Envidias declaradas

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La nรณmina de pecados capitales requiere una actualizaciรณn urgente, que el reformista y alivianado papa Francisco deberรญa encargar a sus teรณlogos de confianza, si quiere fortalecer su liderazgo moral en una รฉpoca de ateรญsmo hedonista. La lujuria y la gula ya no avergรผenzan a nadie. La mayorรญa de los pecados capitales (pereza, ira, avaricia, soberbia) pueden tiznar reputaciones, pero no sepultarlas. Solo la envidia concita un repudio unรกnime y, por lo tanto, es el pecado que ocultamos con mayor esmero, recurriendo a la hipocresรญa, su servicial hermanastra, la gran ausente en el top seven de la maldad. Tal vez la hipocresรญa siga siendo un pecado venial porque la Iglesia, Baudelaire y el mundo entero la consideran un pilar de la convivencia civilizada. Mientras nadie se atreva a satanizarla, los hijos de Caรญn tendremos un escondrijo seguro.

Todos hemos sentido envidia en algรบn momento y, por lo tanto, negar ese virus roedor dรกndonos baรฑos de pureza solo aumenta su potencial cancerรญgeno. Lo que determina si un envidioso se ha dejado envenenar por la tristeza del bien ajeno, o puede sobrellevarla con dignidad, es cรณmo la combate en su interior y, sobre todo, en quรฉ la transforma. La envidia es curable, siempre y cuando se convierta en afรกn de emulaciรณn, lo que exige admirar y rendir homenaje a quien aborrecรญamos por ser mejor que nosotros. La envidia sublimada, libre de rencores y mezquindades, nos incita a luchar por la adquisiciรณn del talento envidiado y, si no llega tan lejos, cuando menos facilita la resignaciรณn. En busca de ese bรกlsamo divino, รบltima esperanza de mi alma atormentada, debo confesar que envidio con rencor dos virtudes inalcanzables para un neurรณtico de mi calaรฑa: el don de gentes y el don de mando.

Como ambos dones son inseparables del talento histriรณnico, podrรญa ennoblecer mi fracaso social presentรกndome como un apรณstol de la franqueza. Pero la verdad es que no aborrezco tanto el fingimiento. Actor frustrado, admiro secretamente a quienes saben conquistar desde la primera charla el aprecio de los demรกs. Peor aรบn: cuando estoy con un genio de las relaciones pรบblicas me siento a gusto, y hasta le profeso cariรฑo por crear a su alrededor una atmรณsfera de comodidad y confianza que yo tardarรญa meses o aรฑos en construir. Mรกs que ingenio y carisma, el don de gentes requiere una perfecta empatรญa con los demรกs, un educado olfato para adivinar los gustos de los interlocutores, y una formidable capacidad camaleรณnica para adaptarse a ellos.

Por el contrario, los vรกndalos del teatro social brillamos en cualquier reuniรณn por nuestra falta de tacto, cuando no elevamos una muralla de timidez y orgullo que nos aรญsla del prรณjimo. Nadie puede ganarse a los demรกs si no tiene un carรกcter bien definido. El pecado de presentarse en las lides sociales con un carรกcter en formaciรณn se castiga con la burla y el rechazo, sobre todo si el huรฉrfano de identidad ya tiene cincuenta y cinco aรฑos. Los profesionales de la vida mundana se pueden inventar personalidades pรบblicas de repuesto porque previamente han consolidado un carรกcter. Todo el mundo sucumbe a su encanto, porque dan la impresiรณn de haber comprendido automรกticamente al otro. Nadie los conoce de verdad y sin embargo parecen un libro abierto. En cambio, los antisociales crรณnicos damos a conocer de inmediato nuestra desconfianza en el gรฉnero humano: una falla de origen surgida, quizรก, de la propia inseguridad.

Adaptaciรณn voluntaria del yo a las reglas de la vida comunitaria, el don de gentes no siempre degenera en hipocresรญa, pero hay que ser un santo para no aprovecharlo con fines polรญticos. Al percibir que su compaรฑรญa es deseada y disputada, cualquier triunfador social con un mรญnimo de malicia tratarรก de capitalizar su popularidad, transformando su don de gentes en don de mando. No cualquiera sabe mandar, mucho menos en Mรฉxico, un paรญs donde la conquista dejรณ heridas imborrables y, por lo tanto, las รณrdenes directas hieren mucho mรกs que en el resto del mundo. La combinaciรณn de firmeza y suavidad requerida para mandar en Mรฉxico es una proeza diplomรกtica digna de estudio. Cuando tuve algunos subalternos en mis chambas de oficina, jamรกs pude lograr que me obedecieran y en mi รบnica experiencia como profesor de secundaria hice un ridรญculo atroz: al principio intentรฉ ser amigo de mis alumnos, tal vez porque no creรญa tener autoridad sobre ellos, y cuando quise imponerla ya me habรญan perdido el respeto. Desde entonces arrastro una dolorosa minusvalรญa. Quisiera dominar voluntades y servirme de los demรกs, tener un ejรฉrcito de incondicionales que se anticiparan a mis deseos con una sonrisa, por el simple gusto de hacerme un favor. Me consta que los lรญderes naturales utilizan a los demรกs con fines egoรญstas, pero denunciarlos en tono moralizante solo atizarรญa mi envidia, y por desgracia no hay en los anaqueles de Sanborns ningรบn manual de autoayuda que me enseรฑe a ser como ellos. Si no puedo renunciar a esta ambiciรณn enferma, tal vez deba escribir el primer manual de autoescarnio. ~

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(ciudad de Mรฉxico, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela mรกs reciente, El vendedor de silencio.ย 


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