Espejo con memoria

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Mi primer encuentro con Hans Christian Andersen no ocurrió gracias a sus cuentos para niños. Me lo topé como improbable personaje de la Historia maldita de la literatura (1975), de Hans Mayer, tratado que devoré a finales de la adolescencia y donde el cuentista danés aparece como un exitoso especimen de la integración de los marginales a la sociedad burguesa. En ese sugerente cuadro crítico-histórico, Andersen figuraba como el escritor homosexual capaz de sufragar la elevada cuota que se le pedía para ser aceptado.

De lo dicho por Mayer me acordaba –releí su tratado de recientemente– al visitar el Museo Hans Christian Andersen en su ciudad natal de Odense, una pequeña ciudad bonitilla pero más bien insulsa, como una casa de muñecas. Odense, situada en la isla de Fiona, parece sometida a los caprichos de Andersen, su hijo más famoso, un gigantón a menudo caricaturizado como una jirafa o un orangután.

El museo celebra a un autor que compite seriamente en fama y fortuna con los evangelistas, habida cuenta que apenas en 1844 empezaron a difundirse los muy universales cuentos de Andersen. Previsiblemente, buena parte del museo –waltdisneyesco en pequeña y soportable escala– dedica sus vitrinas a las mil y un traducciones de Andersen. Otras partes de la exposición reproducen la humilde vivienda de zapatero donde vio la luz y no poca importancia tienen las manualidades a las que el cuentista se dedicaba con minucioso interés, fabricante de papirolas, según el viejo arte dieciochesco de la silueta, arte que Andersen llevó a su esplendor, digámoslo así, romántico. Las enormes y ciertamente fálicas tijeras que usaba Andersen son expuestas en Odense con veneración. Lo mejor del museo es la tienda del museo. De hecho, ya es hora de que confiese que lo que más gusta de los museos son las tiendas: me rindo ante el imperio de la baratija culta y ni mandado a hacer está Andersen como mercancía turística-cultural.

Ya en Copenhague, esa clara y distinguida ciudad real, me compré, en otra tienda de museo, la del llamado Diamante Negro que alberga los archivos nacionales, un divertido libro sobre Andersen. Se trata de Just As Well I’m Leaving. To the Orient with Hans Christian Andersen (Vintage, 2006), de Michael Booth, un periodista londinense de muy buena pluma, que debe tener menos de cuarenta años y es autor reconocido de guías turísticas para Time Out.

Tuvo Booth la ocurrencia –considerada en seco un tanto manida– de seguir los pasos de ese gran viajero que fue Andersen (1805-1875) en la más larga y variada de sus excursiones, la que emprendió en 1840 desde Copenhague hasta Estambul, ida y vuelta, pasando por Hamburgo, Leipzig, Roma, Nápoles, Malta, Atenas, Budapest, Viena y Praga. De ese periplo dejó testimonio Andersen en El bazar del poeta (al parecer no traducido al español), uno de los grandes libros de viaje del XIX, según quienes lo han leído.

Georg Brandes, el crítico danés, dijo asombrado que en ningún escritor había menos sexo que en Andersen. Aquel comentario, escrito en 1869, parece provenir del precámbrico, una vez que el psicoanálisis y las escuelas nacidas en su regazo sexualizaron, no les quedaba de otra, aplicando en rigor las doctrinas de su padre fundador, a toda la literatura infantil y a los cuentos de Andersen en particular, como si nunca hubiese sido posible leer “La sirenita” con inocencia. A ese escritor perverso y polimorfo Booth, un humorista práctico, le retira el blasón de homosexual perfecto con que un Mayer lo había rotulado, heroicamente, hace casi medio siglo. Habiendo leído todo lo que hay que leer Booth duda que Andersen haya sido del todo homosexual. Se enamoró de bellos e inteligentes amigos suyos pero fue un entusiasta y cosmopolita asiduo a los burdeles y un admirador vehemente de toda suerte de hetairas y huilas. Pero parece que lo genital, en cualquiera de sus variantes, le repugnaba.

Booth escribió su libro no sólo para burlarse tiernamente de los daneses, sino para resolver la duda de cómo un hombre tan neurasténico como Andersen, un manojo de manías, pudo no digamos viajar, sino cruzar la acera de su domicilio. Recorría Andersen, corajudo y solitario, aquella Europa enfangada y peligrosa, con su paraguas, su sombrerera, un par de maletas (sin rueditas, invento inverosímilmente tardío, ya lo habrán pensado) y una soga de nueve metros, para poder escapar en el caso –que lo aterraba– de verse atrapado por un incendio en un segundo o tercer piso. También padecía de lo que podría ser bautizado, ya, como el síndrome de Andersen: el horror del viajero a perder su pasaporte, sufrimiento maníaco que provoca que uno confirme, a cada rato, que la indispensable patente de corso sigue allí, inmóvil, segura, en el bolsillo.

La vanidad de Andersen fue inmensa, su éxito, universal. Recibió todas las condecoraciones (una, enviada a nombre del Imperio Mexicano por Maximiliano, uno de sus lectores infaustos) y anduvo entre papas y emperadores. Es curioso: Bertel Thorvaldsen, el gran escultor danés y anfitrión de Andersen en Roma, fue uno de los primeros prohombres en ser fotografiados. Se conserva la imagen, tomada en 1840 del viejo escultor, moviéndose harto tras muchos minutos de forzada inmovilidad. Más paciente fue Andersen, quien, a su vez, se fotografiaba, como algún contemporáneo nuestro, casi todos los días y el tomo que colecciona sus poses –lo venden en la tienda del museo– es tan gordo como el de sus cuentos completos. Y es que Andersen, fotogénico como lo son todos los daneses, es, en realidad, imagen. Él creía en el daguerrotipo, ese “espejo con memoria”.

(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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