Dice Nathan Lee (‘True believer’, Film Comment, mayo-junio 2013) que “los finales son decisivos en el cine de horror”, que un buen final tiende a tener dos efectos: “consolidar la agenda de la película entera y chingarte completamente”. El final de Psicosis, dice, “le da una vuelta más al cuchillo de su revolucionaria internalización del horror”. No entiendo muy bien la ¿metáfora? pero supongo que se refiere al monólogo interno de Madre, que ha tomado por completo a su hijo, y a esa famosa penúltima toma en que el rostro de Norman, ya en el hospital, deja entrever el de la materna calaca:
Pero la última toma de Psicosis es un detallazo exquisito. El auto de Marion extraído del pantano y en su cajuela un periódico enrollado y en el rollo casi 40 mil dólares robados e ignorados. Una última ironía:
Nathan Lee prepara el terreno para acuñar la locución ‘arbitrary zap’, el susto arbitrario al final de las películas de horror: ese último golpe de efecto que no sirve propósito alguno salvo su propia existencia. (Y tal vez propiciar una secuela.) He aquí un ejemplo reciente del susto arbitrario. Ha terminado la acción de Siniestro (2012) de Scott Derrickson. Una presencia maligna ha tomado la voluntad de una niña a través, en parte, de unas películas en súper-8. La niña mató a su familia y hoy no resta más que una caja de películas, listas para poseer una nueva voluntad. La cámara se aleja poco a poco, se aleja, se aleja y de pronto, ¡ZAP!, el rostro maligno se asoma a la pantalla. Fin:
El susto arbitrario está tan codificado que James Wan se permite hacernos creer que sucederá al final de El conjuro (2013): que veremos una aparición en el juguete que Ed y Lorraine Warren, los cazafantasmas, han guardado de su último trabajo; se acerca, se acerca, se acerca y… no pasa nada (creo):
El susto arbitrario podría derivar de aquellos finales que, restituida la luz o la calma, nos permiten ver una grieta, un detallito que nos recuerda que el horror está siempre ahí, inmediatamente debajo de la superficie. Un ejemplo entre muchos. Al final de Engendros del diablo (1979) de David Cronenberg han muerto Nola y los engendros no del diablo sino de su mente. La hija de Nola, Candy, sobrevive y su padre se la lleva, abrigada y llorosa, en un auto. La última toma desciende de su rostro hacia su brazo:
Ahora Candy tiene, como su madre, el poder de emitir sus traumas en forma de pústulas de la piel. Comprendemos que pronto también creará engendros. Fin.
En estas fechas resulta un alivio cuando una película de horror se contiene y no se despeña en el susto arbitrario. Lords of Salem (2013) de Rob Zombie tiene muchos defectos, pero no ése. Su final es un descenso premeditado y tremendo hacia El Mal. La última imagen previa al epílogo se regocija en ese mal:
Y la última toma del epílogo es una nostalgia: nos recuerda lo que fue, la vida antes de Satanás:
La infernal Kill list (2011) de Ben Wheatley también termina con el protagonista apoderado por el mal, después de una suerte de misa/akelarre en que se le ha “forzado” a matar a su mujer y a su hijo. Los oficiantes del culto lo coronan con paja. Hay risas y aplausos: Satanás y sus herederos han triunfado sobre el mundo–
El último shot de la extrañísima Berberian Sound Studio (2012) de Peter Strickland tiene un compromiso similar, salvo que el descenso aquí no es hacia el mal sino hacia la locura de su pobre protagonista, el editor de sonido Gilderoy, a quien engullen finalmente luz y ruido:
En otros géneros, la toma final cliché tiende a abrirse hacia el cielo, a dejar a los personajes alejarse, a regalarles espacio: el mundo se amplía para dar paso tal vez a otras historias. (Ya lo hemos visto en Maneras de despedirse.) En horror no. En horror es más común el acercamiento, por ejemplo, a una mirada como la de Norman en Psicosis. La última toma de Deadgirl (2008) de Marcel Sarmiento y Gadi Harel está a medio camino entre el arbitrary zap y la apertura al estilo de Engendros del diablo. Joann yace en una cama, maniatada, parece no respirar. Sabemos que ha recibido una puñalada en la espalda pero no si ha sido infectada con el mal de los no muertos. Entonces, abre los ojos:
Roman Polanski, el gran paranoico, el gran opresivo, es el maestro de esas tomas. (Aprendió de Hitchchock.) El final de Repulsión (1965), por ejemplo, se cierra sobre una fotografía entre los escombros del encierro. En la foto está Carol, la manicurista que hemos visto ascender a las montañas de la locura, pero de niña. La cámara no se detiene en su acercamiento hasta que encuentra en esa mirada un germen de locura:
También, como en El conjuro, es común en cine de horror que la cámara se cierre sobre un objeto. La última toma de Henry: Retrato de un asesino serial (1986) de John McNaughton es un lento zoom. Henry estaciona el auto en la carretera, abre la cajuela, saca una maleta y la tira. La cámara no deja de acercarse a la maleta, que está manchada de sangre. Comprendemos que Henry ha matado también a Becky, la mujer con quien había decidido huir: una víctima más, sin nadie que la reclame, en el paisaje sin ley de Estados Unidos:
Es cierto: un buen final en cine de horror te chinga completamente, no te deja ir, se aferra a tu mente, se cierra sobre ella, por eso el miedo te hace ver sombras en la casa, en la ventana. Y no te deja dormir.
Ah, por cierto, creo que este texto tenía un montón de spoilers.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)