Homo alien

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El laboratorio produce su propia música ambiental: burbujas cantando dentro de probetas, latigazos de electricidad zumbando de una antena a otra, el homúnculo que se fabrica y que lleva la firma de Paracelso o de Frankenstein, da igual. Más allá del perfil del científico loco de turno, el objetivo es siempre el mismo y suele tener algo de revancha: si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, entonces el hombre se propone ser todavía más parecido a Dios creando vida artificial para que —casi enseguida— el monstruo de turno desarrolle la inevitable psicosis mesiánica y se proponga destruir a su supuesto amo y señor. Esta posibilidad, hasta no hace mucho confinada a novelas de ciencia ficción, ha ascendido a la categoría de acontecimiento no-ficticio e histórico con la decodificación de ese jeroglífico esculpido en la doble hélix de nuestros genes. Lo que no significa necesariamente que se haya devaluado su potencia mítica; y ahí están en mi televisor los raelianos asegurando que acaban de clonar a un par de bebés para envidia de una oveja llamada Dolly. ¿Cuándo fue que nuestra realidad se convirtió en ciencia ficción?
     La idea de manipular la vida y el cuerpo es antigua como el hombre y vieja como el género. Ahí están ese monstruo alemán hecho de pedazos, ese doctor inglés bebiendo la pócima de su lado oscuro y la imaginación de H. G. Wells elevando animales a humanoides fanatizados por el espanto de su propio milagro. Huxley —en su cada vez más tristemente posible Un mundo feliz— imaginó una sociedad de embriones ectogénicos divididos en “alfas”, “betas” y “gamas”. Los thrillers medicinales de Robin Coma Cook se apoyan no sólo en el temor atávico a los hospitales sino, también, en la sospecha de que allí adentro se estén haciendo cosas que no hay que hacer. Y la ciencia se ha escapado de sus santuarios secretos y hoy baila desaforada en la sala de nuestros hogares desordenados con ordenadores.
     El hecho de que Dios guste de jugar con dados no implica necesariamente que nosotros seamos buenos croupiers, y así pareciera que toda forma de imaginación genética está inevitablemente condenada al fracaso y al horror y al caos incluso cuando se exploran las posibilidades más delirantes: en Ubik, a Philip K. Dick —acaso el escritor futurista que mejor supo sintonizar con nuestro presente— le interesaba más la prolongación de la muerte que la de la vida, almacenando los cuerpos en bóvedas donde se puede visitarlos y frecuentar las menguantes ondas de su cerebro; en Children of Darkness, Dan Simmons descubre que la cura para el sida reside en una forma de virus sólo hallable en la sangre de los vampiros. Consumimos ésta y tantas otras variaciones alrededor de la misma fantasía —la transformación del ser humano por mandato o azar— con la sonrisa casi piadosa de quien no cree en ellas porque ahora la realidad es mucho más atractiva. A la hora de la imaginación la ciencia es ficción y la realidad es fricción.
     “Que vivas tiempos interesantes”, dice una ancestral maldición china. En eso estamos.
     Uno de los momentos más recordables del cine de ciencia ficción tiene lugar y tiempo en Alien, filme de 1979. Allí, el marinero espacial interpretado por John Hurt comienza a sufrir convulsiones frente a sus amigos, su pecho vibra, y ya saben lo que ocurre después: el octavo pasajero surge de sus tripas sonriendo con cada uno de sus muchos dientes.
     Poco más de dos décadas después, nuestra idea del futuro ha cambiado de signo. No me parece casual que la sección “Futuro” de El País nos provoque vértigo con noticias donde se nos informa acerca de la clonación de especies extintas o de los avances en la persecución de la inmortalidad. Atrás, muy atrás, ha quedado la amenaza o la esperanza extraterrestre como tema y temor y efectos especiales de película triunfalista norteamericana. ¿A quién le importa si E.T. volvió a su casa? La iluminación evolucionada no vendrá en la forma de una súper computadora con problemas existencialistas o un bebé cósmico y mesiánico como en Odisea del Espacio. La condena a la extinción no nos alcanzará como una máquina de matar extraterrestre que nos utiliza como incubadoras o en la forma de sucesivas oleadas de platillos voladores que apenas disimulan su fachada subliminal y terrena de amenaza amarilla, roja o con barba y turbante.
     La ciencia no-ficción ha decidido que es mejor quedarse en casa. Retirarse de la carrera especial, de esos transbordadores inflamables, y dar por fin de baja a la estoica y políticamente correcta tripulación de la Enterprise, reemplazando el espacio exterior por el interior y el año luz de las constelaciones por la sombra virtual de nuestras carcasas de carne acumulándose en la colmena de Matrix. Acorralado el genoma, no nos queda mayor remedio y distracción que acabar viajando por nuestras tripas y convertirnos así en nuestros propios aliens. Somos invasores de nosotros mismos. ¿Para qué viajar a un cuerpo celeste cuandotenemos nuestro cuerpo tan cerca? Aquel shock del futuro se ha convertido en este crack del presente donde, contrario a lo que jura el agente Mulder en sus noches de Expediente X, la verdad ya no está ahí afuera sino aquí adentro, más adentro todavía. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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