Gehry en el Guggenheim de NY

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La arriesgada y carismática aventura que emprendieron los directores del Guggenheim de Bilbao se celebra ahora con una macroexposición en el Guggenheim neoyorquino, en un acto de promoción del nuevo proyecto flotante sobre la ribera de Manhattan. La muestra exhibe exhaustivamente todos sus proyectos con croquis, maquetas, dibujos de computadora y paseos en video reales o virtuales, reflejando no sólo su modo de trabajo, que evoluciona de la idea al gesto, del garabato a la forma barroca y cóncava, sino también su gran capacidad para trascender el ámbito endógeno de la arquitectura, impactando en la sociedad y los medios.
     Frank O. Gehry es un afable arquitecto nacido en Toronto en 1927 que reside en Los Ángeles y cuya arquitectura es genuinamente californiana. Recibió el Premio Pritzker, considerado el Nobel de la arquitectura, en 1979. Un éxito precoz en el campo del diseño industrial, con sus muebles de cartón recortado, le hizo reflexionar sobre su carrera, interrumpiendo su proceso para dedicarse exclusivamente a la arquitectura: no quería que se le identificara como un arquitecto que diseña muebles. Sin embargo no renunció a su posición iconoclasta e interdisciplinaria en relación con la arquitectura en unos tiempos —los setenta— en que ésta se encerró en discursos endógenos y teóricos, llegando a encumbrar las arquitecturas dibujadas por encima de las construidas. Sus colaboraciones con artistas plásticos como Claes Oldenburg o Richard Serra le llevaron a proyectar un arco de acceso en forma de binoculares gigantes, en el mejor estilo pop de Oldenburg, y sus construcciones se empezaron a contorsionar como cintas de Moebius o serpentinas de Serra. Su propia casa en Santa Mónica, California, era un collage de materiales reciclados y formas desenfadadas que ampliaban una residencia anodina, confiriéndole aspecto de instalación provisional o en construcción. Posteriormente surgieron sus primeras construcciones zoomórficas, que tomaban de cocodrilos, ballenas o serpientes sus formas, colores y escamas para yuxtaponerlas a prismas juguetones. Indiferentes a la función, estas formas servirían de lámpara en el techo de un whisky-bar californiano o de pérgola de acceso a un hotel en la Barcelona olímpica.
     Si estas incursiones escultóricas en las arquitecturas de Gehry dificultaban toda clasificación, su Guggenheim bilbaíno rompió con la racionalidad para convertirse en el parteaguas de la arquitectura finisecular. Los principios del movimiento moderno que todavía servían para leer y entender las arquitecturas recientes quedaron obsoletos. La diferenciación entre interior y exterior, las construcciones de columnas y losas, la lógica de las circulaciones o la identificación de las funciones de cada parte de un edificio "moderno" se disolvieron en una ambigüedad contorsionada y blanda sólo imaginables entre alucinaciones fantasmagóricas. Como en Gaudí, la estructura de Gehry no es más que un entramado intuitivo y denso que soporta la forma orgánica final.
     Las escamas de titanio, piedra y vidrio de este museo extrovertido y espectacular que se integra a la orilla del río Nervión en su paso por Bilbao son seductoras, y todo el espacio interior se articula alrededor del atrio central, en un juego espacial entre volúmenes transparentes y opacos sin solución de continuidad entre muros y techos.
     La exposición que invade hasta el último rincón de su predecesor neoyorquino, diseñado por Frank Lloyd Wright, promociona el nuevo proyecto para la sede en Manhattan. Y las icónicas formas del nuevo proyecto son el polo de atracción del masivo peregrinaje cultural, mostrando cómo los hieráticos prismas de los rascacielos —paradigma de la arquitectura de Nueva York— se revuelven con el sugestivo entretejido de láminas metálicas que flota sobre tres muelles del East River. De la nube metálica emerge una torsionada torre de cristal y deja que el espacio público penetre a nivel de calle, sin interrumpir las vistas hacia el río desde Wall Street y la ribera. El nuevo proyecto de Gehry asume que el museo del futuro debe ser no sólo un espacio para objetos de arte, sino también un espacio cívico para la ciudad.
     La dirección del Guggenheim, fascinada por el éxito de las formas de titanio de su sede vasca, está dispuesta a sextuplicar el presupuesto para el nuevo animal museístico. Gehry propone una madeja metálica que levita sobre el East River y sigue el ejemplo de la ballena titánica varada en la ribera de Bilbao, hasta ahora su mejor obra.
     Más allá de la fascinación que produce la obra expuesta de Gehry en el Guggenheim, es excitante ver cómo la polémica propuesta para la nueva sede trasciende la discusión estrictamente arquitectónica para formar parte del debate cívico y levantar pasiones. –

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