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Los asientos vacíos en los conciertos, en las funciones de teatro, ópera y danza, en las conferencias; los libros no leídos en las bibliotecas y bodegas; las revistas, portales de la web y programas de radio y televisión que nadie sabe que existen; los discos y videos no vistos ni escuchados; las exposiciones, museos, monumentos y sitios arqueológicos no visitados; los cursos y concursos no aprovechados, las becas ignoradas, los archivos no consultados; las ciudades y públicos a donde nunca llega la oferta cultural; son oportunidades perdidas para el público interesado, para los que ofrecen algo interesante y para el desarrollo del país.

No hace falta tanto dinero para que la oferta cultural llegue a más personas. Lo esencial, por supuesto, es cualitativo: saber qué patrocinar. Pero también es importante lo cuantitativo: que el público sea mayor, y no por la vía fácil de orientarse a lo populachero (negocio para el cual no hace falta patrocinio), sino facilitando que participe el público potencial (grande o pequeño). Muchas salas vacías no se explican por la mala calidad de lo que se ofrece, la incultura del público o los precios altos (cuando los hay), sino por falta de información oportuna o dificultades prácticas de acceso. Muchos posibles interesados ni se enteran, o no saben cómo llegar.

Uno de los resultados más notables de la Consulta Cultural de Letras Libres en el año 2000 fue inesperado. De quince mil personas, la mitad habló espontáneamente de este problema, sobre el cual no se había hecho una pregunta específica. Sin embargo, ante la pregunta (muy general): “¿Qué cosas buenas para la cultura no está haciendo ninguno de los organismos anteriores?” (Canales 11 y 22, Conaculta, Educal, FCE, INAH, INBAL, Radio Educación, etc.), la respuesta dominante fue: Aumentar la difusión informativa (48% de los participantes). Y la número dos: Aumentar la cobertura a grupos populares y a todo el país (22%) (“Primeros resultados de la Consulta Cultural”, noviembre 2000).

Produciendo lo mismo, llegar a un público mayor aumenta el beneficio social. Asignar para esto un 5% de lo que se gasta en producirlo, puede duplicar la recepción (digamos, sin pretensiones de exactitud). Con el 95%, se produce y se llega a un público de mil o diez mil personas. Con el 5% adicional, la misma producción llega a otras tantas. Aprovechando el gasto ya hecho, se duplica el beneficio con un costo marginal 19 veces menor (5/95). Si el gasto público federal en actividades culturales anda por los 600 millones de dólares (Vicente Fox, Sexto informe de gobierno. Anexo estadístico, p. 75), bastarían unos 30 para que rindiera el doble. Lo mismo hay que decir del gasto estatal, municipal y privado.

¿Cuántas bibliotecas, museos y centros culturales reparten volantes entre los hogares cercanos, para que aprovechen lo que tienen? El volanteo es baratísimo, con respecto al costo de montar y mantener la oferta al público. Sin embargo, prevalece el criterio contrario. Por ejemplo: restringir los horarios para ahorrarse gastos de luz y personal, olvidando que desaprovechar una fuerte inversión que ya está hecha cuesta mucho más. Los gastos fijos pesan más que los variables en las instalaciones costosas; y no suben, si el horario se amplía.

Los amigos agradecen el aviso de tales o cuales cosas que no hay que perderse. Hay que atender con ese espíritu a los amigos desconocidos entre el público potencial. Hace falta, en primer lugar, darles importancia, tener espíritu de servicio y ganas amistosas de extender la felicidad que dan los buenos textos, la buena música, los buenos espectáculos, más allá de los círculos cercanos. Es absurdo producir actividades culturales, olvidando la promoción de esos encuentros felices entre las obras y su público potencial. A partir de ahí, basta con ponerse en los zapatos del amigo desconocido para descubrir y desarrollar la información que necesita; y, a partir de eso, hacer pruebas: preguntarle si está bien, o necesita más o algo distinto. Hay que crear, actualizar y mejorar sistemas de orientación servicial: bancos de información, redes de información, cápsulas descriptivas que realmente den idea, avisos prácticos, etcétera.

Ejemplos conocidísimos: El libro que le encantaría leer a una persona, si supiera que existe; si un amigo le hubiera dicho de qué trata, por qué cree que pudiera interesarle y dónde conseguirlo. O el libro del cual tiene noticias el librero (o bibliotecario), pero sin los datos para localizar al editor o distribuidor. Hay un desencuentro permanente entre los libros solicitados que no tiene la librería (o biblioteca) y los libros que sí tiene, pero nadie solicita. Es un costoso desperdicio.

Ahora revise el lector algunos libros que tenga a mano, y vea cuántos traen teléfonos, faxes, dirección y correo electrónico para hacer pedidos, o preguntar por otros títulos del mismo autor (o la misma colección); cuántos traen la página web del editor, y cuántas de estas páginas son algo más que una tarjeta de visita: permiten ver su catálogo actualizado, la portada y una descripción breve de cada libro, así como el precio y la forma de adquirirlo; mejor aún: las reseñas que ha tenido, las solapas, el índice y algunas páginas de muestra. Menos fácil de revisar, pero no menos importante, es si la página web está al corriente, tiene toda la información de interés y es amistosa con el que anda buscando; y cómo responde el editor (si responde) a las solicitudes de información; si tiene un responsable de que la interlocución sea fluida, pronta y profesional. Todo esto cuesta, pero mucho menos que las ventas perdidas. Y le da más sentido al esfuerzo de publicar. Si no te interesa dar la información que necesita el público para encontrar el libro, ¿para qué lo publicas?

El desencuentro con el público es más costoso en las artes, porque su montaje puede costar decenas de veces lo que cuesta editar un libro; y porque (a diferencia de los libros) las exposiciones, conciertos y espectáculos no pueden seguir esperando al público durante años, simultáneamente en muchas ciudades. Aquí y ahora, en el curso de unos cuantos días o semanas, tuvo que producirse el encuentro con las personas a las cuales esa obra tenía algo que decirles. Una vez que cierra la exposición o termina la temporada, la oportunidad desaparece. Con una inversión tan grande, en un lapso tan breve, en un solo lugar, es absurdo no promover oportunamente la asistencia. Pero, ¿dónde está la cartelera en línea, actualizada y fidedigna, con toda la información necesaria para escoger y asistir? Mejor aún, con sistemas que permitan personalizarla: reducirla a lo que me interesa para bajarla a una agenda personal.

No hay que confundir la información para el público (que beneficia a los de afuera: los posibles interesados en asistir) con las relaciones públicas (que beneficia a los de adentro: a los que dirigen la institución). Si se anuncia algo maravilloso, y por todas partes resuena el nombre de la institución (mejor aún: del funcionario que la encabeza, de preferencia con su foto), pero no se dan los teléfonos, faxes, correo electrónico, dirección, horarios, ni detalles útiles sobre los servicios, se está gastando en imagen, no en facilitar que el público aproveche la oportunidad. La presencia frecuente y destacada de la institución, sirve para hacer carrera; algo muy distinto de ofrecer información útil para el público.

En ciertas coyunturas políticas, cada semana aparece la foto del señor rector o gobernador o funcionario que apadrina actos culturales, sin la menor información práctica para el lector. Hasta llega a suceder que algún interesado, después de buscar empeñosamente, descubra que sí, que la maravilla se inauguró, pero que todavía no se sabe cuándo llegue a funcionar, ni cómo, ni a qué horas; menos aún cómo se llega hasta el lugar.

Las instituciones culturales despilfarran millones en anuncios costosísimos que no traen la más mínima información práctica. Son como el gobierno y los partidos: todo lo que buscan es recordarnos que existen y que son una maravilla (¡Aquí ‘toy! –como dicen burlonamente los columnistas políticos). Por eso, hay escuadrones de motociclistas que reparten invitaciones costosas, un día después del acto. Es un gasto absurdo para aumentar la asistencia, pero no tan absurdo como propaganda: ¡Aquí estoy! ¡Mira cuántas cosas hago! ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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