Ilustración: Clara León

Insolación

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Los veranos de mi adolescencia caben en una cancha de tenis. Seis metros por doce de adolescencia. Siete por quince. Cien metros por cien. No tengo claro ese dato. La pista podía ser inmensa, inabarcable y, al golpe siguiente, con la volea inverosímil alcanzada, volverse pequeña, capaz de ser recorrida en tres zancadas. Yo quería ganar el Grand Slam. Perfeccionar el juego de red, dominar el revés a dos manos, mecanizar los movimientos del saque. Pasé muchas horas encerrado entre el cemento rojo y verde. Y habría pasado todas las horas del verano. Esas horas interminables, poderosas, calientes. Esos días sin estudio ni ocupaciones. En aquella urbanización junto a la playa, a la que nos trasladábamos los veranos, desde vísperas de San Juan hasta los últimos días de agosto, había cuarenta y cinco adosados y una pista de tenis. Gran parte de la aventura que urdimos Mario y yo al poco de conocernos tuvo un fin muy concreto: hacernos con el control de esa única pista, poder ocuparla a diario el mayor número posible de horas. El tenis como centro del verano. Durante esos dos meses no era un deporte ni un mero juego: el tenis era nuestro destino.

No teníamos freno. Todo lo demás: las chicas, la playa, cualquier otro entretenimiento estaba adornado, embellecido, acotado por los partidos que hubiésemos disputado ese día, por los desafíos para el siguiente. Mario y yo vivíamos en extremos opuestos de la urbanización. Su casa lindaba con la calle; al otro lado, la playa. La nuestra estaba muy cerca de la pista. Desde la ventana de mi dormitorio podía ver si estaba libre o si los jugadores no habían comparecido a los quince minutos de comenzada la hora, momento en que la reserva de las ocho de la mañana se desactivaba. La hora era nuestra. Legalmente nuestra. A veces surgían problemas: a los veinte minutos, cuando Mario y yo habíamos empezado a jugar nuestro partido, aparecían los dueños de la reserva y se mascaba en el aire la posibilidad de un enfrentamiento, de una raqueta amenazadora alzada en el aire, de una disputa, de una pelota Wilson o Dunlop o Penn dirigida a los ojos enemigos. Aquel territorio ya era nuestro. Que la guerra se hiciera. Si eran muchachos, enarbolábamos las sagradas leyes del tenis y el respeto a la puntualidad inglesa, porque los ingleses inventaron nuestra religión. Si los comparecientes eran adultos –o tan solo mayores de edad– el enfrentamiento no cabía. Entraban en la cancha como si no nos vieran y se dirigían al banco. Allí desenfundaban sus armas. Nos escabullíamos antes de que volvieran las miradas hacia nosotros e hicieran hueco en los estrechos bolsillos de sus pantaloncitos para guardar seis pelotas, tres a cada lado, con las que afrontar los duros intercambios de golpes.

El verano era incompatible con los madrugones. Nuestras benditas madres se turnaban para ir a primera hora a la caseta de Damián, el joven encargado de mantenimiento. Recorría en un Vespino destartalado los diez kilómetros que separaban su casa, en un pueblo cercano, de la urbanización. Tenía dibujada en la cara una permanente sonrisa lisérgica. No había problemas demasiado grandes para él, excepto que algún chiquillo se colara en el recinto de la piscina mientras estaba clorando el agua. Entonces se transformaba en un vocinglero amenazador y arbitrario que reprobaba furiosamente al muchacho que rondara los motores de la piscina, en un sótano casi siempre cerrado. Llamábamos a aquel lugar sus “instalaciones nucleares”. Pero su desbocada energía le duraba poco: al instante nos estaba llamando para enseñarnos, con tentador secretismo, un bote de cristal en el que había guardado para nosotros alacranes cazados en los cercanos secarrales alquianeros. Veíamos con asombro a los dos o tres escorpiones enredarse dentro del bote, pelear para encontrar la salida o quedarse repentinamente replegados, en una inmovilidad engañosa. Damián se reía, con la boca relajadamente abierta, y nos desafiaba: “No sois capaces de llevároslos a casa. Echadlos en las macetas de vuestras madres.” Nos ganamos su confianza, pero era insobornable a la hora de confeccionar los cuadros de reserva de pista.

Teníamos tres o cuatro archienemigos, honrados padres de familia que madrugaban mucho más que nosotros y se hacían con las mejores horas, las de la fresquita, a partir de las siete de la tarde. Conforme el verano avanzaba, mi madre se dejó atrapar en una delirante disputa por llegar antes que los archienemigos a la hora en que Damián abría la caseta y comenzaba el reparto de horarios. Mientras yo desayunaba, no tenía más que mirar su rostro de satisfacción para saber, sin palabras, si esta vez había logrado el pequeño triunfo de hacerse con la hora fresquita. Cuando me anunciaba que de ocho a nueve de la tarde la pista era mía, el triunfo había sido total.

Los adultos había que merecerlos. Los pocos que jugaban bien, aquellos que podían enseñarte algún truco, cómo afrontar un juego difícil cuando ibas a remolque en el marcador, o cómo imprimir algo más de fuerza al saque para llevar la iniciativa, tenían sus propias parejas de juego y no perdían el tiempo con dos adolescentes aguerridos que habían brotado como hierba inesperada en esa cancha de cemento. Los rondábamos, buscando que alguno de ellos se mostrara dispuesto a echar unos dobles. Cuando ocurría, siempre éramos invitados por “los bajos”, como los llamaba Mario, dos o tres viejos –¿qué edades podían tener los viejos, calculo ahora: treinta y cinco, cuarenta años?– que nos invitaban a jugar con ellos, y a los que no era difícil vencer o, al menos, disputar honrosamente el set. El mejor de todos ellos era Román, un tipo simpático que nos trataba de tú a tú y que, generoso, siempre buscaba en tu juego elementos positivos. Halagaba mi volea, la rapidez de mis movimientos, mi impulsivo juego en la red, la fuerza de mi revés a dos manos, pero también me advertía sobre la necesidad de ser constante, de procurar afrontar todos los puntos con parecida disposición anímica. Decía que “en la vida no debes venirte abajo aunque el marcador vaya en contra”. Zurdo y con la potencia de mi golpe, podía aprender a jugar muy bien.

Aquellos tipos, que nos hacían sonreír por sus movimientos de madera cuando ejecutaban un saque levantando noventa grados la pierna izquierda, como si fuesen a comenzar a andar a la pata coja, o que resoplaban al subir a la red, tenían un juego poco vistoso pero devolvían todas las pelotas, como maniquíes dotados de algún sistema magnético que las atraía sin esfuerzo. Debíamos machacarlos pero, al final de la hora –los partidos duraban lo que el tiempo de reserva–, cuando se descubrían sus gorritas americanas y podíamos ver sus pelos enmarañados mojados por el esfuerzo, su aspecto menos vigoroso que el nuestro, casi siempre recibíamos en cambio un saludo consolador y, al cabo, victorioso. “Chicos, mañana os saldrá mejor.”

Había un tipo un tanto altivo, el más madrugador de la urbanización. Era profesor de instituto. Sobrepasaba el metro noventa y solía ir ataviado con una camiseta y gorra del mismo tono de color, un azul marino que contrastaba con sus pantalones blancos. Así como vestía siempre la misma ropa, siempre jugaba al mismo nivel, con una capacidad incansable para pelotear y pelotear hasta derrotar al contrario. No conocía los altibajos. Jamás nos invitó a jugar con él. Si nos acercábamos al banco situado frente a la pista para ver sus partidos no era tanto por su juego sino por disfrutar de la visión de Luisa, su hija, que a menudo era también su contrincante. Dos años mayor que nosotros, aquella chica guapísima, con una preciosa piel morena que podía quemar, nunca estaría a nuestro alcance. El vuelo de su falda era infernalmente morboso: sin dejar ver que movíamos levemente la cabeza, Mario y yo procurábamos que nuestros ojos lograran acceder al ángulo perfecto para ver sus bragas, que imaginábamos templadas por el sudor de su esfuerzo. Luisa era un animal perfecto y, como Steffi Graff, no tenía dónde guardar las pelotas de tenis. Mientras jugaba el punto, agarraba un par de ellas en la mano izquierda, lo que nos permitía, con su padre a unos metros de nosotros, hacer analogías entre aquellas bolas Penn y otras partes alborotadas de nuestros cuerpos. Intercambiábamos comentarios obscenos que terminaban chocando una y otra vez con la constatación frustrante de lo buena que estaba aquella casi mujer, al borde de la mayoría de edad, y de lo quinceañeros que seguíamos siendo.

A los pocos años de que mis padres vendieran aquella casa, me enteré de que el padre de Luisa, el vecino con el aspecto más saludable de la urbanización, había caído víctima de un cáncer fulminante. Quién sabe si su hija es hoy la bella mujer que prometía.

Entonces no estábamos al tanto de que las enfermedades existían. Aunque nuestros padres nos advertían. Si seguíamos pasando tantas horas metidos en la maldita pista de tenis, enfermaríamos. Recién comidos, a las tres de la tarde, nos escapábamos al cemento vacío. Hasta las cinco de la tarde nadie, excepto nosotros, se atrevía a exponerse a la flama. Dos horas que sumábamos a la reserva legal, más alguna otra de la que pudiéramos apropiarnos. Uno de los recuerdos más persistentes de aquellos días es el sonido de nuestros peloteos en la espectral sobremesa, superpuestos a la sintonía de El coche fantástico, que flotaba como un mantra escapado de los salones donde las familias torradas afrontaban la placentera siesta. Nuestro récord fue jugar una vez durante cuatro horas seguidas, dos de ellas a pleno sol, de lo que saqué una terrible insolación que me tuvo en cama un par de días. Prohibidas aquellas escaramuzas, mi madre me animó a quedarme durante esas horas viendo las aventuras de Kit, a echar una siesta, leer un libro o pegarme con una piedra en la espinilla.

El verano se llenaba de olores: el del césped recién guillotinado por la máquina de Damián; la humedad salina que se arrastraba desde el mar al amanecer y llegaba hasta tu cama, con su caricia pegajosa; las cremas hidratantes, su aroma desleído en la piel apenas te bañabas por la noche, antes de bajar a cenar con el pelo mojado, sin que el cuerpo desnudo se hubiese desclorado del todo; incluso la comida desprendía sus particulares aromas veraniegos, más intensos, más frescos. Todo olía bien. Sin embargo, apenas retengo olores vinculados con el tenis. En realidad, hay que esforzarse un poco más. Situarse de nuevo, por un momento, en ese lugar en que tantas horas pasé para recobrar el olor gomoso pero cálido de las pelotas recién sacadas de su bote envasado al vacío o el olor artificial del nylon de la red, cuando fallabas un smash sencillo y te volcabas sobre ella para morderla o golpearla secamente con la raqueta. El olor metálico del grafito, cuando esperabas al resto el saque y la acercabas todo lo posible al centro exacto de tu cara para devolver con igual facilidad de drive o de revés.

Y, claro, estaban los tenistas auténticos. La temporada de verano comenzaba con Wimbledon y nosotros, simbólicamente, no la despedíamos hasta que se disputaba el último torneo de Grand Slam, el Open usa, al que por entonces todavía se le denominaba Flushing Meadows. En aquella cancha norteamericana de cemento recreábamos nuestro propio aprendizaje veraniego. Si alguna vez llegábamos a jugar como profesionales, el lugar adecuado para nosotros era la pista dura de Flushing Meadows, New York. Veía con Mario todos los partidos que televisaban. Él, defensor del peloteo, alababa el juego del número uno, el checo Ivan Lendl. Ivan Lendl era la muralla infranqueable, el tipo duro y robusto cuyo rictus presagiaba algún tipo de maldad. Lendl podía ser el nazi de En busca del arca perdida, cualquier villano de la serie Bond, el tiburón de Tiburón. Si miraba fijamente a sus rivales era para desearles la muerte. No conocía la compasión y con su adustez uno imaginaba que aquellos intestinos no podían digerir tanta hambre de pelota. Era una máquina triste. Y a mí me gustaba el humor, lo creativo, la impulsividad. Los tenistas geniales, sin pensar en su ranking. Mi tenista preferido era otro checo: Miroslav Mecir. Un tipo barbudo, metro noventa de altura y desidia, que en ocasiones salía a jugar como si lo hiciera obligado para saldar una deuda mafiosa. Podía ser un rival frágil, asequible. Pero, cuidado, había días en que miraba al cielo y daba gracias por existir y estar en una pista de tenis. Entonces fabricaba arte con su raqueta. Subía a la red y voleaba con unos movimientos medidos pero muy naturales. No hacía aspavientos. Sonreía irónicamente cuando fallaba un golpe obvio. Era ágil, sin parecerlo. Estaba vivo, sus movimientos elegantes ensoñaban. Me fascinaba aquella forma de jugar y lo imitaba a conciencia. Apenas el punto comenzaba, también yo corría hacia la red y buscaba la volea para sentir ese instante decisivo en que tu cuerpo, con rapidez absoluta, se prolongaba en la raqueta y alcanzabas un lugar que parecía inalcanzable. Cerrabas el pasillo del passing shot, esmachabas con contundencia, devolvías con un suave golpe de muñeca un bote pronto. Mario comenzó a llamarme “el gato Mecir”, seguramente complacido en mi juego, que, gracias a aquel furor imitativo y a mis numerosos errores, le permitía superarme con una rapidez asombrosa.

Mecir y Lendl disputaron la final del Open usa del 86, que fue el primer verano en que jugamos al tenis. El verano de nuestros quince años se cerró con aquel duelo entre checos. Confié en Mecir, en que su arte apareciera aquella tarde de agosto, que fuera su día y aplastara al villano, pero lo cierto es que Ivan Lendl, con su imborrable rictus de destripagatos, le pegó una paliza inolvidable. Ganó el último set por seis a cero. Dolido, comencé entonces a admirar realmente a Mecir, al viejo Mecir, que tenía seis años más que nosotros. Otra generación. Lejana.

Entregados los trofeos en Nueva York, se acababan el tenis y el verano. Durante los diez meses del año en que no pisaba una pista las raquetas pillaban polvo en un altillo de casa. Los primeros días de vuelta a Almería lamentaba el regreso de la normalidad, el día a día en la ciudad, los estudios, pero luego llegaba el chapuzón apasionado en la lectura, las chicas de las que uno vivía enamorado, y no echaba de menos aquella insolación de tenis.

El verano pasado me encontré en el hospital con Mario. Es cirujano, y me contó que dejaba su plaza para irse con su mujer, médica en paro, a Estocolmo. La situación lamentable de la sanidad pública lo empujaba a marcharse lejos de España. Confiaba en que, con las ayudas suecas, podrían plantearse tener su primer hijo. Nos despedimos con un abrazo. Cuando las puertas del ascensor se cerraban, lo vi con el fonendo colgando del cuello como solía colgarse entonces la toalla y me vino su imagen, tan distinta, esperando al resto mi potente saque, dispuesto a iniciar, como yo, otra lucha contra nuestras insalvables limitaciones. Entonces advertí que no habíamos mencionado en nuestra conversación aquellos veranos, tres o cuatro, en los que el tenis fue lo más importante de nuestras vidas y nosotros –sí, nosotros– dos de los grandes jugadores del momento. ~

 

 

 

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