Historia de un perdón

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Observé un poco en semanas pasadas la trácala trepidante propia de las expediciones papales al México esperanzado: las músicas de aspartame y las arquitecturas de paspartú, las multitudes ululantes y aleladas, los desfiles de obispos que usan incienso como desodorante y hostias como botana; los politiquillos con sus aureolas de circunstancia, hechas de saliva y mocos. Y en medio de todo eso, claro, la inevitable buena gente meritoria.

Me fastidió especialmente esa mercadotecnia del perdón que llenaba primeras planas: el papa pidió perdón a los indígenas, que lo perdonaron; luego perdonó a los legionarios de Cristo que, a su vez, pidieron perdón a Diestra y a Siniestra que, ni tardas ni perezosas, los perdonaron lo mismo que a Estos y a Aquellos que, por no dejar, pidieron perdón a Allá y a Acullá y aun a Etcétera, que como su nombre lo indica suele perdonarlo todo. Y México se volvió a ganar el récord Guinness de otorgar y recibir perdón.

No ignoro que la idea del perdón es compleja en las religiones monoteístas, pero no deja de intrigarme el veloz trámite para otorgarlo, basado en un arrepentimiento cuya sinceridad es a tal grado inescrutable que solo Dios está facultado para poner el examen de evaluación. Desde mi catecismo pueril me intrigaba que morir en “pecado mortal” pudiese condenar al justo vitalicio que comete un solo error circunstancial al fuego eterno, mientras que un arrepentimiento oportuno enviase al paraíso al pecador consuetudinario.

Entre la tolvanera papamóvil, una casualidad quiso que me topase con unos cuentos alusivos que narra Guillaume Apollinaire quien, como yo, pasó su infancia en escuela de maristas (yo no perdono) y a quien, como a mí, la religión también se le deshilvanó en una pesarosa nostalgia. Como tantos otros grandes poetas, se apartó de la religión pero preservó su religiosidad en su poesía, un azoro entre irónico y numinoso frente a ese “Dios que se muere los viernes y resucita los domingos”.

El cuento con que Apollinaire ilustra el problema del perdón es “El paseante de Praga” (en El heresiarca y Cía). El desalmado criminal Laquedem (avatar del mito antisemita del “judío errante”, que llena tantos libros, Borges incluido) tiene el plan perfecto para ser perdonado. Sabe que el sacramento del bautismo puede ser administrado con total validez por quien sea y cuando sea, y sabe que borra todos los pecados. Como solo se bautiza una vez, Laquedem piensa hacerlo hasta el umbral de su muerte, cuando ya no soporte la vida. “El bautismo me da toda la alegría posible –explica–, me divierto de manera soberbia: robo, mato, acuchillo mujeres y violo sepulcros… pero iré al cielo, pues seré bautizado a tiempo.”

Cuando decide morirse, Laquedem se dosifica un veneno que le dará la hora de vida necesaria para hacerse bautizar a tiempo. Toma el veneno, sale a la calle, encuentra un charco, detiene a una prostituta que pasa, le anuncia “¡Me arrepiento de mis pecados!” y le pide que lo bautice. La mujer toma el agua del charco y obedece: el criminal muere con todo y olor de santidad. Conmovida, esa prostituta deja la mala vida e ingresa a un convento contrita.

El narrador le pide su opinión a un arzobispo: “Sí, ciertamente está en el paraíso”, concluye este: “el bautismo lavó todos sus pecados”. Luego imagina que cincuenta años más tarde el Vaticano propondrá la canonización y que hasta el inquisitivo abogado del diablo concluirá que, entre su bautismo y su muerte, la vida del criminal fue a tal grado edificante y admirable que realizó el milagro de convertir a una prostituta en monja.

Y entonces llega el habitualmente inesperado giro: lo único que podrá impedir el fraude será que el abogado del diablo caiga en la cuenta de un detalle formal: el agua que la prostituta empleó para el bautizo no era agua, sino la orina de unos caballos acumulada en el arroyo.

Y una vez más –concluye el relato– habrá que reconocer que “el camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones”… ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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