Especial de verano: Económicos

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Supimos lo que significaba el “paquete económico” cuando el avión se desplomó en picada y los pasajeros, lejos de ponerse a rezar, recapitular sus vidas o satisfacer sus últimos deseos, levantaban los brazos para gritar en éxtasis. Me enteré de golpe: ninguna de esas señoras gordas que habían subido al avión de Ultra-Charters con bolsas repletas de comida para el viaje sabían lo que era volar. Menos lo sabía el piloto. Debimos haberlo supuesto desde que la azafata, en medio de la demostración, terminó con la mascarilla de oxígeno enredada en el pelo y el piloto dijo: “En caso de una segura descompresión…”

“Segura descompresión” era lo que sentía mi intestino grueso saliendo por la nariz hacia una vida libre. En eso, el piloto volvió a hablar:

–Estamos teniendo una dificultad.

Y los niños sueltos por el pasillo, saltaban con llantas inflables en las cinturas. Acobardadas, las azafatas trataban de resguardarse en la alacena donde cientos de bolsas metálicas de cacahuates salados se los impedían. Tomé a Sandra de la mano. Dos segundos después nos soltamos para secarnos en los pantalones el sudor acumulado. Y caímos a tierra, una llanta antes que la otra, el ruido de la cabina que se rayaba contra las piedras de la pista. Un montón de polvo invadió el avión en cuanto las puertas se abrieron. Los pasajeros pasamos de la euforia a la depresión: había concluido la euforia y comenzaban las vacaciones.

Avanzamos en nuestro conocimiento del “paquete económico” gracias a una mujer con un gafete que decía “Turismo” y una gorrita de los Mets:

–Su boleto no incluye traslado de maletas –dijo crípticamente.

Lo que significaba su sentencia era regresar por nuestras valijas a la pista. Como soldados corriendo en medio de un tiroteo espeso que no era de balas sino de jumbos a ras de cabeza, Sandra y yo recuperamos la ropa de playa y los bloqueadores solares. Ya en el sofocante autobús que nos condujo al hotel, tuvimos que llevar nuestro equipaje sobre las piernas. De hecho, Sandra sufrió para despegarse del muslo el vinil de la maleta adherido con sudor tropical. Todavía cuando llegamos al mostrador, se seguía quejando: “Parece que tengo lepra”. Pero sus recriminaciones fueron en otro sentido en cuanto vimos el estado del hotel.

–¿Hubo huracán? –pregunté al aire, pensando en voz alta.

El hombrecito del mostrador llevaba una camisa de manga corta y una esclava dorada que insistía en írsele hasta el codo cada vez que tecleaba algo en su computadora. Estaba muy concentrado en mantener la pulsera en su lugar pero, cinco minutos después de que Sandra insistió en mi pregunta sin respuesta (yo pensaba: “con este calor las computadoras deben ser más lentas”), el hombrecito respondió:

–¿No les avisaron de la agencia? Estamos en remodelación.

Lo siguiente que comprobamos fue que los albañiles de Ixtapa son madrugadores: martillaban por todo el hotel de seis a nueve de la mañana. Supimos que eran festivos: almorzaban de diez a doce con un radio a todo volumen, permitiéndose silbar el coro entre bocado y bocado. Y, por último, nos enteramos de que usaban materiales que, mezclados con agua de alberca, eran poderosos adherentes: tuve que despegar a Sandra del piso un par de veces. “Tengo las plantas de los pies como las de una leprosa”, se quejó. “¿Qué traes contra los leprosos?”, iba a preguntar, pero el calor me puso el cerebro a manera de “pausa”.

Debo decir que las noches podían ser tranquilas, si uno se relajaba con la lancha que vivía en el interior del aire acondicionado y con las explosiones que surgían del servibar cuando se encendía o se apagaba. La primera noche despertamos con taquicardia. De un solo brinco salí de las sábanas y prendí la luz: el servibar no era, como suponíamos, una bomba molotov enviada por los albañiles insurrectos, pero algo corría por la pared.

–Mátalo –escupió Sandra, con los ojos desorbitados y parada sobre la mesa de noche.

La labor no parecía fácil, tomando en cuenta que el animal podía tener o no esqueleto (no da lo mismo para efectos de aplastamiento), o alas (con lo cual el movimiento de la ejecución extrajudicial debe ser rápido, sorpresivo y contundente), y que debía matarlo con una chancla de plástico con la suela rota (el animal podía salvarse si se escurría por la ranura). Empuñando el arma, pensé en la amable señora de la agencia de viajes y destruí al monstruo. En la pared de junto apareció otro. Fue despachado. Dos horas después un ejército de ellos marchó hacia nosotros. Dormimos en la playa saltando de vez en cuando al despertar de pesadillas en las que enjambres de bichos tropicales nos masticaban las orejas. A la mañana siguiente, amanecí tragado por los mosquitos. “Pareces leproso”, dijo Sandra.

Los otros días no fueron tan malos. Nos dieron otro cuarto, un poco más lejos de los andamios y los criaderos de los eslabones perdidos entre insecto y reptil, aunque sin aire acondicionado (cada mañana exprimíamos el sudor de las sábanas). Pero descubrimos que todo mundo en la playa sabía que proveníamos del “paquete económico”: los vendedores pasaban de largo sin ofertarnos lanchas, los meseros no exigían propinas, los enganchadores de “tiempos compartidos” pasaban sin mirarnos. Al final, acabamos por asumir que éramos “económicos”: aunque conocíamos Europa y teníamos estudios universitarios, Sandra y yo poseíamos la misma cantidad de dinero que los ambulantes de San Cosme. Así que, de regreso, no pudimos sino hacer “la ola” con todos cuando el motor comenzó a fallar y nos precipitamos sin rubor al abismo blanco del cielo insondable.

– Fabrizio Mejía Madrid

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