรฉn Marlowe, Tito Livio o Amiano Marcelino. Estรกbamos, de golpe, en la arena canรณnica.
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El caso de Benet ilustra hasta quรฉ punto el canon puede seguir vivo en la imaginaciรณn de un escritor, a despecho del paรญs en el que viva, de lo que haya ocurrido en su siglo y del atolondramiento de la academia o de la crรญtica. Pero tambiรฉn pone de manifiesto una de las disfunciones sociales con las que nos tenemos que enfrentar cada vez con mรกs frecuencia y que tiene que ver con la ausencia de reconocimiento. Y con eso volvemos a la pregunta que antes nos hacรญamos. ¿En quรฉ consiste eso?
No hay duda de que la crisis canรณnica, por llamarla de algรบn modo, aunque suene insoportablemente eclesiรกstico (pero de eso se trata, ahora que lo pienso, de comunidad), tiene que ver tambiรฉn con las deficiencias de la sociedad en la que se articula y a la que supuestamente debe servir. En este sentido, es indisociable del precario estado de las humanidades, relegadas tanto en la educaciรณn secundaria como en la superior, cada vez mรกs orientadas a instruir a los estudiantes en funciรณn de las demandas del mercado. Por otra parte, la escuela y la universidad son un reflejo de una crisis social donde la negaciรณn de cualquier atisbo de autoridad crรญtica ha terminado por desdibujar el panorama literario hasta extremos preocupantes. En los suplementos literarios uno no encuentra mรกs que publicidad, una prolongaciรณn del mensaje lanzado por los editores que, con esa destituciรณn aparentemente rentable de la crรญtica incรณmoda, ven amenazada su capacidad de dar amparo y cuidar la obra de autores que no se pliegan al gusto fรกcil de la moda y que necesitan tiempo. El de Ignacio Echevarrรญa es el caso mรกs cercano que tenemos de alguien que intenta construir una lectura severa de la narrativa contemporรกnea y es expulsado por unos resortes de defensa contra el criterio que la propia maquinaria en la que se inserta pone en marcha. El resultado de todo ello es que la deserciรณn de la crรญtica, su destierro, permite la canonizaciรณn (otra vez suena a hisopo, pero ya sabemos de dรณnde viene todo esto) de escritores cada vez peores que acaban por alterar la escala de juicio, acostumbrando incluso a los sufridos reseรฑistas a niveles de exigencia cada vez menores, a miradas cada vez mรกs predecibles y sumisas. Esa es la razรณn por la que autores tan mediocres como Arturo Pรฉrez-Reverte, Carlos Ruiz Zafรณn o Almudena Grandes, por poner unos pocos ejemplos de todos conocidos, estรฉn a un paso –si es que no lo estรกn ya– de ser estudiados en la escuela y de ahรญ a un canon paralelo, que ya no serรก decidido por la crรญtica sino tan solo por un jurado compuesto por libreros, jefes de marketing, publicistas y decoradores de escaparates.
Y es que el problema de la ausencia de reconocimiento del estamento crรญtico afecta inmediatamente al funcionamiento de la literatura y por tanto a la calidad cรญvica de una sociedad. La autoridad con la que ha sabido investirse Harold Bloom no solo le ha servido para meditar sobre el canon, sobre la literatura del pasado, sino en especial –y quizรก sea al fin lo mรกs importante de su legado– para dialogar con los mejores poetas de su generaciรณn, como John Ashbery, A. R. Ammons o James Merrill, a los que ha incardinado en la escuela de Wallace Stevens, protegiรฉndolos asรญ de la inanidad circundante o de la mera inexistencia. Aquรญ, en cambio, cada vez cuesta mรกs apreciar la diferencia entre un excelente poeta como Jaime Gil de Biedma, que tambiรฉn se sumergiรณ en el canon con la intenciรณn de modificarlo, y un presunto seguidor suyo como Luis Garcรญa Montero.
La respuesta a todo eso es complicada y suele ir por derroteros equivocados, normalmente inspirados por una especie de nostalgia ilustrada. Para hacernos cargo de esta situaciรณn, no podemos obviar nuestra herencia y hacer la vista gorda ante lo que ya Adorno y Horkheimer, justo despuรฉs de la Segunda Guerra Mundial, llamaron el fracaso del totalitarismo ilustrado, no tanto para liquidar el pensamiento de la Ilustraciรณn cuanto para recordar que la primera obligaciรณn del mismo era pensar su propia regresiรณn y prolongar asรญ sus esperanzas.
La soluciรณn al problema, pues, no puede ser la restituciรณn de un edรฉnico statu quo que, por otra parte, nadie asegura que sea adecuado para nuestro tiempo. Hace poco, un centenar largo de hispanistas de todo el mundo se ha reunido en la universidad de La Rioja para confeccionar un canon que indique, segรบn declararon los organizadores, quรฉ libros de la tradiciรณn occidental deben conservarse en papel antes de que todos estรฉn disponibles en la red. La lista que de momento ha trascendido es, como mรญnimo, embarazosa. Ademรกs de la Biblia, la Odisea y la Eneida, estรกn Los milagros de Nuestra Seรฑora, de Gonzalo de Berceo, las Rimas de Bรฉcquer o el Romancero gitano de Lorca. Aparte de ejemplificar la tรญpica miopรญa hispanista, esta selecciรณn destaca por ser apenas mรกs รบtil que regalarle a un chico un gramรณfono para que aprenda mรบsica clรกsica. No es que uno tenga nada en contra de esos autores (bueno, sobre Bรฉcquer sรญ habrรญa algo que decir), ocurre tan solo que tras esa enumeraciรณn no hay nada, no hay ninguna idea, ningรบn planteamiento que no se dรฉ por sabido, ninguna respuesta a lo que ha ocurrido, ninguna razรณn nueva para adentrarse en el canon.
Naipaul ha dicho que hoy en dรญa el mundo es mรกs grande y que los escritores ya no pueden seguir viรฉndolo como si estuviรฉramos en el siglo XIX, que una de sus principales responsabilidades estriba en arriesgar una nueva mirada que altere la percepciรณn de ese mundo. Su experiencia ademรกs desmonta todos los presupuestos de los estudios culturales y nos hace tomar conciencia de la vitalidad que aรบn puede tener la tradiciรณn europea, cuya pervivencia, en muchos aspectos, ha sido posible gracias a su periferia, como sugiere tambiรฉn el caso de J. M. Coetzee o de cierta corriente de la narrativa norteamericana, como la que representan Saul Bellow o Philip Roth, que no solo han sabido aguantarle la mirada al poder sino que han demostrado que la literatura sigue siendo, a despecho de los cantos de cisne, una herramienta insustituible para interpelarnos y explorar la condiciรณn humana.
Los lรญmites de Occidente ya no son los que fueron y ello no se debe tan solo a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Muchas de las certezas en las que nos educaron, como que Grecia surge de la nada para fundar Europa, ya han caducado. Los ecos del Gilgamesh en la Odisea, reconocidos desde hace mucho, nos hablan de un pasado mรกs complejo, mรกs hondo y en perpetua ebulliciรณn que debemos escuchar, de una fuga de la secuencia de nuestros ancestros que convierte nuestro origen en una cueva todavรญa inexplorada. El lamento por la exclusiรณn de los estudios clรกsicos en la escuela o en la universidad no puede limitarse a echar de menos la letanรญa de las declinaciones, sino que deberรญa ser motivo para denunciar algo mucho mรกs terrible y que supone hurtarles a las futuras generaciones el acceso a otras formas de pensamiento, al estremecedor diรกlogo con los muertos, algo que no siempre hemos sabido enseรฑar.
La elegรญa por el canon tampoco puede estancarse en un debate estรฉril acerca de las excelencias del papel frente a la barbarie digital. Todos sabemos demasiado bien que la imprenta ha sido y sigue siendo un maravilloso invento que ha difundido desde la literatura mรกs sublime a la mรกs atroz, exactamente igual que puede ocurrir con las nuevas formas de trasmisiรณn. Otra cosa es la calidad de lectura y escritura que las nuevas tecnologรญas puedan generar, la simplificaciรณn de la inteligencia y del discurso que se intuye y que con tanta vehemencia ha denunciado Jaron Lanier, uno de los padres de la realidad virtual, en You Are Not a Gadget, un panfleto fundamental para entender quรฉ hay detrรกs de todo el tinglado. La proliferaciรณn de las redes sociales parece preconizar una inversiรณn del criterio por la base cuyas consecuencias son aรบn impredecibles, pero que en cualquier caso no ha sugerido todavรญa ningรบn mรฉtodo convincente que pueda sustituir a la crรญtica osada e independiente, a la libertad y soledad del juicio que las voces del canon nos exigen.
Los ejemplos de Bellow o Roth que traรญamos antes, pero tambiรฉn los de Roberto Bolaรฑo o Javier Pastor en el รกmbito hispรกnico, o los de Ted Hughes o Geoffrey Hill en poesรญa, por citar solo a unos pocos, demuestran que la literatura de vocaciรณn canรณnica sigue siendo posible y que sabe resistirse a todas las operaciones de emasculaciรณn. Siempre que la educaciรณn (y ha ocurrido ya muchas veces a lo largo de la Historia) se resiente o se manipula, esa literatura es la depositaria del sentido crรญtico. Hace falta, eso sรญ, que mantengamos con vida su reconocimiento, porque es algo que sigue afectando a nuestra moral. Y esa es una tarea que incumbe a toda la sociedad, o al menos a una parte sensible de la misma, a los propios escritores, para empezar, pero tambiรฉn a los periodistas, a los editores, a los crรญticos y a los lectores. Es ahรญ, รบnicamente, donde vibra aรบn el sentido รบltimo del canon. ~
(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.