Haydn y Stendhal

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“A las siete, ella estaba ensayando una sinfonía de Haydn que debía tocar esa misma tarde en casa de madame Perrier”, anotaba Stendhal en su Diario el 4 de marzo de 1802. Ella, a la cual se refiere sin dar su nombre, era Marthe-Marie Mounier, dada de alta como Victorine en el espeso álbum de los amores de Stendhal. Tenían ambos veinte años cuando el joven escritor (entonces sólo un joven llamado Henri Beyle) se enamora de ella, de su rostro demacrado, de sus rizos castaños. Sólo la verá siete veces en su vida y su infatuación casquivana (el diccionario sólo autoriza el adjetivo femenino pero yo insisto, Stendhal era casquivano), le durará tres años. Gracias al Stendhal (1990), de Michel Crouzet, me entero de que Victorine murió soltera en 1822.

Las notas que habría estado tocando al piano Victorine me ofrecen el pretexto de hablar de Joseph Haydn en el bicentenario de su muerte, cumplido el pasado 31 de mayo, y de hacerlo desde el punto de vista de Stendhal, que tanto amaba su música. El entusiasmo del autor de La cartuja de Parma comienza, como tantas cosas en la vida del novelista, con el pie izquierdo, con la pata chueca.

A la primera caída de Napoleón, en 1814, Stendhal se queda sin empleo ni títulos. Decide, con esa ligereza que conlleva su genio irregular, hacerse escritor de éxito y plagia tres libros distintos para publicar una obra de éxito, las Vidas de Haydn, Mozart y Metastasio, aderezadas con eficaces comparaciones entre la música de Francia y de Italia. Lo que a Haydn se refiere es un plagio de la biografía que Giuseppe Antonio Carpani (1752-1825) había publicado poco tiempo atrás. Carpani, bien relacionado con la policía de Milán, era de armas tomar y se lanzó contra L. A. C. Bombet, el pseudónimo tras el que se ocultaba Stendhal, hasta que averiguó la verdadera identidad del defraudador, sin mayores consecuencias pues el agraviado murió poco después.

Stendhal, que en algo contribuyó a difundir el anecdotario del niño Mozart que leyeron los románticos y autor de una conocida Vida de Rosini (1823), consideraba a Haydn el músico de la República ideal. Mozart le parecía triste, muy germánico, pero debe decirse, en abono de Stendhal, que conocía poquísimo, como la mayoría de sus contemporáneos, de su música, apenas un par de las grandes óperas, las serenatas y algo de la música de cámara. En cambio, la larga carrera de Haydn había acompañado durante décadas a melómanos como Stendhal.

En las páginas dedicadas a Haydn en La música en la sociedad europea, de Adolfo Salazar, el crítico musical de la Revista de Occidente que murió desterrado en México en 1958, encuentro información suficiente para meditar en lo que el músico habrá significado para Stendhal. Contra la vida breve, fatal y perfecta de Mozart, se contrapone la de Haydn, difícil y trabajosa existencia de un vecino de los gitanos que tocaba el violín en las calles y a quien le faltó dinero para tomar clases con los grandes maestros.

Haydn y Stendhal se hacen a sí mismos y en aquella época hacerlo implicaba aprender italiano. Ambos alcanzan cierta regularidad en sus hábitos burocráticos, en lo que se parecen y no se parecen, pues Haydn se convierte en empresario de sí mismo, una maquinaria de hacer música que dura en actividad medio siglo y Stendhal, al contrario, se dedica a educar su egotismo a base de mujeres, reales e imaginarias, platónicas y carnales, dando la impresión de que la literatura no le es imprescindible. En sus rutinas ambos son libres, uno como maestro de capilla y el otro en sus empleos consulares. Para Stendhal, Haydn debió ser la creatividad en el orden. Escribió (plagiando a Carpani) que escuchar a Haydn lo había curado de unas fiebres persistentes y malignas.

El músico y el novelista, ambos, fueron hijos de la Revolución francesa. Stendhal, nacido en Grenoble en 1783, lo fue por generación y afinidad, turbado toda su vida por el amor, el odio, el desencanto, por Napoleón. A Haydn, nacido en 1732, le toca escuchar el estruendo revolucionario desde Londres, donde trabaja. Decide, a sus setenta y dos años, dejarse poseer por ese culto a la Naturaleza que hubiera sido ridículo en su juventud. Dice Salazar y le creo, que los dos grandes oratorios finales de Haydn (La creación y Las estaciones, compuestos en 1797 y 1800) son obras sometidas al entusiasmo de los nuevos tiempos: el viejo maestro le habla al mundo desde la orilla del nuevo siglo. Con la misma humildad con que se volvió heredero de Mozart, su alumno, Haydn decidió, si es que ello puede decidirse, “ser moderno”.

El 15 de junio de 1809, Stendhal asiste, con su uniforme de oficial napoleónico, al Requiem en honor de Haydn, en Viena. En la capilla de la Corte, ese mismo día de duelo, escucha una misa de Mozart, que lo cautiva. Stendhal creía que Haydn, siempre, componía con una historia en la cabeza, como si fuera un novelista. Las notas de una sinfonía de Haydn que le oyó tocar a Victorine se le quedaron en la cabeza a Stendhal y de allí, quizá, la música sorprendente de la frase stendhaliana.

(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)

Stendhal según Johan Olaf Sodemark

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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