Frenesí de alicate y cacerola

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El más reciente libro del periodista y escritor Álvaro Vargas Llosa es la novela En el reino del espanto, basada en tres casos de desaparición y tortura ocurridos en Perú bajo el régimen de Alberto Fujimori. En esta ocasión, ha viajado a la Venezuela de Hugo  Chávez para constatar el auge y decadencia de un delirante caudillo cuya historia no ha terminado de escribirse. ¿Hasta cuándo dura Chávez?, se preguntan los venezolanos, que comienzan ya a despertar de un peligroso pasmo de tres años. Con esta entrega, Letras Libres inicia un espacio dedicado al reportaje literario y de investigación.
Esos ranchos que brotan del cerro entre polvo y cierto aire de irrealidad al confundirse su perspectiva con la de las nubes que nimban la orografía de Caracas, no son muy distintos de los pueblos jóvenes de Lima o las favelas de Río. Esta tarde, camino del aeropuerto de Maiquetía al centro de Caracas, bordeando la imponente sucesión de ranchos que son la nota distintiva del lado occidental de la gran ciudad, están en el aire ese murmullo y ese ajetreo propios de tiempos convulsos. Se puede adivinar, detrás de la ropa tendida en la entrada, a un costado de la carretilla de buhonero que como todas las noches don José ha hecho trepar la empinada colina donde vive con los suyos, el refunfuñar de los pobres, que con creciente malestar se quejan de Hugo Chávez, a quien hasta hace poco idolatraban. Y, como Carlos, el muchacho que conduce mi auto hacia el hotel del centro, conjeturan. Y apuestan, haciendo círculo, como en una pelea de gallos, alrededor de los varios destinos posibles de Venezuela: ¿Hasta cuándo dura Chávez? ¿Pasa de fin de mes? ¿Que si hay levantamiento en Maracay?
     Crece la sensación de historia haciéndose al caer la noche, con el Ávila afantasmando el horizonte y la aparición de los edificios que han ido sucediendo a los ranchos, donde la clase media y, un poco más allá, la acomodada, y más allá la rica, hacen las mismas quinielas que los pobres, porque la convulsión política democratiza las sociedades. En la colina elegante de Chulavista, en el Tequendama, donde hay más agentes de la CIA disimulados bajo credenciales de negocios que camareros y botones, en Los Caobos o alrededor de La Carlota, se habla de lo mismo que en los ranchos y barrios más miserables (que aquí cuentan, al menos, con luz eléctrica y servicios mínimos de agua y desagüe): del fin de Chávez. Fin que anticipan, temen, desean a un mismo tiempo. En los lugares acomodados de la gran Caracas hay más unanimidad que en los ranchos, donde Chávez todavía tiene la simpatía militante de un 25 o 30% de venezolanos.
     Desde el auto, que atraviesa casi todo el arco social, constato, a pesar de la oscuridad, el deterioro: todo está abandonado, incluyendo el orgullo de esta ciudad hecha para grandes automóviles norteamericanos de los años cincuenta que todavía traquetean. Al pasar por el complejo del Teresa Carreño, la mole de cemento parece recubierta de ese descuido que tiene el color del hollín. Veo, por los esqueletos de puestos de venta callejeros, que los buhoneros, un ejército de supervivientes que hacen de la economía informal la mitad de la fuerza productiva venezolana, han copado zonas antes exclusivas.
     A flor de piel está el "paro" de la víspera, 10 de diciembre, cuando el país ha sido detenido por un acto de resistencia civil pasiva del que han nacido una extraña coalición y un liderazgo inesperado. Contado por el caballeroso Aurelio Concheso, uno de los dirigentes de la patronal, Fedecámaras, y presidente de CEDICE, el instituto liberal, el "paro" de los venezolanos contra Chávez no difiere mucho del que narra —ex comunista, mostacho blanco, saco proletario, lentes irónicos— Alfredo Padilla, uno de los capitostes de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, que también convocó la huelga. El paro ha sido un punto de inflexión, anticipo, promesa, de relaciones humanas fluyendo con naturalidad por encima de barreras sociales o ideológicas en torno a ¿un proyecto común? A un enemigo común, más bien.
     Hacia ambos polos ha ido gravitando la representatividad de la protesta: el gremio principal de los empresarios y la organización sindical más poderosa, organismos que en vista del descontento con los partidos han sido colocados de súbito en afanes de conducción política. No es la primera vez que empresarios y obreros comparten una causa: el 28 de enero de 1958, gracias a un paro respaldado por empresarios y líderes sindicales clandestinos, se vino abajo Pérez Jiménez. Un pacto obrero-patronal de abril de 1958 en torno a la democracia y la paz social preparó el camino para los acuerdos de Punto Fijo que darían a Venezuela su fisonomía política por los siguientes cuarenta años. Más tarde, empresarios y trabajadores juntos detuvieron a un Castro León que penetraba por Colombia con afán golpista.
     Es todo esto lo que permite hoy a Carlos Ortega, antiguo agitador sindical de los trabajadores del petróleo, y a Pedro Carmona, el líder de los empresarios, hombre menudo y de albiónicos modales lanzado al improbable estrellato, aliarse y extender sobre las cabezas de venezolanos de toda condición un paraguas que los engloba. Masa amorfa, que no sabe bien hacia dónde va, pero que se desplaza con la robustez de un elefante con instinto de defensa propia. El millón de empresas agremiadas en la patronal y los millones de afiliados a la confederación sindical han paralizado Venezuela por completo. Ni las bravatas del gobierno a último minuto amenazando con lanzar a las masas, suerte de "batallones de la dignidad" norieguistas, ni las presiones sobre distintos sectores económicos, incluyendo la banca, a la que se dijo que se le retirarían los tres mil millones de dólares de fondos estatales, han podido inhibir a los venezolanos. El presidente, ante auditorios poco numerosos, incluyendo el de la icónica Plaza Caracas, amenaza a sus críticos con una noche de San Bartolomé. Metafórico, Chávez se ha pasado el día manipulando un alicate de acero con el cual en varias presentaciones (tres mudanzas de ropa incluidas) ha amenazado con "apretar las tuercas" de sus adversarios. Desde ese instante el alicate se vuelve una excrecencia de su propio ser: día y noche lo acompaña.
     El alicate será el símbolo del régimen, pero la sociedad encabritada tiene el suyo. Empezó en los barrios de clase media y alta, luego el desamor hacia Chávez ha ido empujando el retintín de este a oeste, y su bulla ha logrado, según todos los testimonios de esta ciudad-rumor, obsesionar al presidente, al que cada vez que entra en cadena nacional, lo que ocurre con habanera frecuencia, la gente responde haciendo atronar la atmósfera con ese utensilio doméstico de insospechada potencia política que no por vez primera hace su aparición en el escenario civil latinoamericano: la cacerola, metáfora del hambre y de la voz, regreso misterioso al tam-tam humano de la horda, pero también civilizadísimo mecanismo de supervivencia en la ciudad asediada desde el poder por impulsos de tiranía. Durante el paro, el presidente decidió trasladar los festejos del día de la fuerza aérea de Maracay a La Carlota, en el oriente acomodado de la ciudad, y el barrio que la circunda, ante millones de espectadores, le infligió una perversa humillación a cacerola batiente. Los vecinos saltaron luego a la calle y llegaron hasta las puertas de La Carlota dispuestos a silenciar sus cazabombarderos con los instrumentos de la cocina. "Es el despertar de la sociedad civil", señala con entusiasmo Elías Santana, ombudsman de El Nacional y activista de organizaciones civiles. No imagina uno cuántas definiciones de sociedad civil, esa criatura que desde Hegel todos tratamos de aprehender, encierra una cacerola.

El detonante del paro ha sido "La Habilitante", la clave de la Constitución que Chávez se hizo dar a fines de 1999, un año después de su victoria electoral, aboliendo la de 1961, bajo la cual hubo nueve presidentes constitucionales y uno provisional. Nada anormal tendría "La Habilitante" si se tratase, como en otros países, de una facultad extraordinaria que la Asamblea concede al Ejecutivo para legislar por decreto en una emergencia nacional. Tal como figura en la Constitución venezolana, "La Habilitante" es el pérfido mecanismo que permite a Chávez ser autoritario sin parecerlo demasiado. A esa dualidad o camuflaje institucional he llamado, en el caso de Fujimori, la dictadura de la "Perricholi", por un personaje de la Colonia peruana que turbó al virrey Amat y Juniet y que, como las famosas "tapadas" limeñas, iba por la vida con un velo que disimulaba su verdadero rostro. Las 49 leyes por decreto de "La Habilitante" han servido, en efecto, para que Chávez descargara sobre sus compatriotas una montaña de decretos que cambian la naturaleza ideológica de Venezuela. Bajo su legitimidad, una simple decisión administrativa puede expropiar la tierra de un ciudadano, y el Estado entregarla a esas "unidades productivas zamoranas" que han empezado a crearse, con nomenclatura de heroísmos telúricos, para colectivizar la propiedad. El gobierno no quiere que los campesinos pobres sean dueños de la tierra expropiada; seguirá perteneciendo al Estado, que decidirá hacia dónde orientar los cultivos: el mismo trato que daba a la tierra la Constitución de 1811 y que Bolívar, el alter ego de Chávez, eliminó por considerarla ofensiva para los indígenas. Como me dijo un agricultor que hoy busca refugio, por primera vez, en la Confederación de Trabajadores: "¿Cómo haremos para cambiar la escardilla por el tractor?" La ley de pesca, so pretexto de proteger el medio ambiente, permite expropiar cualquier edificación a menos de quinientos metros de distancia del agua; la pesca de arrastre es expulsada tan lejos del litoral que será reemplazada por la pesca artesanal, con lo que los venezolanos importarán su pescado del Perú. La ley de función pública limita el derecho de contratación y de huelga al declarar servicios públicos esenciales casi todas las actividades. La ley de marina mercante elimina al sector privado del transporte marítimo. Y la ley de hidrocarburos, el punto G de la economía venezolana desde los tiempos de Juan Vicente Gómez, espantará la inversión extranjera mediante la imposición de regalías del 30%, a lo que se suma un impuesto a la renta del 50%.
     La tentación cubana de Chávez no es un secreto. Al estilo de la ex Alemania Oriental, los cubanos han desarrollado un intercambio médico, deportivo y cultural con Venezuela por el cual miles de cubanos han penetrado el Estado en sus niveles más sensibles, incluyendo la policía política, disip. La retórica es "antiimperialista" y por momentos escalofriante, como la ambigüedad exculpatoria respecto de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Chávez había anunciado —y han empezado a hacerse realidad— los "círculos bolivarianos", calcados de los comités de defensa de la Revolución Cubana, dispositivo de regimentación social que quizá en estos tiempos de resistencia civil creciente con aire a 1945 o 1958 ya no sea posible llevar a la práctica del todo.
     ¿Había en Chávez desde el comienzo un proyecto socialista? Había un cóctel explosivo. Por lo pronto, el viejo instinto militarista que es el karma de las repúblicas latinoamericanas. Eso explica el doble intento de golpe, en febrero y noviembre de 1992, así como el asilo que los golpistas consiguen en el Perú de Fujimori, con el que mantendrán estrechas relaciones (caído Fujimori, el jefe de la disip protegerá a Vladimiro Montesinos durante medio año). Pero la asonada de Chávez no nació del vacío. Tuvo padre y madre: ese cúmulo de frustración surgido de la Cuarta República, nombre con el que se conoce el ordenamiento institucional democrático pero corrompido y excluyente bajo el cual se rigió Venezuela desde los acuerdos de Punto Fijo. Si añadimos al militarismo (los militares gobernaron siempre entre 1830 y 1945, con tres interludios civiles en el siglo XIX) y al descontento popular un cierto misticismo que podríamos llamar cursi con toques "lopezreguianos" y una vocación por las logias, tenemos a un Chávez perfecto para lo que vendrá. Y lo que vendrá es el influjo ideológico más extraño. El primero tiene nombre y apellido: Norberto Ceresole, ex montonero, ex peronista, ex asesor de Velasco Alvarado, ex vendedor de armas, hombre de fuerte vocación fascista, partidario del intervencionismo económico y enemigo de lo que llama "lumpen de izquierda". Este hombre ve a Chávez nada más salir de la cárcel donde había sido recluido por Carlos Andrés Pérez tras su intentona y de donde lo sacó, en una decisión que tantos le reprochan hoy, Rafael Caldera. Se ven en Argentina, luego en Venezuela; Chávez empieza en 1995 a recorrer el país a bordo de una camioneta destartalada, sin un centavo en el bolsillo y pistola al cinto, acompañado de este inverosímil argentino que le va hablando de refundar la patria, de limpiar la escoria de la Cuarta República, de crear un complejo cívico-militar que sea la locomotora del progreso económico convirtiendo a las fuerzas armadas en factor de "desarrollo de soberanía", de una interconexión de las tres grandes cuencas sudamericanas, Orinoco-Amazonas-Plata, como contrapeso a los Estados Unidos, de montar una OTAN latinoamericana y, cómo no, de estrechar nexos con los árabes para hacer de la OPEP un instrumento antiyanqui.

En los momentos de reposo, en Caracas, con algún resumen económico de Galbraith en el sobaco y algún ejemplar vetusto de Las venas abiertas de América Latina, Chávez se hospeda a menudo en Altamira, cerca del Ávila, en un rincón de la casa de un excelso representante de…¡la Cuarta República!: Luis Miquilena. Miquilena, hoy ministro del Interior, es junto con José Vicente Rangel, primero canciller, luego ministro de Defensa, otro político rancio, una de las dos figuras civiles que sobreviven al lado del presidente.
     Sobre Chávez y su MBR-200 se fue montando luego una variopinta humanidad, en la que se codeaban gentes asqueadas del "puntofijismo" y una izquierda cuya lozanía varios venezolanos atribuyen a que, en Punto Fijo, al repartirse el poder, los políticos de Acción Democrática y de Copei dejaron las universidades en manos del comunismo. Irónico que el gran mérito de Punto Fijo, haber desterrado a los márgenes de la vida venezolana el militarismo y el socialismo radical, haya sido también su tumba, al regresar ambos exiliados al centro de la vida política venezolana en la persona de este teniente coronel nacido en los llanos occidentales de Sabaneta con inconfundible sabor mágico realista y bananero que llegó al ejército porque quería jugar al béisbol y no podía vivir de la poesía.
     La deriva socialista y autoritaria ha ido alejando del chavismo a muchos venezolanos que formaban la "colcha de retazos" con que subió al poder: comandantes golpistas, industriales nacionalistas, el hoy alcalde mayor de Caracas y figura de la derecha Alfredo Peña. La "izquierda borbónica" (al decir de Teodoro Petkoff, hombre que ha evolucionado hacia la socialdemocracia sin complejos) y la izquierda militarista, en cambio, se han fortalecido (el militarismo de izquierda, a partir de Douglas Bravo y compañía, fue fuerte en el ejército venezolano de los setenta). En la Asamblea, su partido, el Movimiento Quinta República, depende de alianzas para gobernar, especialmente con el Movimiento al Socialismo, escindido por culpa de este apoyo, aunque toda Venezuela bulle con rumores de que quince congresistas del chavismo se están constituyendo en una facción disidente que responde al ministro Miquilena, del mismo modo que se cifran esperanzas en los acuerdos que han permitido a Miquilena y a Acción Democrática, el tradicional partido, controlar la Corte Suprema. Pero al forastero no le parece que la composición de la Asamblea o de la Suprema represente todavía para Chávez el mismo grado de peligro que representa la cacerola.
     El rumor es una mamba negra y venenosa. Los rumores sobre disidencias internas dan paso, en las conversaciones de cantina o de salón, a la comidilla sobre el general Lucas Rincón, máxima autoridad militar que, según las malas lenguas, ha ido a hacer una visita al Pentágono en plenos días de crisis sin autorización de Chávez. La misma radio Bemba, en la forma de un ejecutivo de telecomunicaciones, asegura que el Venamcham, foro que agrupa a estadounidenses con intereses en Venezuela y venezolanos con intereses en Estados Unidos, conspira sin tregua. El rumor proclama que el presidente no vive, como es tradicional, en La Casona, sino en el Fuerte Tiuna, en una casa reservada al ministro de Defensa, desde que un taxista que había acompañado una manifestación contra la delincuencia hasta la puerta del Palacio de Miraflores fue recibido por un ujier cándido (o no): "El presidente no vive aquí, se fue pa'l Fuerte Tiuna". Y el rumor se frota las manos con la especie de que el día del paro, cuando Chávez mandó a una turba de matones hasta Fedecámaras, el general Lucas Rincón llamó a Carmona para asegurarle protección, porque no bastaba con la policía metropolitana, leal a los resistentes, que controla el alcalde mayor, Alfredo Peña. "El escapulario de Maisanta al que el presidente dice rendirle culto no va a ser suficiente para salvarlo cuando el general se le voltee", me dice, en una calle de fritanga y aguardiente, un ropavejero que debió votar por él.
     Chávez administra la confusión con talento. Desde que tomó el poder, además de una retórica revolucionaria y bolivariana, había llevado adelante dos grandes leyes, la de telecomunicaciones y la de bancos, que se encuentran entre las más "liberales" del continente. Hoy estadounidenses (comunicaciones), españoles (banca), franceses (petróleo) y chilenos (también banca) tienen una presencia capitalista en la economía venezolana. Tampoco ha habido una administración desaforada de la hacienda pública, prueba de lo cual es la inflación de 13%, no muy alta para estándares venezolanos. El tipo de cambio no está controlado, y aunque se ha incurrido en tres años en 95 mil millones de dólares de gasto público no se ha producido un desequilibrio, gracias a que, en los últimos dos años, el precio del petróleo ha sido alto. Para más confusión, Chávez ha venido cumpliendo con el servicio de la deuda externa, que en 2001 se comió 23% del presupuesto nacional. Lo que no hay es inversión, y los capitales se han fugado.
      El proyecto socialista ha ido creciendo con Chávez de manera gradual junto con el populismo, a partir del crecimiento opositor. Ya el presupuesto para 2002 ha desatado alarmas, pues se ha estimado el precio promedio del barril en 18 dólares y se ha calculado que las exportaciones serán de dos millones ochocientos mil barriles. El experto petrolero Alberto Quirós asegura que este presupuesto tiene un déficit de once mil millones, pues las cuotas de la OPEP no permiten a Venezuela vender más de dos millones seiscientos mil barriles y el precio que se anticipa es de entre quince y 16 dólares el barril.
     Desde el estrado, o desde su programa Aló presidente, cuya audiencia ha caído en picada, Chávez despliega una astracanada tras otra. Se lleva la mano al bolsillo y saca lo que llama "la bicha", la nueva Constitución en versión diminuta cual libro rojo de Mao ("una pepa de zamuro", la llama El Nacional), y azuza a las masas contra políticos, periodistas y profesionales con nombre propio. Como el basilisco, mata con la mirada (y la lengua). ¿A quién mata? A la Cuarta República. Al pasado. Y el pasado en Venezuela se llama petróleo. Todo en la Venezuela del siglo xx, el abominable pasado, remite al petróleo. Chávez odia a los hijos del petróleo sin saber (¿sabiendo demasiado bien?) que él mismo es hijo del petróleo, pues gracias a él tiene algo que gastar, la protesta ha tardado en llegar, todavía las cuentas del Estado no saltan por los aires y pretende estar en el poder veinte años más. Si uno echa un vistazo a la literatura venezolana de la época, verá cómo el petróleo revolucionó la vida de este país a comienzos del siglo pasado. Desde un Rómulo Gallegos en Sobre la tierra misma hasta un Miguel Otero-Silva en Casas muertas, el impacto transpira en cada página. Para Otero es "estridencia de máquinas, comida de potes, dinero, aguardiente, otra cosa". Desde 1912 con Juan Vicente Gómez hasta 1976, cuando Carlos Andrés Pérez estatiza catorce empresas, el petróleo se rige por régimen de concesiones, con interludios intervencionistas en 1945 y 1959. A partir de 1928, cuando Venezuela pasa a ser el primer exportador de petróleo y el segundo productor, los gobiernos, las oligarquías y los intereses extranjeros crean una férrea estructura de poder que concentra la riqueza, aun cuando la abundancia es tal con los años que una "lluvia fina" alcanza a otros sectores de una sociedad que se alucina "saudí" pero que despilfarra esa riqueza hasta reducirla a ese cuello de botella que se llama Cuarta República.
     En el bello apartamento de una editora cultural colombiana con vista deslumbrante sobre el Ávila, en Chulavista, un grupo de periodistas, escritores y políticos discute cómo precipitar el fin del régimen. Entre los asistentes, dos mujeres, Patricia Poleo y Marianella Salazar, ya son una pequeña leyenda en el Caracas conspirativo, pues sus denuncias, junto con las de otras dos periodistas que cierran el círculo de las cuatro mosqueteras, Marta Colomina e Ibéyise Pacheco, tienen en jaque al régimen. Aguerridas, con informaciones que los delatores del régimen filtran desde la oscuridad, dispuestas a organizar a los demás, ellas se han convertido en puntas de lanza de la resistencia democrática, aun cuando institucionalmente Fedecámaras y la CTV lleven la voz cantante. He oído en estos días a alguno que otro chavista referirse a ellas como "oposición sifrina" (esnob). Tienen un aire a Caracas de clase media alta y hasta alta, visten con relativa elegancia, y, especialmente Marianella, por momentos la exageran, juego de coquetería social que es a un tiempo política. Pero aquello en lo que andan poco tiene de sifrino: se meten con los más poderosos y armados del régimen y en las postrimerías de la cena ya están organizando una marcha de mujeres hacia el Fuerte Tiuna. Mientras las escucho hablar, pienso en la ironía de que estas mujeres, que para Chávez son Cuarta República quintaesenciada, tienen como primera virtud mostrar precisamente que ese calendario histórico fundado por el chavismo es un embauco: sus diarias exploraciones en las sentinas del régimen si algo muestran, precisamente, es que en Venezuela todavía huele poderosamente a Cuarta República, y no por los vencidos sino por los vencedores. Las denuncias de malos manejos en el Plan Bolívar que administra el ejército a través de la Fundación País se suceden vertiginosamente —y acaban de cobrarse la cabeza de Cruz Weffer, el jefe del ejército. Patricia denunció un sistema mediante el cual el ejército gira cheques para adquirir bienes destinados a los pobres, pero en lugar de comprar en los almacenes hacen que los dependientes les endosen los cheques y luego los propios oficiales vayan a cobrarlos. Más tarde Ibéyise escribió en su columna acerca de la desaparición de 350 millones de bolívares en la guarnición de Mérida, 240 en Guárico y seiscientos en Managas. A modo de intimidación, un oficial acompañado de un fotógrafo visitó sus medios respectivos, Así es la noticia y El nuevo país, para exigir réplica y más adelante para pedirles que lo acompañaran "a ver al general". Ellas se negaron y todo derivó en una farsa, cuando el general aseguró que "así se hizo en todas las guarniciones".
     Estatismo, corrupción, subdesarrollo tercermundista y mucho petróleo. ¿No era eso, precisamente, la Cuarta República? ¿En qué se diferencia la Quinta? Arrullado por el tintineo constante de los "palos" de etiqueta negra —el trago emblemático de la Cuarta República al que Chávez identifica con sus "escuálidos" críticos—, me digo que se diferencia en una cosa: más estatismo, más corrupción, más subdesarrollo tercermundista y casi igual de petróleo. Ah, y autoritarismo. Todavía Chávez no ha decretado la dictadura y no ha reprimido, aunque azuza a las turbas y de vez en cuando envía a gritar improperios contra sus críticos. Pero si la resistencia avanza como pretende, no hay duda de que eso también vendrá y entonces puede que, como vaticinan los caraqueños conspiradores, los soldados no obedezcan las órdenes. En eso la Quinta República se parecerá también a la Cuarta, que puso en libertad a Chávez. Ojalá las cosas no deriven hacia la asonada militar, por mucho que los adversarios de Chávez tengan razón con respecto al pájaro tropical que los preside, pues el cuartelazo es malo incluso cuando la mutación de un gobierno democrático en uno que no lo es termina justificándolo. "Se equivocan", me dice Alberto Barrera, uno de los más brillantes periodistas venezolanos, autor de telenovelas, "quienes creen que la gente quiere volver al pasado y que Fedecámaras, la CTV o Acción Democrática pueden reemplazar a Chávez y resucitar todo lo que el pueblo rechazó. Esa Cuarta Republica está muerta". Ojalá que las movilizaciones obliguen a Chávez a gobernar dentro de la camisa de fuerza que hoy pretende hacer jirones. Si no fuera el caso, que el frenesí de la cacerola mate de ruido al alicate, obligándolo a renunciar. Ah, y que no resulte cierto lo que un político de la Cuarta República, etiqueta negra en la mano, me dice a su regreso de Apure, donde lo han citado los ganaderos: "Chávez está armando una guerrilla en la montaña, quiere ser el mártir, y Miraflores no es fábrica de mártires." –

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