Hace poco coincidí en un avión con el poeta David Huerta. Entre la variada clientela que volaba a Guadalajara, él se distinguía por una gorra azul que le sentaba de maravilla y lo inscribía en la tradición de los poetas náuticos (Neruda, Mutis, Rojas, Barral, Alberti, entre muchos otros). Me pregunté qué pasaría si yo me pusiera la misma gorra: parecería un inspector de boletos. Los ciudadanos comunes usan gorras por frío, exigencia militar o quimioterapia. Los poetas son únicos. Capitanes de altura sin tripulación alguna, demuestran, como Paul Éluard, que “el mundo es azul como una naranja”.
Esto viene a cuento porque en febrero la edición mexicana de Letras Libres decidió modificar la idea que tenemos de los poetas para convertirlos en sujetos populares. Nuestra redacción invitó al pueblo provisto de Internet a escoger a los diez mejores poetas del país. A las muchas cosas que agradezco a esta revista se agrega la de brindarme el tema de un artículo y permitirme ejercer los favores de la discrepancia.
Debo decir de entrada que la búsqueda de un top-ten poético me parece menos dañino que el maíz transgénico que determina nuestra dieta. Estamos ante un problema pequeño que sin embargo suscita reflexiones. La más significativa es: ¿tiene sentido calcular la popularidad de la poesía? ¿Vale la pena someter a los poetas a un criterio similar al de Gran Hermano? La confusión sería menos aguda si Letras Libres hubiera anunciado a los poetas preferidos de los lectores y no a los mejores. Al identificar popularidad con calidad la revista sigue un cuestionable criterio de hit-parade.
Al finalizar el siglo XX, la FIFA invitó a votar a través de Internet por el mejor futbolista de todos los tiempos. La prensa criticó este ejercicio susceptible de manipulaciones y ajeno a los aficionados que confían en su criterio pero no en la vulgar tarea de comunicarlo con arrobas. Ahora Letras Libres nos brinda a los diez poetas mexicanos con más mails a sus espaldas.
Pasemos al resultado: diez poetas notables,1 con José Emilio Pacheco a la cabeza, autor muy leído y admirado. “¡Uf!, el ejercicio salió bien”, clama un amigo del sentido común. “¡¿Realmente fue así, en nombre de las musas y Netzahualcóyotl?!”, pregunta el lector insomne. Más allá de que en la lista falten poetas insoslayables (Tomás Segovia, Gerardo Deniz o, por hablar de mi generación, Fabio Morábito), ¿podemos confiar en el proceso? ¿Es por definición una revista cultural más honesta que un ayuntamiento de Guerrero y no requiere por tanto de un compromiso de transparencia? ¿Los datos se filtraron sin manipulación alguna? ¿También las mujeres votaron del 1 al 9 por hombres y luego pensaron en alguien de su sexo como “excepción cultural”? ¿Sólo una entre diez? ¿Y Ulalume González de León, Elsa Cross y Tedi López Mills? ¿Cómo explicar que en una votación abierta no aparezcan poetas de probada popularidad como Juan Bañuelos, Alejandro Aura, Silvia Tomasa Rivera o Germán Efraín Bartolomé? Para garantizar la credibilidad, hubiera sido elegante invitar a un auditor externo como José Woldenberg, director de otra revista, Nexos, e histórico ex presidente del Instituto Federal Electoral. El muy sensato resultado contraviene incluso las expectativas de la redacción. La nota que presenta la lista comunica que, aunque la convocatoria se hizo en serio, en el fondo se trataba de una broma para “alebrestrar susceptibilidades y vanidades, aguijonear egos inflados, espolear a los más circunspectos”. No sé si yo estaba circunspecto pero fui espoleado. En este sentido el sondeo resultó un éxito. Me asombra que no haya ninguna de las sorpresas previstas por la propia redacción, pero sobre todo que la encuesta haya sido respondida por…¡283 lectores!, cantidad ridícula, considerando un tiraje de treinta mil ejemplares. ¿Quiere esto decir que nadie lee poesía? No demos más oportunidad a la estadística. Prefiero suponer que la gran mayoría de los lectores desautorizó la pretensión de buscar en verso a Britney Spears. La encuesta se ahorca con sus cifras.
La nota también nos informa que ciertos poetas recurrieron a “pequeñas campañas al viejo estilo priísta”. Si la muestra consta de 283 personas, bastarían treinta para quedar en buena posición. Un tema para Agatha Christie: ¿alguno de los elegidos está ahí por fraude? De no ser así, ¿cómo se detectó a los manipuladores?
Cuando Letras Libres lanzó su convocatoria, aún vivía Francisco Cervantes. Me hubiera gustado verlo en la lista de los mejores poetas vivos para que confirmara desde el más allá su apodo de El Vampiro. La sola mención de sus títulos revela el alcance de su poética: Los varones señalados, Los huesos peregrinos, Regimiento de nieblas, Heridas que se alternan… Con todo, hubiera sido incongruente que el gran traductor de Pessoa, “el desconocido de sí mismo”, muriera como un hombre de confluencia.
Arte de la singularidad, la poesía no existe para crear consensos y se alza contra las imposturas de la celebridad. Los propios finalistas han escrito en contra de la feria de las vanidades. En el número de enero de Letras Libres Gabriel Zaid ofreció un lúcido recuento de los malentendidos que ocurren en nombre de la fama, y hace años José Emilio Pacheco tradujo de manera admirable estos versos de Malcolm Lowry: “Ah, que nunca me hubiera traicionado el triunfo con besarme”. ¡Que los poetas usen gorras de marineros en tierra, se roben el fuego, hagan lo que les venga en gana, sin someterlos a estadísticas sólo aptas para los incapaces que nunca lograremos un poema!
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).