En la Història de “La Vanguardia” (1884-1936), un libro publicado póstumamente en París en 1971, el gran periodista Agustí Calvet, más conocido como Gaziel, escribía, en referencia a Cataluña: “Si nuestro caso tiene solución –hipótesis que no ha sido aún demostrada–, desde ahora mismo podemos decir, sin embargo, que no la encontraremos haciendo los milhombres ni presumiendo de una fuerza que no tenemos ni se intuye por ninguna parte. Nuestra solución solamente podemos encontrarla, en todo caso, mediante unas virtudes radicalmente contrarias a las quimeras que las personas arrebatadas e invidentes de toda ralea nos han hecho practicar en demasía: la megalomanía; la ambición no bien asentada en las realidades, sino colgada de telarañas de sueños; la cerrazón hogareña excesiva; el desconocimiento casi absoluto, madre de un zafio desprecio de todo el resto de la Península Ibérica, en donde perviven también, tanto o más que la nuestra, realidades espirituales formidables.”
Aunque estas palabras, que me he permitido traducir, se escribieron para otro tiempo, esto es, finales de la década de 1950 y principios de la siguiente –si bien con las locuras de octubre de 1934 y julio de 1936 siempre en mente–, se adecuan perfectamente a la situación que se está viviendo en la Cataluña de nuestros días. El nacionalismo independentista no cesa, día tras día, desde el poder y en la calle, en un alarde continuo de populismo discursivo, de hacer el milhombres –al prometer cínicamente la felicidad a la vuelta de la esquina o al menospreciar la respuesta de la Unión Europea, los mercados o el Estado frente a una hipotética declaración unilateral de independencia (dui)–; de presumir de una fuerza que no tiene; de caer en la megalomanía; de mostrar una ambición solamente asentada en los sueños –los de la historia, por ejemplo, imaginando naciones, Estados y prácticas democráticas para épocas en las que no había rastro de ello–; de practicar la cerrazón hogareña –el ensimismamiento, tan evidente hoy en estas tierras–; o, finalmente, de mostrar desconocimiento y desprecio hacia el resto de España, fruto frecuente de sentimientos de superioridad o del viejo prejuicio de la intrínseca modernidad catalana.
La nacionalización de la sociedad catalana, tanto en las etapas de Jordi Pujol (1980-2003) y Artur Mas (2010-2015) como en la de los tripartitos –impulsada sobre todo por erc, aunque bien vista desde el psc–, ha sido de gran profundidad y sus resultados explican, junto con la crisis económica y social, la situación actual. La han hecho posible, entre otras cosas más, un extendido clientelismo, los discursos machacones de políticos y opinantes, una televisión de régimen –tv3, adoctrinadora y obscenamente cara–, una prensa, una radio y unas asociaciones fuertemente subvencionadas y, asimismo, la intensidad de la normalización e inmersión lingüística, que no solamente ha tenido efectos sobre la lengua, sino en el nivel de las ideas y estructuras mentales. En el nuevo lenguaje nacionalista incluso las palabras han mudado de significado; el diálogo, el debate o la discusión se vuelven, en consecuencia, cada vez más difíciles, rozando la imposibilidad.
El 9 de noviembre de 2014 se convocó un simulacro de referéndum sobre la independencia de Cataluña en el que la participación no llegó al 40%. Los resultados mostraron a sus impulsores que la fuerza del independentismo era menor de la esperada y, en cualquier caso, insuficiente para seguir adelante sin cambios con el denominado, con el perdón de Kafka, “proceso”. Esta situación provocó, durante la primera mitad de 2015, un freno en las movilizaciones y un cierto desconcierto. En el campo político hicieron su aparición o bien se agravaron las batallas de liderazgo, las pugnas internas –la ruptura de la coalición Convergència i Unió constituye un inmejorable ejemplo– y la imposibilidad de seguir disimulando en el sueño independentista el peso de los recortes, la corrupción, la mediocridad de la clase política y una más que evidente incapacidad del nacionalismo masista para estar a la altura de lo que se espera de los gobernantes en una sociedad abierta y moderna.
Los últimos días de este mes de septiembre van a estar de nuevo marcados, por tercera vez en un lustro, por unas elecciones autonómicas, a las que se pretende otorgar esta vez el carácter de plebiscito. La campaña electoral va a empezar a las 0:00 horas del día 11 de septiembre, la Diada. Como en la época pujolista, el nacionalismo de los Mas, Junqueras, Forcadell, Romeva, Llach o Rull –todos van a ir juntos y revueltos en una misma lista– confunde sus propios intereses con los de Cataluña y los catalanes. El próximo 27-S se ha convertido ya en un nuevo mojón del relato nacional.
La sociedad está hoy más dividida y crispada. Aunque algunos pretendan negarlo u ocultarlo, la fractura catalana es una realidad. Y no puede más que aumentar. Afortunadamente, una parte de la ciudadanía no nacionalista ha empezado a salir de la espiral de silencio en la que había vivido. Lo ocurrido en la última década no permite volver atrás ni recuperar viejos modelos. Algunos individuos y grupos –esas “personas arrebatadas e invidentes de toda ralea”– se ocupan día a día de dinamitar todos los puentes de entendimiento. Se requieren intensos esfuerzos de imaginación y ejercicios convencidos de pedagogía política para diseñar un futuro mejor que supere enfrentamientos y malentendidos. Se echan en falta un relato y propuestas sólidas y alternativas a las del nacionalismo independentista, tanto desde Cataluña como también desde el resto de España. La defensa de la legalidad democrática resulta imprescindible, pero no puede sustituirlas. La tarea es inaplazable. Quizás constituya nuestra última oportunidad para evitar el abismo. ~
Jordi Canal (Olot, Girona, 1964) es historiador. Es catedrático de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París. Su libro más reciente es '25 de julio de 1992. La vuelta al mundo de España' (Taurus, 2021).