Evolucionismos Heterodoxos

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En las sociedades occidentales de hoy, ser una persona culta requiere tener unos conocimientos considerados básicos sobre nosotros mismos y el mundo que nos rodea y del cual formamos parte. Entre éstos, posiblemente el más señalado sea el de la evolución biológica como responsable de la diversidad de la vida en nuestro planeta. Richard Dawkins, un divulgador científico de gran prestigio y calidad, ha llegado incluso a decir que la evolución es la nueva educación clásica:

La evolución nos aporta un marco para explorar otras muchas disciplinas. Por ejemplo, se dice que la educación clásica [las letras clásicas] nos enseña nuestras raíces y que nos alecciona acerca de cómo pensar y cómo argumentar. La evolución hace lo mismo. Como las letras clásicas, la evolución nos enseña cosas relativas a nuestras raíces mucho más remotas. Una y otra vez discutimos acerca de la evolución: ¡es un magnífico entrenamiento para la argumentación! Te enseña a defender una posición de manera argumentada.1

Sin embargo, se trata de un conocimiento científico que, al menos en España, sólo recientemente ha empezado a incluirse en las enseñanzas básicas y generales, por lo que una gran mayoría de esas personas que se consideran a sí mismas cultas, y casi todas las que gozan del reconocimiento público de esa cualidad intelectual, son autodidactas en materia de biología evolutiva. Lo cual entraña serios riesgos de malentendidos y yerros de cosecha propia que crecen a medida que se desconocen también los métodos de las ciencias naturales y no se utilizan —porque no se tienen o están algo oxidadas— las herramientas del pensamiento crítico. Pues así como es lógico y entendible que el profano en biología evolutiva, y demás ciencias naturales en general, carezca del conocimiento de los contenidos técnicos específicos de esta disciplina científica o de otras, no lo es tanto, ni mucho menos, que ignore los principios elementales de la metodología de las ciencias —tal y como la conocen y usan los científicos (aunque no siempre sepan explicarlo), y no como nos la cuentan los sociólogos del relativismo posmoderno— y los del pensamiento científico, una variante técnicamente muy elaborada y compleja del pensamiento crítico, que no es sino el sentido común refinado, sistematizado y organizado.
     Tocante a esa falta de comprensión de la evolución, el periodista Arcadi Espada anotaba recientemente en su muy leído blog personal que “entre las variadas formas de medir la prodigiosa ignorancia española, y dentro de ella, destacadamente, la ignorancia progresista, está el caso de Darwin”. Hace dos jueves aparecía en la edición catalana de El País un artículo del profesor y crítico Jordi Llovet donde se discutía, con alguna pincelada irónica, la lista de los llamados libros del Fórum. Porque, en efecto, el Fórum de Barcelona ha creado su propia biblioteca. “Selecta” la llama. En el mencionado artículo Llovet criticaba la inclusión de Darwin en estos términos, y sólo en ellos: “El origen de las especies, de Darwin, lleva in nuce la doctrina que alimentó el mito de las razas superiores, comenzando por la exaltación de la raza aria durante el Tercer Reich”.2 Resistiendo la tentación de explayarme en mi propia valoración de la citada biblioteca “Selecta”—un ejemplo de la “ecología de los saberes e ignorancias” del más flácido pensamiento posmoderno—, prosigo con el análisis de este rechazo sin sentido ni justificación racional a una de las mayores creaciones del intelecto humano. Espada continúa su comentario citando la defensa vergonzante —”pedía perdón”, dice textualmente el periodista— de Eduardo Gonzalo, el responsable de la biblioteca del Fórum. ¿Por qué esa necesidad —y necedad a la vez— de disculparse por incluir una joya entre tanta basura? Es largo y complejo de explicar. Peter Singer lo hace bastante bien en su interesante opúsculo A Darwinian Left. Politics, Evolution, and Cooperation.3 Tal vez el motivo principal de la incomprensión del darwinismo por la izquierda que se autoproclama progresista, y de la alergia que parece producirle, se deba al error de creer que el reconocimiento de que existe una naturaleza humana, fruto en gran parte de la coevolución genética y cultural, implica una postura política de derechas. Steven Pinker lo resume de esta manera: “No exige [el reconocer dicha naturaleza humana], por ejemplo, que haya que renunciar al feminismo ni aceptar los niveles actuales de desigualdad y violencia, ni amenazar la moral como algo ficticio.”4 Y el propio Singer, en su citado ensayo, es aún más duro con los que se aferran a los mitos de la tabla rasa y del buen salvaje y reniegan del darwinismo: “Estar ciego a los hechos de la naturaleza humana es arriesgarse al desastre.”
     Se argumentará que el ejemplo que tan certeramente ha destacado Arcadi Espada es un caso extremo y que muchos intelectuales de izquierdas reconocen la gran importancia del conocimiento y de la aplicación a disciplinas propias de las ciencias humanas, como son la sociología, la antropología, la psicología, etcétera, del darwinismo en su moderna forma de síntesis entre el evolucionismo clásico y la genética molecular y de poblaciones, esto es, la actual ciencia de la evolución o neodarwinismo. Mas no es menos cierto que, con frecuencia, y ante la necesidad de aceptar la evolución a la vista de la abrumadora evidencia a su favor, muchos pensadores etiquetados como progresistas buscan una salida a sus dilemas intelectuales y políticos en los evolucionismos más o menos heterodoxos o marginales que, conservando las ideas materialistas y agnósticas, tratan de obviar la crueldad y amoralidad implícita en el neodarwinismo, así como su naturaleza fundamentalmente no finalista (lo que cuestiona la idea misma del progreso). Un caso muy claro de esto lo tenemos en la buena recepción, muchas veces acrítica, del evolucionismo blando o “simbiogénesis”, de la bióloga Lynn Margulis, basado en la cooperación biológica y la simbiosis entre organismos y especies en el seno de la hipótesis Gaia de la biosfera.5 Esta prestigiosa bióloga, especializada en la evolución de los microorganismos, tiene ya su lugar en la historia de la biología por su perspicaz explicación del origen de la célula eurocariota —célula con un núcleo diferenciado y provista de diversos orgánulos a partir de la cual se han formado los cuatro grandes reinos no bacterianos: protoctistas, vegetales, hongos y animales— mediante sucesivas simbiosis bacterianas (endosimbiosis).6 Es fácil entender, leyendo a Margulis, por qué sus ideas originales y heterodoxas sobre la evolución ejercen tal fascinación en los seguidores del pensamiento oficial posmoderno y políticamente correcto de la izquierda progresista:

Las relaciones que aquí nos interesan principalmente son la coexistencia modulada entre anteriores predadores, así como entre patógenos y sus anfitriones, sus cobijos y sus fuentes de alimento. En la medida en que, con el paso del tiempo, los miembros de dos especies distintas responden a la presencia del otro, las relaciones explotadoras pueden llegar a transformarse en convivencia, hasta el punto en que ninguno de los dos organismos pueda ya existir sin el otro.7

Tengo para mí, coincidiendo en esto con Castro y Toro, que esta propuesta revolucionaria, que con seguridad terminará aceptándose para algunos casos particulares de especiación, difícilmente triunfará en la versión radical que defiende Margulis.8
     Otro evolucionista, en este caso heterodoxo darwiniano, muy apreciado por los intelectuales progresistas de letras es el fallecido, no ha mucho, Stephen Jay Gould. Puede que, en parte, ello se deba a su confeso marxismo académico, aunque es tal vez más conocido como un exitoso autor de libros de divulgación popular sobre paleontología y evolucionismo y por su activismo público y destacado en el combate de muchos científicos estadounidenses contra el creacionismo bíblico.9 Empero, creo que el mayor atractivo de Gould para muchos de sus seguidores de la izquierda posmoderna es su crítica implacable, desde su propio darwinismo, del neodarwinismo ortodoxo de Haldane, Fisher, Mayr, Maynard Smith, Williams o Dawkins, con especial dureza contra el principio de la selección natural y de la competencia por la supervivencia como principal fuerza motora y creativa de la evolución. Se ha escrito que Gould postuló (junto con Niles Eldredge, a quien en verdad corresponde la paternidad de la idea, aunque la etiqueta se la puso Jay Gould) y defendió el “equilibrio puntuado” —o evolucionismo a grandes saltos entre periodos estables o de estatismo— debido a que sus convicciones marxistas exigían cambios revolucionarios y abruptos.10 Poco antes de morir, Jay Gould dio a la imprenta su ambicioso testamento científico, La estructura de la Teoría de la Evolución, que ha provocado notorio rechazo en amplios sectores de la comunidad científica. En relación con esto, no deja de ser chocante que muchos de sus incondicionales de la izquierda progresista y posmoderna, que a menudo lo son por razones políticas, y no por las científicas, que generalmente desconocen, se indignen ante la desvaloración de Gould y rechacen las críticas, bien documentadas y argumentadas científicamente, de sus opositores científicos, achacándolas a motivaciones políticas de signo contrario.11
     En general, las pensadoras y teóricas de las distintas corrientes del pensamiento feminista miran con recelo a Darwin y consideran, incluso las que abogan por un feminismo evolucionista, que el neodarwinismo está sesgado por el sexismo, como creación que es del macho blanco, racionalista, competitivo, agresivo y eurocéntrico. Algunas de las críticas al neodarwinismo salidas de las más conspicuas representantes de los women and gender studies (una de las secciones más activas y ruidosas de los cultural studies de las universidades estadounidenses) son verdaderamente ridículas y, muchas veces, un verdadero insulto a la inteligencia de las mujeres. Cual movimiento pendular, algunas feministas han abrazado la creencia de la superioridad biológica de las mujeres para luchar contra lo que entienden es consecuencia natural del neodarwinismo y su propuesta de la supervivencia del más fuerte, esto es, la dominación histórica de las mujeres por los hombres en las sociedades patriarcales y, en muchas instancias, en las pospatriarcales de hoy (lo cual no es exacto, ya que el más fuerte, en el sentido físico, no es necesariamente, en todo tiempo y lugar, el mejor adaptado y el que es capaz de reproducirse mejor). Esta corriente de pensamiento, denominada “feminismo de la superioridad”, tuvo su origen en un controvertido libro del antropólogo americano Ashley Montagu, más conocido por su influjo en los manifiestos de la Unesco contra el racismo, publicado en 1953 y que se titulaba The Natural Superiority of Women.12
     Al parecer, estas creencias han calado hondo en Ma Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta primera del actual gobierno del PSOE, a la vista de su rotundo aserto que se pudo leer con asombro este pasado verano en el diario El Mundo: “Las mujeres, biológicamente, somos más evolucionadas. Nuestra biología es más sofisticada que la masculina, eso es así por naturaleza.”13 Tomada como broma veraniega (con gaseosa, por supuesto), la cosa resulta simpaticona y hasta puede decirse que graciosa. Mas si la vicepresidenta primera lo dijo plena y seriamente convencida, demuestra un notable desconocimiento de la biología en general, y de la evolutiva en particular. Aunque, a fin de cuentas, realmente hubiera sobrado una dosis mínima de pensamiento crítico para percatarse de que el actual dimorfismo sexual de la especie Homo sapiens sapiens es consecuencia de un único proceso evolutivo y que hablar de la biología femenina como más “sofisticada” que la masculina es casi lo mismo que divagar sobre el sexo —¿o quizá sea más políticamente correcto el término “género”?— de los ángeles. –

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