Hacia los cielos, desde los cuatros puntos cardinales de Puerto Príncipe, y más allá de la ciudad entre las montañas, en los diminutos prados, sobre las llanuras secas, o en los restos de selva, por todas partes en Haití se levantan hogueras. Son la única forma que los ciudadanos han encontrado, ante la carestía del petróleo, para fabricar su propio combustible (el carbón que ha deforestado gran parte del interior del país) y al mismo tiempo de deshacerse de la basura que igualmente flota por los riachuelos y lagunas formando islas nuevas en que nuevos barrios se asientan esperando un derrumbe.
Las hogueras: la estela gris y blanca, un filtro de humo, que ensucia el cielo, que le quita al verde de los bananos, al amarillo de los turbantes de las mujeres, al rojo y verde fosforescentes de los tap-tap, los precarios autobuses que cruzan las destartaladas avenidas, la ilusión de lo flamante. El olor a madera quemada invade las casas incluso en los barrios residenciales de Pacó o Kenscoff. En todas partes el olor ámbar del humo que no permite a ninguna camisa quedar limpia más de dos días, que obliga a las mujeres a fregar incesantemente la ropa en los riachuelos, o desagües, y dejarle caer un poco de vetiver para que además de verse impecable huela bien.
Camisas blancas, corbatas negras, chaquetas blancas; un grupo de haitianos impecables montado en una camioneta chevrolet sigue un féretro. Impecables ante todo y sobre todo. Una de las primeras leyes de la primera república negra reguló con total precisión el porte y el color de los uniformes haitianos. Por cierto, la ley exigía a los soldados de la nueva república un uniforme azul de gruesas lanas completamente inapropiado para los cincuenta grados del verano y los treinta del invierno. Se condenaba con multas al que lo arrugara o ensuciara. La ley ha sido reemplazada por otras, pero es siempre extremadamente precisa en cuanto a la tenida y sus formalidades. Los profesores no pueden entrar al colegio sin corbata y chaqueta, los alumnos tampoco. Cada invitación oficial especifica con mucha precisión con qué ropa se debe asistir al evento.
Formalidad, sobriedad con una punta discreta de excentricidad tropical. Esto es lo primero que llama la atención del recién llegado: la elegancia, el color que no modifica en nada la miseria sino que la cubre de un velo de intemporalidad, de irrealidad. La dignidad del cargo, porque cada haitiano tiene un cargo con un título que más que ostentar, protege. En Haití el que ha sido ministro lo sigue siendo eternamente. Las bandas de música callejera tienen sus presidentes, sus embajadores plenipotenciarios, sus excelencias. Han gobernado Haití un rey y dos emperadores, con sus cortes, sus trajes de armiño y sus títulos nobiliarios.
Esa majestad permanentemente herida por no ser reconocida por nadie más que por ellos se hace aún más evidente para el que llega a Haití desde cualquiera de sus republicas vecinas. En el aeropuerto de Ciudad de Panamá, mientras las azafatas de COPA se desvivían tratando de que las gordas jamaicanas no llevaran maletas de mano gigantescas o no se pasaran de una fila a otra, vi por primera vez a los haitianos. Al fondo de la sala de espera, en silencio, impasibles, solemnes, completamente concentrados en no dejar escapar ni un gesto ni una palabra de más. Ajenos a las dos lenguas en que se desarrollaban las discusiones y negociaciones, el castellano de los funcionarios de COPA y el inglés de los jamaicanos. A las dos lenguas francas del Caribe (el inglés y el castellano), Haití ha permanecido orgullosamente ajeno, quedándose con el francés, y buscando también en él, otra forma de aislarse: el creol.
Los haitianos esperan que los jamaicanos se embarquen para levantarse lentamente de sus asientos en la sala de espera. Cuidan de que sus pantalones no se arruguen demasiado, y caminan derechos hacia el mostrador donde muestran con incomodidad los pasaportes oscuros que los acreditan como parias de la región. Todos sus movimientos parecen regulados por un extraño ritmo, al mismo tiempo lento y ágil pero invariablemente rígido.
La pobreza es el drama de Haití, su tragedia es la belleza. No sólo la belleza de su paisaje sino de sus habitantes. Hasta los mismos dominicanos o jamaicanos, después de enumerar los cientos de defectos de los haitianos (flojos, ladrones, despreocupados, machistas, caóticos, negros) terminan por admitir que sus mujeres son las más bellas de la región y sus hombres, los más elegantes.
Porque Haití no es bello a pesar de ser pobre: es bello porque es pobre. Haití es el desmentido a cualquier teoría sobre alguna relación fraternal entre lo ético y lo estético. En Haití desde el primer minuto, más allá de las desastrosas cifras de la economía, y de las noticias alarmadas de los reporteros de guerra, el viajante se ve confrontado a la belleza de la miseria. Esa que transforma la isla en un verdadero paraíso para reporteros gráficos, documentalistas en busca de tema, o periodistas filantrópicos. Ese hambre monstruosamente fotogénica, ese caos insultantemente cinematográfico, es la verdadera monstruosidad recóndita de la primera república libre de América Latina.
Esa belleza horrible no te deja esperar, ni instalarte, ni pensar siquiera. Ya camino del aeropuerto a los cerros aparecen, de todas partes y de ninguna, cientos de miles de personas llenando las veredas inexistentes, comprando pasteles de complejas formas, o internándose entre los montículos de basura, subiéndose y bajándose de tap-taps de colores furiosos y psicodélicas frases bíblicas pintadas en la carrocería.
De nada sirve apurarse. La única avenida digna de ese nombre, la avenida Delmas, está siempre congestionada, sin embargo nadie se pone nervioso: se toca la bocina sólo para saludar a los otros conductores, se deja pasar a cualquiera que venga de otra calle y quiera adelantar. Y la música lenta, discreta que invade las calles, empieza a ser la única lógica a la que asirse y de pronto, a pocos minutos de haber aterrizado me siento completamente incapaz de mantener sobre este incesante movimiento una mirada fría, informada, me veo de pronto preso yo también del encantamiento haitiano que tanto he detestado en generaciones de artistas y políticos tercermundistas.
Pero vine justamente a eso, a tratar de deshacer ese encantamiento, de explicármelo hasta disolver su efecto. A ver si puedo, a diferencia de mis padres y hermanos, liberarme de la belleza desposeída, de la desnudez tan bien vestida. Preguntarme, ¿por qué Haití? ¿Por qué en mi vida de chileno de clase media tantas veces esta isla ha sido protagonista? ¿Qué hay aquí que trastorna a los de mi sangre y a tantos otros, a todos los que no espanta?
Álbum de familia
Mi padre fue el primero en mi familia en descubrir que esta tierra alejada de la mano de Dios era en el fondo el paraíso. Llegó a Puerto Príncipe como experto electoral de la OEA para vigilar las primeras elecciones democráticas en casi medio siglo. Se encontró ahí, lejos de todo lo conocido, algo que había buscado toda su vida: la mezcla perfecta entre mesianismo cristiano y esperanza socialista.
No en vano toda la vida había militado en un partido llamado Izquierda Cristiana, fundado por mi abuelo para potenciar el cristianismo de catacumbas con la promesa de la revolución. Esa promesa encontraba en Jean Bertrand Aristide, un delgado y aparentemente tímido sacerdote salesiano, una perfecta encarnación. El hombre, desde su pequeña parroquia y un más pequeño grupo de adeptos, se erigió contra la iglesia y la elite haitiana, ganando las elecciones por aplastante mayoría.
A mi padre le tocó seguir las filas de campesinos, que sólo habían conocido las distintas variantes de las dictaduras, tembletear ante las urnas, y la alarma en la embajada americana, y la fiesta que invadió las calles cuando “el pequeño padrecito”, como lo llamaban, ganó. Mi padre, a pesar de un trauma infantil contra todo lo plumífero, asistió extasiado a una enorme manifestación en que cada asistente blandía hacia el cielo y su sonriente líder un gallo, símbolo de la campaña. A los pocos meses, Aristide, como el mismo ex sacerdote no dejó de predecir y esperar, fue derrocado y exiliado. Siguieron años de dictadura y embargo americano, hasta que los marines reestablecieron a Aristide en el poder.
Finalmente, a mi madre y mi padrastro les tocó ser los vigilantes electorales. Esta vez el candidato era René Préval, y nuevamente Haití se jugaba el todo y nada, la esperanza frente a los torturadores. Nuevamente la luz triunfaba sobre la oscuridad, nuevamente lo hacía sólo por un momento, en un gesto de pura y solitaria acrobacia.
Mis padres quedaron marcados a fuego por esta mitad de isla en medio de ninguna parte. Pasaron años y mi padrastro fue nombrado embajador chileno en Haití. Aristide habría vuelto al gobierno, para lograr después de una lenta y peligrosa insurrección, ser derrocado y conducido en un avión a la República Centroafricana.
Lo que iba a ser para mi padrastro y mi madre una misión de descanso, en una embajada sin importancia, se convirtió después de que Chile aportara sus tropas a las de la onu, en un verdadero rompecabezas lleno de imposibilidades que ellos vivían con verdadera felicidad. Había tanto por hacer, tantas ganas de hacer cosas, que mi padrastro se lanzó en cuerpo y alma a lograr lo imposible.
Por entonces, pasaba yo la mayor parte de mi tiempo colgado al teléfono tratando de convencer a mi madre de que los petardos que se oían detrás de ella debían de ser metralletas y no fuegos artificiales. Que su vida y la de mis hermanos corría peligro. Ella me hablaba de las maravillosas misas haitianas llenas de cantos y abrazos.
Ella creía en Haití tanto que sin dudarlo se hizo una cirugía plástica en una clínica local que terminó con una infección múltiple y su vuelta a Chile y a la realidad. Se comprenderá que mi primera mirada a Haití, esa mañana de fines de diciembre no fuera ni inocente ni desprejuiciada. Algo había perdido yo aquí en ese país que no conocía.
Intentaba, más que comprender un país, comprender una trampa en que gran parte de la historia de Sudamérica se juega (ese continente fotogénico pero inviable, inútil pero bonito, o bonito justamente porque es inútil). La miseria como utopía, como rebeldía. La belleza del caos y su secreto orden, todo eso se confundía en mi mente, mientras el auto se resignaba a no avanzar.
Y antes mismo de bajar mi maleta, desesperadamente, trato de entender Haití, entender finalmente de una sola vez y para siempre, decretar de qué esta hecho el país.
Ser y no ser, Ésta no es la cuestión
Pero el extranjero está condenado a no entender Haití. Porque una verdad aquí habita en otra, y el otro es siempre el mismo. El chófer que me lleva por las colinas de Puerto Príncipe se llama Nerva, estudió Economía pero no ejerce su profesión porque gana mucho más como chófer de la embajada de Chile. Los Chimere le han robado dos veces el auto encañonándolo con un revólver. Sigue apoyando a Aristide, aunque no lo dice nunca de forma clara. Más que proaristide es antiamericano. Repite un viejo chiste: en Estados Unidos nunca ha habido golpes de estado porque no hay embajada norteamericana. El atraso del país se debe para él sobre todo a la intervención extranjera. Pero gran parte de la literatura teórica de la que se nutre ha sido publicada y escrita por los haitianos de la diáspora. En Haití hasta el odio al extranjero es importado.
Nerva tiene una mirada malhumorada y penetrante, camina ligeramente agachado, con barba semi canosa, gestos, camisa, pantalones impecables. Parece un hombre serio y concentrado con el que es difícil bromear. Puede ser, como de hecho lo fue con la cocinera Olide, cuando ésta no lo esperó donde dijo, verbalmente violento. Físicamente nunca se excede. Hace pocos gestos, cuidados y elegidos, como sus palabras. Cuando sonríe, sus ojos son los de un niño. Su seriedad se esfuma rápidamente y da paso a un carácter entre resignado y juguetón, inofensivo, frágil.
La misma metamorfosis se puede observar cuando los haitianos bailan. Tímida y lentamente al principio, como si evitaran a toda costa tocarse, y de pronto, sin que sepas cómo, abrazados, unidos, fingiendo sin el menor disimulo los gestos de la cópula.
La seriedad haitiana es siempre una representación. La formalidad en que les complace encerrarse es vigilada por un espíritu burlón que los sobrevuela a todos, que interrumpe su solemnidad con una brusca risa que asusta al que no está acostumbrado a ella. No estamos en el Elsinore de Hamlet, aquí ser y no ser al mismo tiempo no es una cuestión, es una tradición.
Ser víctimas y ser victimarios, ser sinceros y no serlo, ser inocentes y conocer todos los trucos. El haitiano pasa del cinismo más desatado –ése que le ha permitido sobrevivir a distintos regímenes y gobiernos– a un utopismo, una inocencia tan entrenada como sus dudas. Así de pronto, paseando por el centro derruido, los edificios descascarados en que distintos tipos de loterías y negocios de repuestos se han alojado, el mismo Nerva que ha destruido largamente a toda la clase política haitiana, exclama con una sonrisa de pronta felicidad: “Aquí todo queda por hacer. Eso es lo bueno, nada está hecho, todo está por hacer”.
El mismo optimismo, desesperado, algunos días después en Les Cayes, puerto del sur donde Pierre Leger, exportador haitiano de esencia de vetiver ha instalado su cuartel general. Sentado en su terraza acariciando sus seis rottweilers (Madeleine, por Madeleine Albright; Laura, por Laura Bush), me hace, con tono de misterio y levantando las cejas como un mago, oler distintas pruebas de esencia del perfume con que piensa diversificar su negocio.
Su asociada americana negocia con Fabergé, Guerlain o con Christian Dior, mientras él viaja en su camioneta por infinitos pueblos comprándoles a los campesinos su vetiver en bruto. Para eso debe manejar los subentendidos, las jerarquías locales, los ritos religiosos de cientos de pequeñas comunidades muchas veces enfrentadas entre ellas. Un pueblo de mulatos semi judíos polacos-semi africanos, un pueblo evangélico, otro católico. Tiene que comprender lo que le dicen, pero también lo que callan. “El problema de Haití es de la cabeza, no de los pies. La cabeza de este país está mal. Aquí tenemos una elite de depredadores. La pobreza hace de los hombres inhumanos. Ése es el problema”, dice. Pero mientras la noche avanza, y los vinos franceses, y los recuerdos de sus estudios en Holanda, y las costilla de puerco en salsa barbacoa, su optimismo deja de ser tan contagioso. La corrupción, el narcotráfico tienen hundido al país, enumera. Sobre todo el narcotráfico. Haití es una escala obligada de los carteles colombianos en su viaje a Estados Unidos. Unas horas en avioneta y estás en Miami.
“Hay varios Haití, el norte no es lo mismo que el sur”. Del sur viene Aristide, pero también Pétion, el único líder de la independencia que no se hizo nombrar rey o emperador (pero sí presidente vitalicio, como la mayor parte de los mandatarios haitianos). El sur, y es una de las tantas cosas que se dicen aquí sin decirse del todo, es más mulato, menos negro. Los haitianos son oficialmente todos igualmente negros y orgullosos de su negritud (incluso si son, como la mayor parte de lo comerciantes, cien por ciento sirios o libaneses). Se supone que en Haití no hay problemas de raza, se supone que la independencia abolió las razas pero en realidad todas las diferencias y las guerras y jerarquías de la isla pasan por la cuestión racial. Los Duvalier defendieron la negritud contra los mulatos (hasta que Baby Doc se casó con una mulata y atrajo el odio de los negros puros). El mulato nunca hablará en público de su condición pero la hará valer en privado. De alguna forma en el sur, menos desforestado y más agrícola, algo de una sociedad de verdad, pobre pero unida, ha emergido. En el norte, que fue en el siglo XIX la provincia más rica del nuevo mundo, la guerra continúa.
Y de pronto, Leger pasa del pesimismo más negro a un brusco optimismo: “Con darle dignidad a este país bastaría para salvarlo. Haití es un país rico, lleno de posibilidades”. Y me cuenta cómo un cuñado decidió no saludarlo nunca más cuando descubrió que comía en la misma mesa que los empleados de la casa. Y cómo una mujer a la que la embajadora de Suecia tocó fue a su pueblo, a Banano, a relatar el extraño milagro, una blanca que sin temor le tocaba la cara.
Y escuchándolo me doy cuenta de que ni los haitianos mismos están libres de la trampa haitiana. Que como nosotros, los extranjeros, son náufragos en la isla obligada a inventarla y analizarla y justificarla, a cada paso, revistando la historia, una historia llena de épica que justifica un presente más bien picaresco.
Haití, la primera república independiente de Latinoamérica, es la quintaesencia de todas las otras. Como en todo el continente, el honor y la miseria, el orgullo nacionalista y la nostalgia por el orden colonial, la pobreza y el lujo, conviven tan hábilmente que no se sabe nunca cuál de los dos es el que te habla. Uno se pregunta si en el antiimperialismo latinoamericano no hay un resentimiento por el abandono en que Estados Unidos nos deja, o en la afirmación del mestizaje un profundo horror a él; si no hay en toda la elite del continente una cierta sensación de abandono.
La isla dentro de la isla
Haití estaba listo para celebrar con fastuosidad los doscientos años de su independencia. Primera república negra del mundo, verdadera bandera de la lucha antiesclavista, financiera e inspiradora de Bolívar, Haití se aprontaba a una orgía de gloria pasada cuando lo interrumpió el fuego del presente. Los preparativos de la fiesta coincidieron con la rebelión contra Artistide de unos ex adeptos que tomaron pueblo tras pueblo de norte a sur de la isla. Los petardos se tornaron balas y la palabra independencia, una vez que el embajador americano en persona invitó a Artistide a firmar su propia destitución y a subirse a un avión, se convirtió en un grandioso sarcasmo.
La aventura de Aristide, su derrocamiento tanto como su ascensión al poder, es leída por los haitianos como un capítulo más de su propia telenovela: la del desencuentro entre Haití y el mundo. El mundo al que permanentemente Haití le está dando lecciones y recibiendo a cambio golpes, invasiones y olvido. Toussaint Louverture, el libertador, intentando un desesperado acuerdo con Francia que terminó con su muerte en una cárcel francesa. Y al otro lado del espectro, François Duvalier, que cortó relaciones con el mundo y triunfó venciendo incluso la muerte (su cadáver nunca fue hallado, por lo que no son pocos en Haití que esperan su vuelta en gloria y majestad).
El exterior y el interior en permanente guerra, desde la lengua misma: el francés de los isleños tan cargado de ceremonia, tan dado a la abstracción que convierten cualquier charla de radio en un foro de alto contenido lírico sobre el Banco Mundial o sobre el ser negro en el mundo de hoy. Al otro lado, el creol, concretísimo, encerrado en una serie de refranes, giros regionales, justo para que el extranjero e incluso el haitiano no entrenado no pueda penetrarlo.
Nadie mejor que Jean Bertrand Aristide supo manejar los dos registros de la lengua haitiana. La lengua para el mundo, la lengua en que bellos conceptos y más bellos desafíos son lanzados hacia al exterior, y la otra lengua, la que habla en parábolas, la que nombra las cosas y las define, para dentro, para los militantes desheredados, los campesinos de las tierras secas, y los improvisados soldados de Bel Aire o Cité Soleil.
Huido o expulsado (nunca se sabrá) Aristide, la telenovela continúa. Hoy no pocos intelectuales y políticos haitianos plantean borrar esa independencia ruidosa pero inútil y transformar Haití en un protectorado internacional. Otros más audaces ya tienen para la isla comprador: Taiwán, que ha construido ya una universidad y la única carretera enteramente transitable, pensando ganarle en el Caribe a su tradicional rival, China, en la búsqueda de nueva mano de obra barata (los haitianos tienen una larga tradición textil).
Pero en la gesta de la independencia misma habitaba la comedia de equivocaciones. El Haití que aprovechó la revolución francesa para levantarse en armas no era una nación con una conciencia profunda de sí misma. La mayor parte de los esclavos negros que la habitaban acababan de llegar de África y hablaban distintos y encontrados dialectos. Para el 90 % de la población haitiana de entonces no había mayor diferencia entre el barco negrero en que los amontonaron y encadenaron y la tierra firme. Seguían navegando a la deriva. Sólo el odio contra la esclavitud los unía. Su gesto de rebeldía más habitual era la huida en la espesa selva o el envenenamiento de los patrones. El símbolo patrio es aún hoy uno de estos esclavos cimarrones que construyeron en el centro del país una especie de tribu sin jerarquía en que toda ley estaba prohibida. François Mankdala, el brujo islámico que empezó la rebelión y, apresado y condenado a morir en la hoguera, usó sus poderes mágicos para huir del fuego, representa en el imaginario popular la figura del cimarrón. Un hombre que soñaba con la eliminación física del blanco más que en la libertad del negro.
El cimarrón, la tentación de la huida, de la desconfianza, el caos y la rebelión, conviven en el alma del haitiano con el utopismo racionalista civilizador de Toussaint Louverture. De ahí esta ambivalencia permanente en el discurso público haitiano entre el amor al caos y a la contención, entre los grandes discursos y los gestos enloquecidos, entre el desprecio total y el respeto total con que te hablan del vudú, entre su pasión por el mundo (las radios y diarios haitianos consagran mucho espacio a las informaciones internacionales) y la sensación que no dejan nunca de manifestarte de que ellos son distintos, aparte, fuera del mundo.
Los náufragos
Fuera del mundo por voluntad propia, pero también apartados del mundo, expulsados y apestados fuera de la civilización colonial, sin tampoco poder volver a África.
El primero de enero de 1804, día de la Independencia, es pintado por haitianos de un lado y otro como un solo momento de gloria entre los doscientos años de horror que lo precedieron y los doscientos años de caos que lo siguieron. La verdad es que esta misma independencia encubría las señales del naufragio.
Louverture, después de una hábil política de alianza, no tardó en declarar a todos los habitantes de la isla “libres, iguales y franceses”. En su cabeza, la última de las cláusulas permitía las otras dos y se lanzó a un amplio plan de europeización de su pueblo, que el desprecio de Francia, su encarcelamiento y una expedición del ejército napoleónico truncó para siempre. Boukman, sacerdote vudú y líder de la primera y sangrienta revuelta negra a gran escala, y su gente, amigos del veneno, el secreto y las maldiciones, de pronto aparecieron como la única salida posible para un pueblo de cien lenguas y cien tribus, con sólo un resentimiento y un odio en común.
De alguna forma la independencia de Haití fue para la elite mulata un desgarro del que aún hoy no se recuperan del todo. Francia les recordaba que no podrían ser franceses porque eran negros, y que la negritud de su piel les permitía hacer excepción de sus propias reglas, a su propio lema de “Libertad, igualdad y fraternidad”. Así el negro domesticado, el mulato y el liberto fueron arrastrados por Francia al mundo de los cimarrones. Y de pronto Dessaline, el discípulo de Louverture, se hace emperador, y el ex cocinero Henri Christophe se hace rey y se encierra en una fortaleza a esperar la derrota. Ambos abdican de la república para elegir ser el jefe de una tribu inexistente, de una nación de expatriados, que mira con ira, con amorosa ira, a Francia.
De alguna forma la clase política haitiana ha tenido que elegir, doscientas veces en estos doscientos años, entre el odio y la melancolía. Durante un siglo pagó dócilmente a Francia oro por cada esclavo liberado. Aristide no dudó en pedirle a Francia la devolución del dinero, basando en el retorno del pago el potencial de su gobierno. Un nuevo no volvió a alimentar el fuego sagrado de ese rechazo inicial del que todos los haitianos se sienten parte.
También Estados Unidos, que invadió la isla durante las primeras décadas del siglo XX, es tenido por responsable del desastre haitiano. Responsable tanto por intervenir la isla como por dejar de hacerlo a la llegada de los Duvalier. Responsable por pasiva o activamente participar de los dos derrocamientos contra Aristide, pero también responsables de ahogar la economía haitiana durante los noventa, al empeñarse en la vuelta del sacerdote al poder.
Todo y nada
Los haitianos te explican este triple robo del que han sido víctimas en las tres lenguas, el francés, el inglés y el creol. Las mezclan a la perfección, les encanta demostrar su habilidad en las tres. Todo haitiano pudiente ha vivido parte de su vida fuera del país, y mantiene ahí familiares, amigos y casas. Los haitianos pobres también mantienen ese lazo con el mundo que hace de Haití un lugar perfectamente aislado y auto referente y al mismo tiempo cosmopolita y abierto al mundo. No en vano la economía haitiana vive en gran parte de las remesas de dólares que envían los haitianos de la diáspora.
Un domingo en la casa de Margaret, cirujana plástica, ex discípula del doctor Pitangui. Los invitados son Richard Colh, empresario, y su esposa, profesora de equitación, un arquitecto francés y otra francesa que vende caballos de raza y que en este momento se baña en la piscina. En la mesa, toda suerte de aparatos electrónicos recién comprados en Miami. La conversación, sin embargo, es animadamente de izquierdas. Una ataque a esa elite paranoica que ha inventado el peligro Chimere para lograr el poder sin elecciones. La dualidad entre el discurso y la locución no parece molestar a nadie. Son ricos, viven bien, compran y venden caballos de raza (esta tarde piensan seriamente comprar uno de cinco millones de euros), pero hay otros que viven infinitamente mejor. Los Cardoso por ejemplo, dueños del hotel Montana, que pagaron una fortuna para que una de sus miembros fuera liberada de manos de una banda de delincuentes, o los Aped, jefes del clan sirio, que maneja el comercio local e intenta hacerse con alguna parte del poder, sabiendo que la blancura de su piel les impedirá hacerse con todo él.
No hay forma en Haití de vivir sencillamente si no es en la pobreza total. El agua no es potable, la luz funciona sólo a ratos, la alimentación es deficiente, el país tiene que importar desde los frijoles hasta la electricidad. Quien quiera vivir con mediana comodidad deberá desembolsar grandes sumas de dólares. Ante cualquier trámite, los salones vips y los enchufes en los ministerios son la única forma de llegar a buen puerto y de realizar las tareas encomendadas. Nada es nunca normal en Haití. El turismo, para el que la isla parece presentar todo tipo de ventajas, se encuentra contra este escollo permanente. La mano de obra es barata pero volátil, las comunicaciones imposibles. La simple corrupción latinoamericana no basta, pagar sobornos no garantiza nada. El fracaso del Club Méditerranée o de los hoteles de la Île à Vaches no son sentidos por los haitianos como un fracaso propio, sino como una victoria más contra la invasión colonial, que muy pocas veces tiene la decencia de informarse siquiera de la lengua y costumbres de los habitantes de la isla en que pretenden ganar millones de dólares.
Esta tarde en la Boule, mientras la profesora de equitación nada, y una preciosa niña de ojos azules y tez morena de nombre Haití revolotea por los salones, me pongo a pensar que no andaba del todo desencaminado Naipaul cuando comparó Argentina y Haití. La miseria en el país del tango en el peor momento de corralito creaba riqueza. La ruina completa de un país nunca es completa del todo. Como en la Argentina de la crisis, en el Haití post-Aristide, el discurso, gratuito, no tiene por qué ajustarse a ninguna realidad, a ninguna experiencia vital. Se puede vivir como un millonario y hablar contra los millonarios. Se puede criticar a los depredadores pero explicar convincentemente que si no es uno también depredador, no le quedará más que ser víctima. Y lo peor es que es cierto.
La misma clase de ambivalencia habitaba en la Argentina de la crisis: la sensación de ser los últimos y por ello mismo, los primeros. Y así Página 12 podía titular sin ironía: “Crisis Argentina cambia a mercado mundial”.
Millonarios o presidiarios, la explicación que te dan los haitianos de sus actos y omisiones es siempre la misma, la supervivencia. La supervivencia y el estado calamitoso del mundo, la avaricia, la maldad, el capitalismo, el desastre ecológico. Da lo mismo si se es parte de todos estos males. Lo importante en Haití, como en Buenos Aires, sigue siendo hablar bonito, hablar bien, el actuar es cosa del destino.
De alguna forma cada cual tiene que encontrar una recompensa por quedarse en Haití, cuando todos los ambiciosos, los astutos o los desesperados ya se han ido. Quizás por eso los haitianos hablan pestes de los otros haitianos pero se saludan generosamente, se sonríen, y pocas veces, sólo en rituales masivos de destrucción, usan entre ellos la violencia siquiera verbal. De ahí que la impunidad reine en la isla. Los crímenes políticos, pero también de sangre, nunca son castigados. En un solo motín toda la cárcel de Puerto Príncipe, menos tres personeros del antiguo régimen (que no podían esperar nada bueno de la libertad), se escapó. Conviven en la misma calle torturada y torturadora sin inmutarse.
En los barrios más pobres la ley la cumple la muchedumbre. Adulto sorprendido robando es colgado de un poste. Los niños encontrados hurtando frutas o monedas sólo son apaleados por la multitud lo suficiente para que no olviden nunca la lección. Pero mientras se asciende en la escala social, el castigo se pierde en la anécdota o la venganza es muy tardía y fría. La quema de la casa, o el linchamiento político, de vez en cuando la entrada de la turba al blanco palacio presidencial y la quema de los muebles y el retrato del líder huido.
La ley de los náufragos mira con cierta desconfianza la ley de los pasajeros. Los que vienen por dos o tres años a empaparse del sufrimiento ajeno, los que están de paso y se preguntan cómo un país con tal potencial turístico y empresarial se resigna a la casi nada, a menos que nada.
Los pasajeros
Los náufragos pueden fingir odiar a los pasajeros, los necesitan sin embargo, porque sólo ellos reafirman su condición de habitantes, de dueños. Son los que se quedan, en un lugar del que todos se van.
Haití, intervenido, colonizado, conquistado, ayudado, nunca ha vivido solo. Hoy es nuevamente parte de un tratamiento global. Chile y Brasil no quisieron participar en la guerra de Irak, pero le dieron a Estados Unidos una prueba de buena voluntad internacional al hacerse cargo de Haití. Una jugada maestra: Estados Unidos, en plena invasión a Irak, no estaba en condiciones de volver a desembarcar en Puerto Príncipe, pero tampoco podía permitir el caos con sus inmigrantes indocumentados invadiendo las costas de Florida.
Así que los náufragos han vuelto a aceptar a los pasajeros. Ni franceses, ni americanos, por el momento las tropas de la onu no han creado anticuerpo contra ellos. Pero los haitianos los vigilan, esperan la caída. Un soldado con el gatillo demasiado fácil o al revés, demasiado compasivo.
El jefe de la misión militar es el general brasileño Heleno Ribero, un hombre tranquilo, afable, culto e inteligente, que tuvo que decidir entre la carrera de entrenador de voleibol o la de militar. Una de sus primeras medidas fue llevar a algunos jugadores del equipo de fútbol brasileño a jugar un amistoso con Haití. Los haitianos, a pesar de no tener ningún logro en el balompié, son grandes fanáticos del fútbol, en especial del Real Madrid.
El general Ribero minimiza todo heroísmo. Ha tenido algunos enfrenamientos contra los soldados desmovilizados del ejército haitiano, pero bastó hablar con ellos de la comida que les esperaba si rendían las armas para terminar con su motín. Eso y hablarles como los soldados que apenas son. Así también el otro tiroteo, protagonizado por bandas de narcotraficantes mezclados con insurgentes apenas preparados, fue rápidamente controlado. Su verdadero problema lo ha tenido con la prensa de derechas que espera de él más energía, menos piedad con los adherentes dispersos del régimen.
Está convencido de que la situación es mucho menos dramática de como suele pintarla el New York Times y el resto de la prensa internacional. Menos dramática, pero a largo plazo más desesperada. Los intentos de crear una policía fiable chocan con la dura realidad. Los autos en que se cometen los raptos y robos son de la misma marca que los de la policía. El ejército desintegrado sabe que no tiene ninguna posibilidad de volver a existir siquiera (no tiene, y hace cien años que ha dejado de tener, utilidad) pero sabe que haciendo ruido y motines puede ganar pensiones.
En el mismo laberinto se encuentra el jefe de la misión de la onu, Juan Gabriel Valdés. Embajador de vasta experiencia y no menos inteligencia y sensibilidad, se interna con una mezcla de desconfianza y de placer en una política que tiene más de cien partidos de todos los arcos ideológicos y tantos o más líderes. Haití es políticamente, sin Leonardo Da Vinci ni Miguel Ángel de por medio, una Italia renacentista, llena de golpes de efecto, de asesinados que siguen vivos y coleando, de conspiraciones internas y alianzas estrambóticas.
Los pocos hombres capaces que han asumido el poder han terminado asqueados de él. Así, por el momento preside el país un anciano juez, Boniface Alexandre, al que nadie le entiende nada de lo que habla, y un primer ministro, Gerard Latortue, cuya familia vive en Boca Ratón y cuyo objetivo confeso es ascender un escalón en el funcionariado internacional. Los funcionarios internacionales, los embajadores castigados, las ong, los conventos, los orfanatos, los agentes de la cia y la dea, todos se mezclan en las mesas de Chez Albert, el mejor restaurante francés (aunque su dueño es belga) del Caribe. O en La Plantación, o en la terraza del hotel Montana que sobrevuela las hogueras desde sus piscinas con sillas de playa de caoba.
Los pasajeros se pueden dividir fácilmente en santos y perversos sin demasiados puntos intermedios. La mediocridad y la discreción son difíciles de vivir en Haití. Quienes no están dispuestos a creer lo increíble se ven una y otra vez desafiados por una realidad en la que en una semana un huracán puede matar a miles de personas, un carnaval hacer danzar a otros miles o un golpista de ultraderecha puede terminar negociando con algunos de los tantos líderes de la ultra izquierda local.
Niños o demonios, los haitianos juegan a ser las dos cosas para entretener a los pasajeros de este enorme trasatlántico eternamente varado que es su país. Un país que vive hace ya tanto tiempo de la ayuda internacional, que sabe perfectamente que a los serios amantes del tercer mundo les gusta más que a nadie el espectáculo. Concientes de eso los haitianos exhiben su miseria y al mismo tiempo su elegancia, la sobriedad y el delirio, sin pudor, pero tampoco sin verdadera ilusión.
Pero están también el suizo que ha edificado un hotel alpino, donde hace hasta frío, en la cima de los montes de Puerto Príncipe, y el americano de un metro ochenta que lidera una banda de música vudú y es dueño del barroco y mítico hotel Olafsson, y algunos franceses que tratan de fundar hoteles; y un catalán que se recupera de la depresión en que lo dejó la novia que se fue con su mejor amigo, durmiendo en la casa sin luz ni teléfono de una tía mitad antropóloga, mitad médico. Toda suerte de rescatados, fugitivos, y excéntricos han instalado en esta tierra de nadie su paraíso. Viven en Haití porque ahí ya nadie les pregunta: ¿Qué quieres hacer? ¿Dónde quieres ir? ¿Quién eres? Porque en este rincón de isla vivir ocupa toda tu mente y todo tu ser, y se transforma en un arte.
Cómplices de la misma huida, pasajeros y náufragos, cada cual a su manera, alimentan su hoguera. La hoguera que embriagó a Alejo Carpentier, que fascinó y luego espantó a
Graham Green, que obligó a Richard Burton y Elizabeth Taylor a volver a casarse. Conceptos, historia, teorías, se deshacen ante el mar de mendigos a la salida de la iglesia de Petionville, ante las frutas en la mesa servidas por negros de guantes blancos, ante la palmeras al borde de las olas en que niños con el vientre hinchado de disentería ríen y juegan.
La trampa se vuelve a cerrar, vuelve uno a seguir las hogueras, las volutas y círculos de humo, para buscar la llama que nunca llega.
La espiral
Si en alguien habita esa llama es en Franketiene. “Se escribe todo junto, como Frankenstein”, y lanza una risa estentórea con la que intenta asustar a los perros del vecindario. Poeta, pintor, autor de la primera novela en creol, toda su obra gira en espiral en torno a su nacimiento. Un nacimiento en que la eterna dialéctica haitiana entre el adentro y el afuera, el mundo y la isla, encuentra una perfecta metáfora.
Su padre, el dueño americano de los ferrocarriles de Haití, dejó embarazada a su hija adoptiva. La repudió y dejó que pariera lejos, en una de las barriadas más pobres de Puerto Príncipe. Hasta los cinco años, a pesar de que su piel y sus ojos eran de otro color que el de todos sus compañeros de calle, Franketiene no tuvo conciencia de ser distinto. De un día para otro lo peinaron y le enseñaron sus primeras palabras en francés para que las lanzara apenas viera un hombre enorme y rubio detenerse frente a él.
Su parlamento era corto, una sola frase: “Je veux une maison”, o sea “Quiero una casa “. El gigante rubio respondió: “Ya veremos”, y no, Franketiene no lo volvió a ver.
Lleva treinta años contando esa historia, sin resentimiento ni odio. El odio lo ha lanzado en sus libros, que él llama “literatura espiral”, que gira en redondo sobre palabras descifradas, violadas, rotas. Enormes novelas sin historias y poemas sin verso acompañados muchas veces de sus dibujos. Porque Franketiene vive principalmente de la pintura. Cientos y miles de cuadros, goterones de barniz en medio de torbellinos azules o pardos, que le salvaron de la locura mientras los Duvalier no lo dejaban salir del país ni sobrevivir en él.
¿Haití?, le preguntamos. “Una espiral, pero que va hacia abajo, hacia la nada”, dice él justo cuando detrás de su mano una espiral de polvo flota de una construcción vecina para disolverse en un rayo de sol. “No queda nada. Esto es el final. Los Chimere se han llevado la quimera (hace un juego de palabras, la palabra creol Chimere, nombre de las bandas armadas de Aristide, significa en francés quimera). Aquí en Haití sólo hubo un momento de gloria, la Independencia, y después nada”. Se levanta, se vuelve a sentar y a reír. “Yo me salvé porque soy una excepción, porque de niño fui obligado a ser una excepción”. Y esta excepcionalidad, su piel blanca, su juventud en el barrial, lo transformó hasta los quince años en un protodelincuente. Lo salvó su madre, la fe de su madre que le hizo abandonar bruscamente las calles por la biblioteca. “Soy el mejor escritor de Haití. Soy un loco de sí mismo. Ser el mejor es lo que me salvó. Si no me creyera el mejor estaría muerto de desesperación”. Y vuelve a caer en el tema de Haití, que como él, se sabe único, excepción, el peor, el mejor. Es lo mismo. El peor es siempre también el mejor. Distinguirse, ser visto para existir, ser alguien para el mundo y contra el mundo.
“De Haití no va a quedar nada. Sólo la cultura, sólo la cultura si la salvamos. Si salvamos la cultura podemos ser como la Grecia antigua que ya no existe pero que dejó a Edipo y Sócrates. Pero hay que traducir al creol la Crítica de la razón pura. Hay que enriquecer el creol de abstracción”. ¿Por qué?, le pregunto. “Hasta ahora el creol es una lengua de cosas, que designa cosas. No se puede pensar en creol. El haitiano necesita el francés para pensar y el creol para vivir. El haitiano está dividido, partido en dos, en sus dos lenguas. Si no llevamos al creol la abstracción, ni la lengua ni la cultura de Haití se van a salvar”.
Pero cada una de sus apocalípticas profecías va acompañada de ataques de risa, de gestos y aspavientos con los brazos, de un hipercinético entusiasmo que hace poco creíble su pesimismo. La noche cae y nos despide en la puerta de su casa de tres pisos roja y ámbar, en la que nadan muebles de los años sesenta, lámparas barrocas, cortinajes pardos, y cuadros, millones de murales y miniaturas mezclados que cubren las infinitas paredes.
La noche
La noche tiene en Puerto Príncipe la viscosidad y el brillo del petróleo. Pocas ventanas iluminadas, ningún edificio de más de tres pisos, sólo a lo lejos el cartel luminoso de Domino’s Pizza, que nos recuerda que está aún en el mundo y en 2005. Y de pronto una gasolinera donde bajan y suben cientos de adolescentes. En alguna parte la fiesta ha comenzado. Una fiesta que seguramente es un velorio. La muerte sigue siendo el principal acontecimiento de la vida del haitiano. Ante cualquier enfermedad los familiares prefieren juntar dinero para un buen velorio que para comprar remedios.
Gran parte de estas familias se endeudan y arruinan, feneciendo con el finado sus posesiones, sus propiedades. Decenas de haitianos impecablemente vestidos frente a un cadáver que el calor ya ha empezado a descomponer, y después, el camino al funeral, en que hay que desviarse, dar vuelta al ataúd, para que el muerto no vuelva a casa tan fácilmente, para que el muerto se pierda y se vea obligado a viajar bajo el mar hacia África.
Con los vivos Haití juega el mismo juego, el de marearte, desviarte, sacarte del camino conocido para que no vuelvas a tu hogar y entre los tuyos, para que te vayas a ese más allá que es el centro mismo de esta isla. El más allá que lo explica todo, que lo justifica todo. No sólo el más allá de los muertos, el África mítica del vudú, sino también el “más allá” del proyecto, de la utopía, de los florilegios del discurso que calman el hambre y el miedo tanto o más que los mendrugos de pan de la cooperación internacional. La grandilocuencia que evita hundir del todo a la isla en su miseria.
Las hogueras son una forma de puente entre ese cielo, benigno y celeste, y la tierra, devastada y oscura. Todo Haití vive hacia el cielo. Quizás por eso sea el país más católico del Caribe y el más politizado (si quitamos Cuba de en medio). Es lo que fascinó a mis padres, en el reino de este mundo (como diría Carpentier) siempre vive otro mundo. Quizás ese otro mundo no exista, pero permite pensar que tampoco la realidad, sus apremiantes necesidades y cálculos existen.
Es el secreto del orgullo haitiano: confundiendo a los colonos con la realidad, con el tiempo, con la ley de la gravedad, han resistido a esta otra esclavitud, ésa que dice que todo lo que sube baja, que un minuto está compuesto de sesenta segundos. No les importa perder esas peleas contra la ley de la gravedad, del tiempo y del espacio, nunca han esperado ganarlas, pero darlas parece distraerlos de una historia de robos, asesinatos y despilfarro, una historia que es la suya pero que suelen contar como si ocurriera muy lejos, en otro mundo, al otro lado del mar, en otra isla perdida y salvada tantas veces que ya no importa. ~