El velo y la libertad

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No ha tenido buena prensa el proyecto de ley francés contra la ostentación de signos religiosos. Los islamistas de todo el mundo ven en la ley antivelo la voluntad propia del infiel de atacar a su religión en lo más sagrado dentro del mundo visible, el vestido de la mujer. Jerarquías y pensadores católicos corren en ayuda de la religión hermana y subrayan lo trasnochado que es el laicismo a la francesa. Incluso buen número de pensadores laicos, algunos de ellos muy representativos, como Fernando Savater en España, expresan “la alarma justificada de los laicos liberales” ante una medida que encuentran contraproducente: “En el fondo tales prohibiciones contribuyen a magnificar la importancia truculenta de las aficiones eclesiales en la imaginación de los jóvenes.” Ni más ni menos. Otros, como Reyes Mate, aprecian en la ley una muestra de comodidad: “Parece más rentable luchar contra el fanatismo que contra la miseria.” En una palabra, a estas alturas, ¿por qué no permitir que cada cual vaya a la escuela con el vestuario de su preferencia?
     Las cosas cambian si acercamos nuestro objetivo a la realidad francesa y al marco doctrinal en que se mueve la reivindicación del derecho al velo. No es un tema a resolver en abstracto, sin tener en cuenta sus coordenadas, muy bien expuestas por la Comisión Stasi en su informe al presidente Chirac. Ante todo, lo que está en juego no es el respeto a unos usos de vestido ancestrales por un afán de asimilación. El conflicto no surgió a partir de 1989 por conservar el velo o el pañuelo, el hiyab o el chador, en la escuela, sino por la intención de imponer algo hasta entonces allí desconocido. Es el mismo enfoque erróneo que afecta a la visión del islamismo actual, cuyo objeto no consiste en preservar la práctica de la religión existente en los países occidentales, sino en imponer unas formas de vida y de práctica religiosas supuestamente calcadas del islam primitivo, atendiendo a las reglas definidas en el Corán y en las sentencias o hadices de Mahoma, y directamente enfrentadas a las formas de vida y a los sistemas de valores propios del mundo occidental. No se trata de conservar nada, sino de poner en marcha un renacimiento del islam, en el sentido que da a la expresión Olivier Roy, aceptando la dimensión tecnológica de la modernidad con tal de someterla a los criterios inspirados en el más estricto rigor religioso. La forma que adopta la visibilidad de la mujer en el espacio público pasa a ser el caballo de batalla y el emblema de esa recuperación de la pureza originaria.

La norma y el presente
Dado ese regreso a las fuentes promovido por el islamismo dentro y fuera de Europa, conviene recordar cuáles son las disposiciones que en los textos sagrados del islam determinan la obligación del famoso velo, pañuelo o hiyab, convertido en el mandato fundamental que gravita sobre la condición femenina. La indagación no tiene en este caso nada de arqueológica, puesto que el conjunto de normas contenidas en el Corán y en la Sunna, los mencionados hadices, tiene el valor de una pauta de comportamiento cuya obligatoriedad para los creyentes no decae con el paso de los siglos.
     Lo que prevalece en el Corán es una incitación al pudor femenino. El llamado versículo del hiyab, 53 de la azora 33, donde aparece el término significando “cortina”, dicta la prohibición de hablar con las esposas de Mahoma en casa de éste sin un hiyab de por medio.1 Los glosadores integristas han hecho de esa orden una obligación general, cuando todo en el versículo sugiere lo contrario: así en la prohibición subsiguiente de casarse con las que hubieren sido esposas del Profeta. Hay otros dos versículos relativos al tema, ambos de la etapa de Medina. El primero ordena a las creyentes “que bajen la vista con recato”, oculten sus partes pudendas (furug), que “no muestren sus encantos más que los que están a la vista” y “que cubran su escote o sus senos con el velo” (24, 31). Jumur, la palabra empleada en plural, puede traducirse por velos. La edición reciente del Corán a cargo de la Universidad de Medina, en Arabia Saudí, se ve obligada a añadir piadosamente en nota al lector: “Y también sus cabezas y sus cuellos.” El segundo es más concreto. Ordena a las mujeres e hijas del Profeta, así como a las mujeres de los creyentes, que se ciñan sus capas o mantos, para así ser reconocidas mejor y no ser molestadas (33, 59). Aquí la palabra empleada es jalabib. De nuevo es una recomendación flexible, orientada a garantizar la visibilidad y la seguridad de la mujer. La fórmula de vestido que ha llegado a nuestros días es concretada en la Sunna o conjunto de hadices, sentencias y dichos atribuidos a Mahoma. En una de las recopilaciones, la de Abu Dawud, figura el episodio supuestamente relatado por una esposa del Profeta, Aisha, en que ésta denunciaba que otra de sus jóvenes cónyuges se presentó un día ante él ligera de ropa. Mahoma mostró su desagrado y emitió su dictamen: “cuando una mujer alcanza la edad de menstruación, no debe exhibir parte alguna de su cuerpo, salvo eso y eso, dijo señalando a su cara y a sus manos” (Sunan, 4092). Por añadidura, la cadena de transmisión del hadiz es insegura, pues ni siquiera consta a quién le contó Aisha tal historia. A pesar de ello, quedaba fijada una norma decisiva para el islamismo, cualquiera que fuese la variante de su aplicación, desde el simple hiyab al chadri o burkha afgano.
     No nos preocupa aquí discutir sobre el fundamento teológico de la obligación del velo, sino poner de relieve que fue la importancia del mismo para la identidad de la mujer musulmana lo que lo convirtió en emblema de los proyectos de reislamización de los colectivos de creyentes. De nada ha valido que, en la historia del pensamiento islámico, auténticos guardianes del rigor como al-Ghazali e Ibn Taymiyya distinguieran entre el dogma intangible y las disposiciones relativas a las costumbres, susceptibles de ser adaptadas a los tiempos. Tal y como ocurriera con la defensa de la vaca en el hinduismo, el uso del velo constituye un signo perfectamente visible de la vigencia de la ley sagrada. Las mujeres vestidas a la europea, desnudas a juicio del creyente ortodoxo, son la muestra visible de una sociedad que ha caído en la degeneración religiosa y moral propia del mundo occidental. El imperio del velo representa en cambio el más claro indicador del regreso al redil de la fe de esa sociedad o de ese colectivo minoritario de creyentes. De ahí la importancia de la batalla, a partir de los años ochenta, en Siria o Egipto como en Francia e Inglaterra, con el propósito de lograr que todas y cada una de las mujeres creyentes cubrieran sus cabezas y adoptaran el tipo de vestido islámico con el cual toda forma del cuerpo femenino resulta oculta y difuminada.
     A la discriminación de género así impuesta se une el papel asignado al conjunto de los creyentes para garantizar su cumplimiento. De acuerdo con el Corán (3, 110), la superioridad de la comunidad de los musulmanes sobre cualquier otra agrupación de hombres se basa precisamente en que asumen el “mandato de ordenar el bien y de prohibir el mal” (al-amr bi-l ma’ruf wa l-nahy ‘an al-munkar). Es una consigna repetida una y otra vez en la historia por los movimientos islámicos de intención depuradora, desde los almorávides y los almohades hasta las distintas variantes actuales de islamismo e integrismo. En apariencia, se acerca a nuestro concepto de justicia, pero de hecho su significación es muy otra, ya que esa “justicia” del creyente rechaza la existencia de un orden normativo autónomo, cuyos principios pueden ser encontrados por la razón humana y traducidos en norma por un legislador. El “bien” y el “mal”, lo recomendado y lo prohibido, son productos exclusivos de la voluntad de Alá, tal y como la recoge la sharía o ley revelada.
     De ello se deducen dos importantes consecuencias, que afectan incluso a los problemas actuales. La primera, que para el creyente tanto su comunidad como las disposiciones coránicas se encuentran por encima de cualquier organización o ley humanas. El conflicto entre las normas religiosas y la legalidad de un Estado laico está servido de antemano. La segunda, que se trata de un mandato dirigido a la conciencia de todo creyente y que le otorga por lo tanto un poder legítimo de interferencia en los comportamientos ajenos. El gobernante musulmán tiene esa responsabilidad de garantizar el cumplimiento de lo ordenado e impedir o castigar lo prohibido por Alá, pero todo miembro de la umma lo tiene también, y no como simple facultad, sino como obligación inexorable. Para denunciar lo vedado, o directamente, según el hadiz, para “impedirlo con la mano”. Aquel que conoce que el vecino bebe o juega a las cartas, puede irrumpir en su domicilio sin permiso alguno con el fin de cortar la infracción. La delación y la represión se convierten en deberes colectivos. Sin llegar al horror talibán reflejado en Osama o Kandahar, películas como la turca Yol, de Yilmaz Güney, la argelina Rachida, de Yamina Bachir Choueik, o la iraní El círculo, de Jafar Panahi, nos muestran espacios islámicos muy distantes entre sí, líneas argumentales dispares, y unas pautas de control y de represión capilar convergentes, siempre con una alta carga de violencia y con la mujer en el papel de víctima por esa doble condición suya de emblema de la pureza y de agente de excitación sexual del macho. Según explica en su tratado sobre las mujeres Sa’id Ramadan al-Buti, de la Universidad de Damasco, el velo sirve de barrera permitiendo las relaciones con los hombres, quienes no podrían sostener siquiera una conversación intelectual ante el estímulo provocado por los encantos femeninos. La mujer desnuda, no envuelta en paños que oculten sus formas, suscita inevitablemente la reacción sexual del hombre en su calidad primaria de macho. Es éste un punto esencial para entender el problema del velo, no sólo en la Francia de hoy, sino en cualquier lugar del mundo musulmán afectado por un proceso de modernización.
     Con los fragmentos de ley revelada a modo de telón de fondo, el cerco se cierra al producirse la imbricación de las máximas coránicas relativas a la superioridad masculina con la concepción árabe tradicional que asienta el sharaf, honor del hombre y del grupo, sobre el ird, la honra de la mujer. De modo inmediato, padre, esposo y hermanos de la mujer son los garantes de esa “perla preciosa” que según la propaganda islamista es la mujer frente a “cualquier atentado contra su dignidad”, venga del mundo masculino exterior o sea ella misma quien lo provoque. Condición de guardián que se hace extensible en el espacio público a los demás miembros de la comunidad. En la medida en que el orden satánico promovido por las costumbres occidentales incrementa el riesgo para las mujeres creyentes y pone ante sus ojos continuas incitaciones a la inmoralidad, esa labor de vigilancia y, si ello es preciso, de actuación punitiva, pasa a ser un deber prioritario.
     No hace falta Huntington para que se produzca el “choque de civilizaciones” en este terreno. Basta con la aplicación al presente de unos cuantos hadices, convenientemente recordados por los propagandistas del islamismo y aplicados por los celososcustodios de un patriotismo de comunidad, con efectos demoledores sobre los miembros de la comunidad de creyentes. “La Francia depravada e infiel quiere arrebatarnos la honra”, denuncia una adolescente franco-musulmana en defensa del velo. Conviene recordar de dónde procede la declaración de guerra.

El reto del integrismo
Viene siendo muy significativo que los críticos laicos de la futura ley sitúen su argumentación de un modo u otro en el terreno de la filosofía social. Sus objeciones son casi todas ellas válidas, en particular las sustentadas sobre la libertad individual y sobre el respeto a la pluralidad cultural, si abordamos la cuestión prescindiendo de lo que representan tanto la ya mencionada función del velo en la variante integrista del islam como un contexto social y religioso muy concreto. Es éste un aspecto perfectamente analizado en el Informe Stasi, cuyas aportaciones por lo demás son ignoradas de modo incomprensible por la mayoría de los comentaristas al abordar el tema.
     La objeción de apariencia más consistente es la que antes se disipa. En el caso francés, la presencia del velo en la escuela, a partir de 1989, no fue ni es en modo alguno la expresión de las formas culturales que un colectivo de inmigrantes trajo consigo. Durante décadas habían asistido adolescentes magrebíes a las escuelas públicas, sin que a ninguna se le ocurriera vulnerar la prohibición de exhibir signos religiosos en las mismas. No estamos, pues, ante un conflicto que ponga en tela de juicio la multiculturalidad, sino ante el ascenso de una concepción integrista del islam dispuesta a afirmar por todos los medios la normativa interna de la comunidad de creyentes, por encima de las disposiciones y los usos vigentes en un Estado laico. Al llegar los años ochenta, las dificultades con que tropezaban los inmigrantes musulmanes eran ante todo de naturaleza social, en forma de rechazo xenófobo, y económica, de discriminación en el empleo. Pero la tendencia general iba en el sentido de la integración, por un lado, y de la relativización de las prácticas religiosas por otro, sin que eso significara la pérdida de la creencia. Fue justamente esa evolución, reforzada por el incremento numérico de la inmigración, lo que provocó un movimiento en tijera, de conversión de la xenofobia latente en movimiento político racista por un lado con el Frente Nacional, y de influencia creciente de las corrientes islamistas por otro, reivindicando una identidad de base religiosa.
     Las variables externas acentuaron esta reacción conforme se aproximaba el fin de siglo. La guerra de Afganistán, el conflicto del Golfo, la represión del integrismo en Argelia, las intifadas en Palestina, dibujaron con perfiles cada vez más aristados la imagen de un mundo occidental enfrentado a un islam en santa rebeldía. En ese marco, el reflejo identitario hizo que cada velo hiciese surgir nuevos velos, y con ello nuevos conflictos en los centros de enseñanza, y sobre todo que el velo pasara a ser el emblema de la intransigencia y del enfrentamiento en los medios sociales, como el entorno de París o de Lyon, donde tiene lugar una alta concentración de jóvenes musulmanes de la segunda generación.
     En quince años, un problema simbólico se ha convertido en un problema demasiado real, y de gravedad más acusada. Para los jóvenes musulmanes de las barriadas y de los cinturones urbanos, el hecho de imponer el velo a las muchachas de su religión, por la violencia si es preciso, constituye un acto de afirmación viril, apoyado en la ley revelada. Es también una declaración de poder contra un Estado y una sociedad que no les consideran franceses en los hechos, ya que no en las leyes. La propaganda islamista, en el sentido de constituir la comunidad de los creyentes, legitima esas actitudes. Si tenemos en cuenta que en Francia hay unos cinco millones de musulmanes, y casi otros tantos de franceses partidarios del racismo, comprobaremos que el problema no es el que se resuelve con un par de frases sobre las virtudes de la tolerancia. Es además un tema que afecta de modo inmediato a la vida cotidiana de muchas mujeres. “Las jóvenes, una vez cubiertas con el velo —refiere el informe Stasi—, pueden entrar en las escaleras de los inmuebles colectivos y caminar por la vía pública sin temor a ser acosadas, e incluso maltratadas, como lo eran antes, cuando iban con la cabeza descubierta. Paradójicamente, el velo les ofrece así la protección que debiera proporcionarles la República. Aquellas que no lo llevan y lo miran como un signo de inferioridad que enclaustra y aísla a las mujeres son tratadas de impúdicas, e incluso de infieles.” Estamos en el umbral de un terrorismo de vigilantes, todavía de baja intensidad. No conviene olvidar que el punto de arranque del integrismo argelino tuvo lugar cuando los muchachos de las barriadas empezaron a arrojar vitriolo a los rostros de las mujeres vestidas a la europea.
     Del informe se deduce que las mujeres musulmanas reacias a aceptar esa coacción se encuentran sometidas en su medio social a una presión totalista, esto es, propia de un totalitarismo que imponen las minorías activas del integrismo desde el interior del colectivo de creyentes. Vale la pena reproducir sus observaciones: “La Comisión no puede hacer otra cosa que saludar el valor con que algunas jóvenes mujeres vinieron a testificar. Algunas exigieron ser oídas a puerta cerrada. Una de ellas que en conocimiento de causa aceptó una audición pública retransmitida por la cadena del Senado, fue ya al día siguiente amenazada en su lugar de residencia.”
     Adquiere así sentido la recomendación islamista tradicional de que las mujeres lleven velo para así ser respetadas y no agredidas de un modo u otro. “El velo o el palo”, que gritaban las bandas de integristas en los inicios de la revolución islámica de Irán. En el espacio público, la mujer queda reducida a la condición de agente que puede provocar la tendencia natural del hombre al pecado de la fornicación, débil es su carne, y como tal ha de ser tratada si no observa las reglas del vestido islámico. La cuestión es si semejante visión de las cosas resulta aceptable en sociedades democráticas, las cuales por supuesto no pueden restringir tales usos en la vida social de cada día, pero sí crear las condiciones para impedir que en la enseñanza o en la función pública el símbolo religioso actúe como punta de lanza para consolidar mecanismos de discriminación y envilecimiento de la mujer.

Por la “mujer musulmana”
Sin una breve tramitación de la ley será difícil evitar los efectos de una propaganda de oposición en la que están comprometidas las más activas asociaciones de musulmanes en Francia. Las manifestaciones del 17 de enero dejaron las espadas en alto: ni movilización multitudinaria, ni concentración irrelevante. Fue también la ocasión para que el promotor, Mohamed Latrèche, del minoritario Partido de los Musulmanes de Francia, dejase al descubierto toda la irracionalidad del integrismo. Los ataques al presidente de la República, la intención de sembrar el terror político contra quienes les “insultaran” y el antisionismo visceral permitieron entender el trasfondo de una manifestación en que las mujeres con velo agitaban la bandera tricolor, pero no podían hablar porque se los impedían sus “hermanos”. Buena muestra de que la ley resultaba necesaria.
     La baza del islamismo no reside en esos grupúsculos radicales, aunque sean preocupantes las predicaciones de imames que claman poco menos que por la “resistencia” en forma de guerra santa contra los kafors (infieles) promotores del laicismo, sino en la estrategia mucho más compleja que frente al proyecto ha puesto en marcha Tariq Ramadan, llamado a ser el líder indiscutible del islamismo en Europa occidental. Tariq es nieto de Hasan al Banna, el fundador de los Hermanos Musulmanes, a quien presenta de forma engañosa como creador del reformismo moderno y no violento en el seno del islam. Nacido en Suiza, profesor de la Universidad de Friburgo, buen conocedor del pensamiento y de las técnicas occidentales, intenta aparecer como el adalid de un islam perfectamente compatible con la Europa de hoy y al mismo tiempo abierto a las críticas progresistas contra la globalización. De ahí la acogida calurosa que le han dado algunos intelectuales laicos. En las páginas de El País, José María Ridao saludó recientemente su libro El islam minoritario como un intento de convencer a los musulmanes europeos de que “el islam es compatible con las exigencias del Estadode derecho”, volviendo al Corán y a la tradición “con una intención opuesta a la de los islamistas”. En realidad, es cierto que Tariq Ramadan predica en contra del aislamiento de los musulmanes y les propone entrar sin reservas en el recinto de las instituciones propias de Europa. Su propósito no es, empero, la integración en la modernidad occidental, sino servirse de ella para hacer del viejo continente un dar al-shahada, una tierra de expansión del islam con sus contenidos originales. A juicio de Ramadan, los creyentes han de buscar soluciones de concordia en caso de roces con los ordenamientos legales, y llegado el caso recurrir al superior dictamen de sus jurisconsultos. La occidentalización de las costumbres sigue siendo el mal y tanto el Corán como los hadices conservan íntegramente su vigencia, incluso en el apartado de pegar a la mujer desobediente una vez agotadas las persuasiones, lo que se hará suavemente, con una rama similar a las del arbusto siwak.
     Se trata de afirmar en su plenitud un género determinado por la religión, la mujer musulmana, a la que su hermano Hani, y en la misma editorial de que Tarik es autor estrella, recomienda la puesta en práctica de las supuestas palabras del Profeta: “Ordenaría a las mujeres prosternarse ante sus esposos, teniendo en cuenta el derecho que Alá les ha otorgado sobre ellas.” En la medida de lo posible, Tariq Ramadan, excelente orador y autor de decenas de libros y de cientos de cassettes distribuidos por la editorial al-Tawhid de Lyon, tratará de adaptar su discurso a los gustos y criterios actuales, sin por ello renunciar a un núcleo doctrinal duro, fundamentalista antes que integrista, configurado a golpe de citas del Corán y de los hadices, así como al propósito consiguiente de edificar la umma, una comunidad musulmana expansiva en Europa (aunque, formalmente, rechaza el comunitarismo).
     Para Tariq Ramadan, la ley contra los signos religiosos es al mismo tiempo un desafío y una oportunidad. Al frente de una serie de agrupaciones de apariencia conciliadora, en torno al Colectivo de los Musulmanes de Francia, y buscando el apoyo de laicos opuestos a proporcionar baza alguna al racismo, propuso una escalada progresiva de actos de oposición culminada con la gran manifestación del 14 de febrero. La pretendida moderación cede paso de inmediato a una denuncia de la “islamofobia” racista que a su juicio demuestra la ley y a una condena cargada de menosprecio hacia el régimen democrático que la promueve. Una cosa es el respeto a la legalidad y otra bien distinta la adhesión sincera a los valores democráticos. La ley contra el velo evidencia a su entender su debilidad, el electoralismo de la clase política, “el clima internacional de terror y de violencia”, el miedo convertido en xenofobia. Es la mejor prueba de la necesidad de constituir “la comunidad espiritual de los musulmanes” con “una estrategia de resistencia global”. Una nación dentro de la nación. El patriotismo de comunidad contra el patriotismo constitucional. La reverencia ante los mandatos de la fe contra el laicismo. La defensa de la “mujer musulmana” constituye un excelente banderín de enganche para este fundamentalismo de ropaje moderno, sumamente apreciado por los jóvenes, y que representa sin duda la principal amenaza para los propósitos de integración y reconocimiento alentados desde el gobierno francés.

Comunitarismo y democracia
Entre las propuestas de la Comisión Stasi, una fue rápidamente desechada: la inclusión en el calendario de fiestas oficiales de dos de las principales fechas de los calendarios religiosos árabe y judío. Pareció una concesión irrelevante, y sin embargo hubiera constituido un medio para expresar con claridad que una ley contra la ostentación de signos religiosos nada tenía que ver con la actitud de franco reconocimiento hacia las dos religiones no cristianas de mayor presencia en la sociedad francesa. En lo que nos ocupa, equivalía a una declaración de sí al islam, no al integrismo islámico. Era asimismo una forma de aplicar el principio de respeto al multiculturalismo inevitable en las democracias europeas. Un colectivo con rasgos culturales propios, definido por una identidad religiosa, tiene derecho a ver reconocidos ambos aspectos siempre, primero, que no pretenda constituir una unidad cerrada e imponer una normativa que vulnere las reglas del Estado de derecho y, segundo, que la totalidad de sus componentes o una parte de ellos no intente forzar a sus individuos a la adopción de un determinado tipo de conductas regladas.
     Dicho de otro modo, la integración de los musulmanes en la sociedad francesa, o en cualquier otra, incluye la aceptación de la diversidad, pero no la formación de una umma cuya normativa prevalezca sobre la del Estado. Hace recomendable tomar en consideración la intensidad de su vida religiosa, por ejemplo facilitando la construcción de mezquitas en lugar de convertir la ausencia de lugares de oración dignos en prueba de que se pretende la reclusión de los creyentes en un gueto. Aconseja promover el conocimiento del islam, pero sin incluir una actitud reverencial que en la escuela pública ya no está vigente para la Iglesia católica. Si en los colegios se hace un análisis crítico de la Inquisición, no hay porqué eludir los temas de la yihad o de la discriminación de la mujer en el islam, y, al lado del Holocausto, de la violencia en el judaísmo. Será difícil dar formación en una sociedad plural sin atender a la mencionada exigencia. La escuela no está para reproducir las concepciones míticas que pueda abrigar el creyente, sino para forjar ciudadanos.
     El conflicto del velo se convierte así en una cuestión de primera importancia para la mayoría de los países de Europa occidental. Nos encontramos ante el riesgo de ver enquistarse a una importante minoría, por el hecho de rechazar el sistema de valores de la sociedad de acogida, con la consiguiente coartada para un racismo en auge. Se encontraría de paso bloqueada la integración de los musulmanes en la sociedaddemocrática, tal y como lo hicieran antes otras minorías religiosas o nacionales, sin perder por ello su identidad cultural y religiosa. En fin, suele olvidarse con demasiada frecuencia que la lucha contra la hegemonía del integrismo supone también la defensa de un islam liberal, hoy sofocado por la marea islamista, a pesar de disponer de una tradición de pensamiento bien elaborada, cada vez más necesaria para superar ese “cara a cara de las civilizaciones” de que habla Ramadan en el interior de las sociedades europeas. ~

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrรกtico de Ciencia Polรญtica de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro mรกs reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleรณn: una agรณnica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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