Escribir un artículo para un sitio electrónico, incluso cuando es tan leído como este, es poco más que rizar rizos sobre una calva (la imagen no es mía, sino de Karl Kraus, me apuro en avisarle a la policía del plagio, siempre alerta). Claro que los rizos gustan más al público que una melena de ideas. Lectores: tengo 30 años y ya me estoy quedando calvo. “Tonsura” , es el término que les gusta a mis amigos. Aún así, he logrado ciertas cosas en mi vida. ¡He conocido el éxito! Es más o menos así: hace unos días (¿pero cómo olvidarlo?) añadí a este espacio un texto con una sencilla propuesta: vender mi tiempo para leer los libros que ustedes no tienen tiempo de leer. Aunque la oferta fue dirigida principalmente a humanistas profesionalizados (id est, abogados) pronto descubrí que el interés por esta subvención de la ignorancia alcanzaba orillas más lejanas. Sépanlo, fui contactado por algunos abogados, sí, pero también por, filósofos, escritores y editores, todos pidiendo cotizaciones. La situación es peor de lo que creí. ¿Cuánto cobro por leer la Suma Teológica? ¿A qué precio está la lectura de la obra completa de Hegel? ¿Qué libros puedo recomendar? ¿Vale la pena Cómo hablar de los libros que no se han leído de Pierre Bayard? ¿Estaría dispuesto a leer libros de Jorge Volpi o Xavier Velasco? ¡Todo mundo tiene su precio!
Esto, lectores, es el éxito. Estoy pensando incluso en expandir el negocio y asociarme, siguiendo el modelo empresarial propuesto por Flann O’Brien: el señor puso a disposición de sus contemporáneos un servicio de ventrílocuos que permitía crear la ilusión de que uno decía frases ingeniosas y sostenía conversaciones inteligentes. ¿No me cree? ¡Lea el compilado de su columna periódica “Cruiskeen Lawn”! ¿No le da tiempo? ¡Contácteme!
Ah, las ideas de los negocios. Hay que tomarlas y aprovecharlas, ¿no es esa la consigna? Es a lo que nos han orillado, a nosotros, pobres trabajadores: hacernos ilusiones con la posibilidad del flujo monetario. Ahora bien, algunas resistencias se han presentado. No todo debe ser fácil en esta vida. (Otra consigna). Un alma bella, a quien le envío mis amistosos saludos (pues somos amigos), me preguntó con toda seriedad, tras haber leído aquel texto, si no me parecía mal continuar el imperio de la incultura. Permitirlo. Exacerbarlo, incluso. Y sí, supongo que es cierto y reprobable: la sugerencia de mi texto satírico es, por donde se le vea, absurda.
¿Por qué entonces me escribe la gente? ¿Qué mundo es este? ¡No me tomen en serio, cínicos! ¡Soy el payaso, no quien anuncia el fuego! En verdad: las cosas no están tan mal como parecen. No están obligados a elegir entre pasar tiempo con su familia o mantenerla. Ya no entren a Internet, abandonen sus trabajos, apaguen la televisión, abran un libro, no frecuenten a sus conocidos, frecuenten a sus amistades, vivan en la ignominia, nadie se los agradecerá pero al menos dejarán de escribirme. Es, comprendan, lo que les sugiero.
(ciudad de México, 1982) es filósofo, escritor y jefe de redacción de la revista La Tempestad