La venganza del perdedor

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¿La masturbación lleva a perpetrar bombardeos suicidas? Uno diría que no. No existe un vínculo más directo con los bombardeos suicidas que con la ceguera o la esquizofrenia. Pero puede haber una relación entre la disfunción o la frustración sexual y la atracción por el extremismo violento. Éste es el tema de Diecisiete, una cautivadora novela breve del escritor japonés Kenzaburo Oe, ganador del premio Nobel de literatura en 1994. La historia ocurre alrededor de 1960, época en la que se escribió.

El personaje principal es un muchacho de diecisiete años que no puede dejar de masturbarse en el baño, en el dormitorio, tras los arbustos, incluso en clase. Esta costumbre le avergüenza, al igual que lo hace casi todo lo demás. El muchacho es malo para los deportes, un fracaso con las mujeres y agresivo en casa; en realidad no soporta a nadie: ni a su desganado padre progresista, ni a su madre, a su hermana o a sus maestros y, sobre todo, no se soporta a sí mismo. Consciente siempre de ser un horrible fracaso, no le queda más que masturbarse, aterrorizado entre tanto por la posibilidad de que el mundo entero se percate de su actividad sólo con mirarlo. Pero tiene ante sí una forma de salvación. Un amigo presenta al muchacho a un grupo de jóvenes de extrema derecha, uniformados y a las órdenes de un líder que se la pasa despotricando contra los comunistas y los traidores socialistas, y desvariando acerca de las glorias del imperio japonés. Pronto el gran masturbador recibe también un uniforme y unas botas, y se le acepta como guerrero de la causa imperial contra los extranjeros y los traidores de izquierda. Incluso participa en algunos enredos violentos. Y disfruta de su primer orgasmo satisfactorio, en un salón de masajes, con su nuevo uniforme, mientras sueña con el poder total, con la matanza de sus enemigos, la violación de sus esposas y sus hijas, y con su propia muerte en aras del glorioso emperador.

No es una de las ficciones más sutiles de Oe. A menudo el narrador da la impresión de ser una herramienta literaria para expresar las ideas políticas que más aborrece su creador. Pero el pantano sexual en el que puede fructificar el extremismo está bien descrito y bien vale la pena explorarlo. En su condición de intelectual de izquierdas un tanto dogmático, Oe parece pensar que el extremismo violento, nacido de un fantasioso deseo de omnipotencia, es del dominio exclusivo de la extrema derecha. Varias veces ha expresado su admiración por el presidente Mao. Pero la combinación de frustración sexual y violencia era tan típica de la Guardia Roja de Mao como de los Camisas Negras de Japón.

En contraste con el presidente insaciable, que poseía su harén privado de muchachas danzantes, a los varones chinos se les obligaba a vivir como monjes revolucionarios y se les desalentaba a casarse jóvenes. El Gran Timonel, por cierto, tuvo sus propios roces extraños con la disfunción sexual, según cuenta su médico personal. Su vigor sexual ascendía y descendía, por decirlo así, en concordancia con su suerte política. Bastaba una amenaza, imaginaria o real, a su idea de control absoluto, para que se marchitara.

La privación sexual puede ser un factor en la ola actual de violencia suicida, desatada tanto por la causa palestina como por el islamismo revolucionario. La perspectiva tentadora de poder escoger entre las vírgenes más hermosas del paraíso se les ofrece sin ambages a los jóvenes entrenados para una muerte violenta. E incluso aquellos que no están entrenados para matar y morir a menudo viven en sociedades autoritarias en las que el sexo antes del matrimonio está estrictamente prohibido, en las que las mujeres que no pertenecen a la familia no sólo deben ser intocables, sino invisibles. El acceso a mtv, a internet, a los dvd y a la publicidad global refuerza la noción de que los occidentales viven en un jardín degenerado de deleites pecaminosos. Esto hace aún más insoportable el destino de millones de jóvenes árabes, y puede provocar una mezcla de ira y de envidia. De vez en cuando, esta ira explotará en orgías de violencia cuidadosamente orquestadas. Se dice que Mohammed Atta visitó un cabaret de striptease antes de estrellar un avión contra las Torres Gemelas. Acaso ansiaba mordisquear el fruto prohibido antes de su propia extinción terrenal. El hecho de que fuera prohibido –repugnante, pero también terriblemente seductor– determinó su visión general de las mujeres. Dejó claramente establecido en su testamento que no quería que la presencia de ninguna mujer profanara su tumba.

De nuevo, esto no equivale a decir que la frustración sexual o la misoginia acendrada conduzcan directamente a la matanza colectiva. Si así fuera, viviríamos realmente en un mundo muy peligroso. Pero no pueden desecharse como factores. Ya desde hace tiempo se ha supuesto que los jóvenes son mejores combatientes cuando se les priva de sexo, como perros jadeantes que pelean en un foso.

Una de las muchas barbaries de la guerra, tanto en épocas antiguas como en conflictos recientes, es la promesa, administrada a hombres hambrientos y embrutecidos, de que una vez que se tome una ciudad, las mujeres serán parte del botín. La única diferencia entre esto y aquellas legendarias huríes del paraíso es que los objetos de la lujuria aplazada son reales y pagan un precio horrible por serlo.

La idea de que el sexo con mujeres debilita el espíritu de lucha en los hombres es común incluso en actividades menos sangrientas, como el fútbol. Con frecuencia, cuando un equipo nacional va a lanzarse a la batalla, el entrenador anuncia que las esposas y las novias quedan proscritas. A los hombres hay que mantenerlos bajo control. El sexo será su recompensa una vez que se derrote al enemigo. Entre los grandes mitos del fútbol holandés está la historia del Mundial de 1974. Privados de toda compañía femenina, algunos de los jugadores supuestamente se saciaron con prostitutas locales y, en consecuencia, perdieron la final contra Alemania.

Todo esto atañe al sexo con mujeres. El sexo con hombres puede ser una opción muy diferente. Por regla general, las sociedades que valoran el machismo y el honor masculino no miran con buenos ojos a la homosexualidad. Se la tolera, en el mejor de los casos; pero sólo la parte activa, “masculina”, sobre todo si se trata de alguien mayor y casado, puede salir con honra de los encuentros homosexuales. La parte pasiva es la de una mujer: sumisa, débil, despreciable. Así parece ser aún en muchos países árabes, como lo fue en la Grecia antigua.

Pero hay excepciones notables a esta regla. Algunas de las sociedades más machistas de la historia han valorado las relaciones homosexuales. El ejército espartano estimulaba las relaciones amorosas entre los soldados, toda vez que fomentaban la lealtad y la valentía. Los samurai del Japón feudal tenían una actitud similar. El sexo con las mujeres estaba bien para lo que servía, que era procrear niños. Pero el honor y la nobleza sólo podían hallarse en las relaciones entre hombres. Esta premisa no difiere mucho de la homofobia en otras culturas machistas. Las mujeres son apacibles y su proximidad apacigua a los hombres, al igual que las tretas de Cleopatra apaciguaron al general romano Marco Antonio. La verdadera virilidad nunca debe mancillarse con sexo femenino, o con la domesticidad que éste representa.

En 2004 Johann Hari escribió acerca del “solapamiento” entre la homosexualidad y el fascismo. “Ha habido hombres gays,” escribió, “en el centro de todo gran movimiento fascista que haya existido…” Esto era especialmente perturbador para Hari, que se define como “gay progresista”. Los ejemplos en apoyo a su tesis son fáciles de hallar: Pim Fortuyn (aunque realmente no un “fascista”, como parece pensar Hari) era gay. Se dice que Jörg Haider es gay. Y luego estaban las tropas de asalto de los nazis, las Camisas Pardas de la sa dirigidas por un matón llamado Ernst Röhm. Röhm y muchos de sus camaradas eran homosexuales.

Röhm era un promotor entusiasta del ideal espartano del apareamiento entre atléticos combatientes. Como muchos soldados alemanes inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, se percibía como perdedor, amargado por la derrota militar y marginado por la paz. Para él, la sa era un camino para recuperar su autoestima. La concebía como una élite de hombres superiores, elegidos para controlar Alemania, primero, y al mundo, después. En parte, Röhm se asemejaba al muchacho de diecisiete años de la novela breve de Oe: los uniformes, las botas, la brutalidad le permitían sentirse omnipotente. El sexo era una manifestación de poder, y el poder estaba cargado de erotismo. “Dado que soy un hombre inmaduro y cruel,” dijo alguna vez, “la guerra y los disturbios me atraen más que el buen orden burgués.” Hari sugirió que había algo en la naturaleza de la homosexualidad que cuadraba particularmente bien con el fascismo. Citando a un “pornógrafo gay”, Bruce LaBruce, se refería al “culto del cuerpo, la alabanza de los fuertes, la devoción fetichista por las figuras autoritarias y por la crueldad”. Pero esto equivale a suponer que los deseos homosexuales pueden reducirse a una caricatura de Tom de Finlandia, en la que los personajes se ven vejados por policías vestidos de cuero. Tales fantasías existen, sin duda, y el fascismo las ha explotado a fondo. Para hacerse una idea sólo basta con observar las esculturas enormes de atletas desnudos en el antiguo Foro Mussolini de deportes en Roma. Nunca debe olvidarse que a pesar de las payasadas de Röhm y sus amigos, a los homosexuales se les perseguía en la Alemania nazi. Hay una explicación más verosímil a la atracción que sienten ciertos tipos de homosexuales por el elitismo violento y las causas políticas extremistas, y es el odio a la vida burguesa. Röhm dividía a los hombres en soldados y en civiles, y para él estos últimos eran “cerdos”. Cualquier cosa vinculada con la “prudencia” le resultaba odiosa. Para un hombre como Röhm, la sociedad burguesa, domesticada, era, por definición, cobarde, materialista, aburrida y estaba siempre tiranizada. Lo que ansiaba, por encima de todo, era la constante acción violenta para perturbar el tipo de vida del que se sentía excluido. Ésta, más que la naturaleza del deseo homosexual, puede ser la clave del fascismo gay. El extremismo es la venganza del perdedor contra la sociedad. Quiénes son los perdedores depende de las características de la sociedad. Pueden ser homosexuales que se sienten excluidos o jóvenes inmigrantes musulmanes.

El escritor alemán Hans Magnus Enzensberger escribió recientemente un ensayo brillante acerca del “perdedor radical”, el tipo de persona, por lo general un joven, que se siente víctima del mundo entero y que se odia a sí mismo tanto como odia a las fuerzas que lo oprimen. Estos hombres son bombas de relojería ambulantes. Cualquier cosa los puede detonar: el desaire social, la pérdida de un trabajo. Y la explosión matará casi siempre no sólo a los enemigos, sino al que lleva la bomba. Las circunstancias determinan hasta cierto punto quiénes son los enemigos, pero las categorías tienden a ser limitadas. Como dice Enzensberger, “los sospechosos más comunes son los inmigrantes, servicios secretos, comunistas, norteamericanos, multinacionales, políticos, infieles. Y casi siempre los judíos.”

Lo único que falta en el análisis de Enzensberger es el factor sexual, la psicología del gran masturbador, el matón gay, el déspota marchito. Quizá este elemento se aclare más si recordamos una historia reciente: el asesinato en Amsterdam del cineasta holandés Theo van Gogh. Su asesino, Mohammed Bouyeri, nació en Holanda, aunque sus padres provenían de Marruecos. En la adolescencia intentó adaptarse a la cultura de su ciudad natal. Se emborrachó, fumó marihuana y trató de seducir a chicas holandesas. A fin de cuentas, todo en la cultura, desde la música pop hasta los anuncios de televisión, promete sexo. Esto sucede a años luz del hogar, donde la madre virtuosa y las hermanas virginales deben quedar protegidas de las miradas lujuriosas.

Pero las cosas empezaron a malograrse para Mohammed. Las chicas holandesas no eran tan fáciles como había supuesto. Dejó de interesarse en sus estudios. Los subsidios para esto o aquello no acabaron de cuajar. Hubo roces desagradables con la policía. Y su hermana se echó novio. Esto le enfureció. Se sintió ultrajado, inútil, marginado. Era, en resumen, un perdedor radical, y el Islam prometía el asesinato justiciero, el martirio y la sensación, aunque efímera, de un poder absoluto. La razón por la cual Van Gogh se convirtió en el blanco de Mohammed fue un corto que aquél realizó con la política de origen somalí Ayaan Hirsi Ali, autora del guión. La película, Sumisión, muestra textos del Corán proyectados en los cuerpos semidesnudos de mujeres con velo que habían sido vejadas por hombres. Hirsi Ali culpa al Islam del sometimiento sexual de las mujeres y del machismo descarriado y frustrado de los hombres. Su concepción de la sociedad secular europea es exactamente la contraria a la de Mohammed. Donde ella ve liberación –sobre todo, liberación sexual– él ve deshonra, decadencia, suciedad y confusión. A ella la libertad de vivir en Holanda le permitió prosperar, mientras que a él lo hizo sentirse pequeño y odioso. Por eso quería destrozarla y con ella a la civilización que lo hizo sentirse como un perdedor radical. ~

Traducción de Tedi López Mills

© Ian Buruma 2006

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(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ámsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.


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