La canción no es la misma

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Cuando, a finales del año pasado, uno abría con manos temblorosas y mirada expectante y oídos ansiosos The Complete Basement Tapes, entre tanta revisitación del pasado de Bob Dylan –reinventándose allí su propia prehistoria con canciones que sonaban a traditionals perdidos y reencontrados– se colaba un flyer donde la Columbia Records anunciaba “nuevo álbum para 2015”. Shadows in the Night se llamaría. Y –con una portada muy vintage– se confirmaba lo que era un secreto a voces y, para muchos, una/otra locura decididamente dylanesca. Esta Voz se disponía a versionar joyas no demasiado reconocidas del repertorio de La Voz. Sí, Dylan (des)haciendo a Sinatra quien, a no olvidarlo, también fue muy criticado en sus inicios por “cantar mal” o, lo que era lo mismo, por cantar como nunca nadie había cantado hasta entonces. Pero sí: la idea de Dylan sonaba como un gran chiste. Algo desopilante y absurdo de no haber hecho Dylan antes cosas muy serias a partir de caprichos como aquel para casi todos infame Self Portrait de 1970 redimido en 2013 con el Another Self Portrait. O la reinmersión en sus fuentes en Good As I Been to You (1992) y World Gone Wrong (1993) para reconquistar a su musa no perdida pero sí desencontrada. O el glorioso recopilatorio de villancicos Christmas in the Heart (2009) en el que Dylan se nos presentaba como una cruza de Scrooge con Grinch con Jack Skellington con Santa Claus que se había comido a sus renos luego de arrojar paquetes bomba por las chimeneas sin por eso renunciar a ser un sensible intérprete de cristianas emociones ancestrales a las que se les puso letra y música.

El milagro se recupera y se repite ahora con diez torch songs y baladas encendidas surgiendo de una época –los cuarenta y los cincuenta– que alguna vez Dylan dijo despreciar por estar poblada de “sentimentales y placenteros vacíos”. Pero, atención, más allá de que los años tal vez pongan las cosas en perspectiva, Dylan siempre admiró a Sinatra. “En su voz puedo oírlo todo: la muerte, Dios, el universo… todo”, dijo alguna vez. “Frank es la montaña, la montaña que tienes que escalar para no más sea acercarte a Frank”, dice ahora en la única entrevista para promocionar este Shadows in the Night que bien podría rebautizarse The Penthouse Tapes. Y, claro, Dylan se sale con la suya. Dylan –como stranger noctámbulo– no versiona o “cubre” este material sino que, como precisó, lo “des-cubre”. Lo grabó en directo, en el búnker-santuario de Sinatra en los Capitol Studios de Los Ángeles, y en el mismo orden en que los tracks aparecen y desaparecen. Le arranca la gran orquesta y lo arropa con su quinteto en estado de gracia y elegancia mientras él intenta parecerse lo más posible a un crooner de medianoche durante 35 minutos y 22 segundos sin por eso dejar en su de ser el Indiana Jones músico-antropólogo que supo ser en su Theme Time Radio Hour. Y, con inesperada y ya impensable delicadeza vocal, “porque ensuciarlas sería sacrílego”, lo consigue. Dylan hace suyas estas canciones y estas canciones hacen suyo a Dylan. “Some Enchanted Evening” y “That Lucky Old Son” nunca se oyeron así; pero imposible no oírlas de este modo a partir de ahora. Y, como muestra, basta con alcanzar la destilación de “Stay With Me” convirtiéndola en casi un spiritual para comprobar que Shadows in the Night –como The Freewheelin’ Bob Dylan, Blonde on Blonde, Blood on the Tracks, Oh Mercy o Love and Theft– acaba contando una historia que no es otra que la de un estado de ánimo y de mente del corazón y en el cerebro encontrándose a mitad de camino a la altura de la garganta. La saga íntima de alguien quien ya no cabalga hacia el crepúsculo sino que –luego de tantas despedidas y corazones rotos a reparar– siente ahora cómo el crepúsculo se le viene encima.

El pop-penseur Greil Marcus –quien entra y atraviesa y sale de Bob Dylan cada vez que le interesa hacer práctica una teoría; porque Dylan es un argumento tan incontestable como inasible– lleva ya varias décadas investigando la melodía secreta y misteriosa de su país. Una canción sombría y nocturna que armoniza o desune a los Estados Unidos. Y si el mantra/epígrafe/mandamiento del novelista E. M. Forster en Regreso a Howards End es “Only connect!”, entonces Marcus es, seguro, el Gran Conectador de nuestros tiempos. Un hombre que ya surfeaba en su cabeza mucho antes de que existiesen la Red y sus links. Y –definido por Michael Chabon como el equivalente al detective Lew Archer en lo que hace a la crítica cultural– Marcus silbó ese código/tonada en, entre otros libros, el fundamental Mistery Train, en Invisible Republic: Bob Dylan’s Basement Tapes y (añadiendo al coro a David Lynch y a Philip Roth y a Allen Ginsberg y a la potencia oratoria de Abraham Lincoln y Martin Luther King) en el multidisciplinario The Shape of Things to Come: Prophecy and the American Voice. Y ahora vuelve a hacerlo en el reciente y ya provocativo desde su título La historia del rock and roll en diez canciones (Contra). Luego de sendos monográficos dedicados a Van Morrison y a The Doors y a recopilar buena parte de sus escritos zimmermanistas en Bob Dylan by Greil Marcus (1968-2010) –donde en un momento se dice que “Dylan se cuelga del micrófono del mismo modo en que Sinatra se abraza al farol de una calle”–, Marcus vuelve a lo que mejor se le da. A su género: la anárquica libre asociación de ideas detectivesca que ya puso en práctica en esa crónica sobre la línea de puntos que une al dadaísmo con el punk que fue Rastros de carmín: una historia secreta del siglo XX. Así, de nuevo, una suerte de sermón enloquecido e íntimo, un cantar en lenguas, una historia alternativa de todas las cosas que por momentos –como bien apuntó alguien– lo acerca a la dicción y fraseo del cosmogónico Rust Cohle by Matthew McConaughey en True Detective. Con modales casi conspirativo-paranoides à la Philip K. Dick (y no à la Dan Brown), Marcus sigue el serpenteante rastro de lo que considera una decena de pistas clave. Y lo hace –“nadie lee una canción como Greil Marcus”, dictaminó Salman Rushdie– a lo largo y ancho de versiones, apropiaciones, usurpaciones y mutaciones de samplings y loops. Maniobras que pueden llegar a significar el reverdecimiento de una carrera otoñal (como sucedió con Rod Stewart); la consagración de un músico d’auteur (como los maníacos referenciales Moby, Beck o Eminem); así como el horror vacui del último éxito de discoteca.

Y, de nuevo, por encima de todo y todos, la permanencia de un tipo muy astuto y muy sabio con modales de urraca aguileña y archivista o, para muchos fundamentalistas del copyright, turbiamente plagiario: el mismo y mismísimo Bob Dylan y sus muchas metamorfosis en su carrera de fondo y sin fondo. Porque ninguna de las canciones decididamente no canónicas que disecciona Marcus en su libro es de Dylan; pero, lo mismo, Dylan está en todas partes de su conjura. Dylan, ya se dijo, es algo así como el “Rosebud” del Citizen Marcus. El hilo conductor y ariadnesco que lo ayuda a entrar y salir del laberinto de una historia personal y, por lo tanto, muy personalmente arbitraria. Un largo y tortuoso camino que recorre sin dificultad pero con complejidad la distancia tan solo en apariencia insalvable que separa al “All I Could Do Was Cry” de Etta James del cover de Beyoncé. O el sendero por el que el productor Phil Spector encontró su forma con “To Know Him Is to Love Him” para que recién Amy Winehouse defina y aproveche a fondo todas sus posibilidades. Lo que busca y encuentra Marcus son las instrucciones y los encantamientos –a destacar el capítulo en que The Beatles versionan a Buddy Holly primero para “beatleficarse” enseguida o aquel otro en que la lupina “Money (That’s What I Want)” vía Lennon McCartney cotiza junto a la feroz “Money Changes Everything” según Cindy Lauper– para transformarse sin cambiar de piel: el modo en que las canciones le cantan primero a las personas que las cantarán después. Y el título de su libro combina cierta humildad minimalista de ese “diez canciones” con maximalista soberbia de “la historia del rock and roll”. Marcus contrae para expandir. Algo muy pero muy parecido a lo que hace, con enorme respeto y devoción, Dylan con su Sinatra en Shadows in the Night y, según Marcus aquí, con “el sonido de una voz que cambió mucho más las ideas de la gente sobre el mundo que el mensaje político de sus canciones”.

En su ensayo “Los standards” –incluido en el volumen Poetas y presidentes– el escritor norteamericano E. L. Doctorow apunta que “cuando la canción es buena, reconocemos que es verdadera. Al igual que una fórmula, no se adapta únicamente al cantante sino a todos”.

Eso canta Bob Dylan, esto cuenta Greil Marcus.

Y uno y otro lo hacen –sinatrescamente– a su manera. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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