Irán: El precio de la ilusión

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Producida la sorprendente elección de Mahmud Ahmadineyad como presidente de Irán, pasó a primera plana de los diarios, especialmente en los Estados Unidos, su pasado como militante radical en la revolución islamista de 1979, y su intervención en la ocupación de la embajada norteamericana en Teherán. La sensibilidad ante este tema resulta lógica en el país que sufrió la afrenta, pero ello dista de ser tan significativo como parece a primera vista. Igual que ha ocurrido en España con los dirigentes de ETA de aquel tiempo, los más destacados protagonistas de la ocupación han revisado en profundidad sus posiciones y hoy figuran en el campo reformador. Más preocupante resulta la información procedente del ministerio del Interior austriaco, según la cual Ahmadineyad habría tenido una participación activa en el asesinato por un comando gubernamental iraní de un líder kurdo de oposición en Viena, en 1989. Esta circunstancia marcaría un punto de enlace entre la militancia juvenil como revolucionario, su actuación en el seno de los pasdaran, guardianes de la revolución, y su fidelidad a los principios radicales del jomeinismo, sostenidos hasta la fecha. Estaríamos en este caso, no sólo ante un restaurador vocacional de los contenidos socio-religiosos revolucionarios que la primavera de Jatami logró atenuar, sino ante un posible heredero de la corriente que en los años 80 confirió a la actuación de la teocracia iraní una dimensión agresiva, poniendo en práctica un terrorismo de Estado aplicable tanto a los enemigos interiores como a los exteriores en nombre del Islam. Es sólo una posibilidad, pero a la vista de los intentos de conversión del país en potencia nuclear y de la caótica situación regional después de la guerra de Irak, su simple existencia entraña un alto riesgo para todos, incluidos los intereses occidentales y el pueblo iraní.
     Lo peor es que la sorpresa electoral de junio encaja a la perfección con los datos disponibles acerca de la honda desmoralización de los reformadores ante el fracaso político de Jatami, el desprestigio de la elite clerical y el malestar imperante en unas capas populares, urbanas y en gran parte juveniles, golpeadas por la crisis. En términos electorales, una vez desvirtuada la participación reformista, y con un electorado que en la primera vuelta mostró tanto un deseo de cambio como una alta inseguridad en sus opciones, lo que tuvo lugar, antes que el triunfo de Ahmadineyad, fue el rechazo a Rafsanyani, el hombre del sistema. Fue una de esas crisis políticas a las que aludió Antonio Gramsci: cuando un sistema de dominación ha agotado sus posibilidades, es incapaz de generar consenso. En los años de Jatami, la escena política estuvo presidida por el pulso permanente entre las demandas de cambio, procedentes de los sectores laicos de la sociedad civil, e incluso también del clero moderado, y la resistencia a ultranza practicada por los dirigentes y las instituciones del sistema de poder hierocrático. Incapaz de asumir la necesidad de la prueba de fuerza, tanto en el momento de la movilización estudiantil de 1999 como al ser rechazados los candidatos reformadores en 2004, Jatami protagonizó el fracaso de su experimento de democratización.
     El posibilismo a ultranza de muchos de sus seguidores, en especial de los diputados en el Parlamento de mayoría reformista entre 2000 y 2004, actuó en el mismo sentido, tal y como explica Azadeh Kian-Thiébaut en su excelente librito La República islámica de Irán: “Estos reformadores no protestaron cuando el Consejo de Vigilancia descalificó a los candidatos que rechazaban en público la sumisión al guía; tampoco protestaron contra la represión brutal de las manifestaciones estudiantiles, ni se opusieron a la voluntad del guía cuando éste intervino en persona para impedir al sexto Parlamento que votase un proyecto de ley sobre la prensa, susceptible de protegerla de la arbitrariedad; ni siquiera protestaron cuando más de veinte periódicos reformadores fueron prohibidos y los periodistas encarcelados. Para muchos iraníes, el enfrentamiento sólo concernía a las ‘gentes del régimen’, los llamados khodi, o al círculo del poder”.
     El estudio de la socióloga franco-iraní ha visto la luz este mismo año, pero el desencanto ante la falta de empuje verdaderamente reformador de Jatami quedó ya reflejado en lúcidos trabajos anteriores, como en Irán: la ilusión reformista, de Mamad-Reza Jalili (Sciences Po, París, 2001). Por debajo de mutaciones en el estilo político, en la aplicación de las leyes y en la apertura inicial a una efectiva libertad de expresión, las formas jurídicas y extrajurídicas de represión se mantuvieron, no sólo sin alternaciones de fondo, sino sin que el mismo Jatami se preocupase demasiado por las violaciones de los derechos humanos que tenían lugar bajo su mandato. Jatami hizo más digerible la dictadura hierocrática, abrió el camino para que las expectativas sociales a favor del cambio se manifestaran, pero luego permitió que las estructuras de poder se mantuvieran indemnes. Su comportamiento durante la última campaña electoral y tras conocer los resultados de la misma siguen fieles a la lógica del sistema. La declaración del 2 de julio subraya este aspecto al prestar apoyo al nuevo gobierno y evocar con optimismo el balance de su gestión. Sólo la mención de una supuesta “guerra psicológica” sufrida por su gobierno alude remotamente al bloqueo de las reformas que prometiera al asumir la presidencia.
     Nada tiene de extraño que entre frustraciones y represión el campo de sus seguidores resultase desmantelado, y que al seguir en pie el desprestigio de las cabezas visibles del sistema, el péndulo oscilara en dirección opuesta, hacia una opción populista que denunciaba la degeneración experimentada por los contenidos igualitarios de la revolución y que prometía un incremento sustancial en la acción asistencial del Estado. Por otra parte, era lo que el jomeinismo había prometido en su día y lo que quedaba recogido en el propio texto constitucional, cuyo artículo 29 fija el deber de implantar la justicia social y erradicar la pobreza.
     Ahmadineyad ha sido elegido para dar cumplimiento a tal exigencia, frente al relanzamiento de los intereses capitalistas desde el interior del sistema que representaba la candidatura de Rafsanyani. Paradójicamente, su falsa alternativa, como barrendero imaginario al servicio de la nación, viene a reforzar ese mismo sistema en el plano político, inyectándole el espíritu militante de los primeros tiempos. La prioridad otorgada a la “justicia social”, es decir, a la proyección asistencial a favor de los necesitados, podrá hacerse tal vez sin excesivas correcciones al modelo de peculiar liberalismo de Estado en curso, gracias a la subida en flecha de los ingresos petroleros. El pleno acuerdo que cabe esperar entre Alí Jamenei, guía de la revolución, y el nuevo presidente en materia de ortodoxia religiosa, podrá prolongarse hacia la esfera social, que en otro caso registraría las fricciones entre quien defiende a ultranza los privilegios del monopolio parcial de poder ejercido por las instituciones religiosas y el recién llegado, cuyo propósito inmediato parece ser la reducción de la desigualdad registrada en las dos últimas décadas.
     Para los observadores demócratas, la problemática iraní se centra en la confrontación del poder clerical, la hierocracia sólidamente instalada a favor de la Constitución de 1979, con la figura carismática del guía de la revolución heredero de Jomeini en el vértice, y un componente subalterno de naturaleza democrática, orientado hacia la laicización, que al amparo del mismo texto constitucional consiguió recoger las pulsiones de cambio emanadas de la sociedad civil en los años dorados de la primavera de Jatami. Esta consideración del tema es en lo esencial válida, y permite escapar a la falacia sociológica, que en Francia propuso Fariba Adelkhah en su libro La revolución bajo el velo, y que en España expone Gema Martín Muñoz. De acuerdo con esta interpretación, el balance de la revolución islamista sería abiertamente positivo, incluso en el terreno de la presencia social y política de la mujer, habiendo generado una sociedad civil que por sí misma constituiría el factor esencial de cambio, siempre que se supiera escapar a la “perversa” elección entre conservadurismo y reformismo. En suma, la República Islámica sería un marco democrático, y en consecuencia los observadores exteriores deberían respetar la especificidad derivada de la creencia religiosa. Es una interpretación comparable a la de aquellos que en su día presentaron el desarrollo español del periodo 1959-1975 como una realización del régimen de Franco. Una cosa es que bajo el dominio de los ayatolás Irán haya cambiado sustancialmente, y experimentado importantes cambios de signo modernizador, y otra ignorar que de los aludidos procesos, unos, por ejemplo en el terreno de la incorporación de la mujer al trabajo, suponen una continuidad respecto al pasado imperial —con un retroceso en el plano de los derechos y del respeto a una imagen no impuesta de la mujer—, y otros, responden a una dinámica propia, que en el caso iraní siempre viene favorecida por los ingresos de la exportación de crudo. También en este punto, la configuración de un poder oligárquico, anclado en la fusión de clero y Estado, ha actuado mucho más como agente de estrangulamiento de la modernización que como factor positivo. La coyuntura actual lo refleja inequívocamente.
     Detrás de la fachada del poder político de la hierocracia shií se encuentra una enorme concentración de poder económico dentro de un sistema altamente estatizado. Sólo la Fundación de los Desheredados constituye la más importante entidad económica de Oriente Medio (S. Behdad). Sus propiedades incluyen empresas de todo tipo, desde la industria textil a la hostelería. La preservación de esta estructura monopolista en situación de privilegio está a salvo de cualquier ataque, ya que su protector es el propio Alí Jamenei; de ahí su inquina contra los diputados que intentaron controlar en el Parlamento las actividades de las fundaciones. La decisión de exonerar del pago de impuestos a las siete fundaciones religiosas más importantes fue obra del propio guía. “La invalidación inédita de los candidatos reformadores para las legislativas de febrero de 2004 para el séptimo Parlamento —escribe Kian-Thiébaut— tenía asimismo como objetivo salvaguardar los intereses de la oligarquía político-económica y de sus aliados, que podían verse amenazados por las investigaciones y por los proyectos de ley de los diputados reformadores”. No todo es, pues, espiritualidad religiosa en los planteamientos represivos de la elite clerical. Conviene recordar que la oposición abierta de Jomeini al Sha no comenzó por discrepancia religiosa alguna, sino como rechazo a la desamortización de las propiedades agrarias adscritas a las fundaciones religiosas que intentaba Reza Pahlevi.
     Se trata de un sistema económico en el cual las malformaciones originadas en la estatización y en el poder económico vinculado a la religión se ven compensadas por los ingresos petroleros. En 1998, sólo el 29% de los ingresos procedía de impuestos, pagados además en su mayor proporción por asalariados, mientras un 30% del gasto público se dedicaba a la acción asistencial. La rigidez burocrática y la corrupción actuaban en el mismo sentido a la hora de coartar el desarrollo de unas clases medias urbanas, las cuales, a pesar de todo, mantenían la presencia social y económica ya adquirida en tiempos del Sha, buscando frente al establishment religioso una liberalización económica y de las costumbres, y por supuesto la afirmación de un régimen democrático liberado del dominio clerical. Al lado de ellos, una masa de universitarios, la mayoría de ellos mujeres, trataron de romper, a través del apoyo en las urnas y en la calle a Jatami, el cerco del poder religioso. El impresionante crecimiento de la educación y la apertura al capital extranjero han creado las bases culturales y económicas para esa transformación a que aspira la clase media. Es así como ante las cortapisas que hubo de sufrir la prensa escrita, la explosión de Internet propició una auténtica revolución aún en curso. Una producción cinematográfica de excelente calidad, desde El círculo a Bajo la piel de la ciudad, casi siempre con la inferioridad de la condición femenina en primer plano, es asimismo reflejo de la intensidad de la presión por el cambio. Sólo que los cauces políticos para ese cambio fallaron estrepitosamente, por el simple motivo de que el poder religioso no estaba dispuesto a tolerar un desarrollo del asociacionismo político apoyado en la libertad de prensa.
     Los zigzag del periodo jatamista encubren la cuestión de fondo. Lo esencial es que en estos ocho años fue puesta a prueba la dualidad de poder entre instituciones religiosas y democráticas. La ley fundamental reflejaba el doble componente de la movilización revolucionaria que dio en tierra con el régimen de los Pahlevi, y lo hacía de acuerdo con el diseño hierocrático del Imam Jomeini: estaba dispuesto a aceptar la participación del pueblo a través de mecanismos propios de una democracia, siempre que estuvieran bajo control de instituciones que garantizaran la islamización de la sociedad. El concepto de velayat e-faqih, gobierno del faquí o jurisconsulto islámico, acuñado por Jomeini en su exilio de Nayaf, encontró una traducción estricta en el funcionamiento del régimen durante los diez años que siguieron a la toma del poder. Incluso cuestiones que inicialmente no le correspondían, como las relaciones exteriores, cayeron en la bolsa del guía. Poco antes de morir, una oportuna diferencia de opiniones, y las advertencias de sus consejeros, Hashemi Rafsanyani en primer plano, hicieron que Jomeini cambiase el orden de sucesión, eliminando a un ayatolá Montazeri que contemplaba el velayat e-faqih como vigilancia, no injerencia, e impusiera como sucesor a Alí Jamenei, de encefalograma plano en cuanto a la construcción teológica pero versado en los manejos del poder político-religioso conquistado en 1979. Una vez termina la guerra con Irak, Rafsanyani permitió relanzar la economía y las expectativas de normalización política, ante la clara incompetencia de la gestión clerical. La victoria de Jatami recogió esa ola popular e hizo pensar como mínimo en un reequilibrio entre poder hierocrático y democracia. Las elecciones municipales de 1999, las parlamentarias de 2000 y las presidenciales de 2001 fueron la expresión de esa esperanza. La reacción del guía y de sus soportes institucionales, terrorismo selectivo incluido, dejaron ver que sólo un enfrentamiento abierto era capaz de alterar las relaciones de fuerza. Y como sabemos, Jatami prefirió evitarlo.
     El único antecedente del sistema iraní corresponde al régimen de doble poder, de consejos políticos y religiosos, establecido por el calvinismo en la Ginebra del siglo XVI. La preeminencia de lo religioso caracterizaba también este modelo, sólo que la acción de censura operaba sobre las personas, no sobre las instituciones, por lo cual desde ese punto de partida de dependencia, el calvinismo político figura entre los antecedentes de la democracia. En el régimen de los ayatolás, el guía asume el poder efectivo y el Consejo de Vigilancia facilita al clero shií no sólo la posibilidad de vetar cualquier reforma, sino de segar por la base el proceso democrático mediante la eliminación de los candidatos de oposición. Luego todo se desarrolla con normalidad, pero a partir de una auténtica castración de la democracia, ejecutada una y otra vez, sobre todo en las elecciones de 2004 y 2005 al servicio estricto de la hegemonía clerical. Bush y sus consejeros tienen razón en este punto. La representación democrática en Irán es un fraude; bien orquestado, como se ha visto en las últimas elecciones con el alto porcentaje de participación electoral, pero fraude irremediable. Por una triste paradoja, la primavera cuasi democrática de Jatami ha servido para la organización eficaz de los integristas, reunidos en el grupo de los Abadgaran, o promotores. Son los jóvenes lobos que constituyeron el ejército de maniobra de la revolución, e integraron los cuerpos de pasdaran y basiyis, y constituyen hoy el principal punto de apoyo de Mahmud Ahmadineyad.
     Desde su tumba, el Imam Jomeini puede sentirse satisfecho ante el desenlace de las tensiones abiertas por Jatami. Al timón del Estado sigue firme su sucesor Jamenei, quien ha probado su capacidad para combinar todo tipo de recursos contra las reformas, y ahora acaba de llegar a la presidencia un hombre cuyo principal propósito parece consistir en la recuperación del ideal revolucionario, oscurecido por las elites del poder. Casi desde su mismo origen, el cuerpo de los guardianes de la revolución islámica, los pasdaran, de los que formó parte el hoy presidente electo, manifestaron sus críticas contra el conformismo de los clérigos gobernantes hacia los poderes económicos. Jomeini veía en ellos un pilar indispensable de la revolución, necesitada ahora de un relanzamiento. Una vez más, por añadidura, las circunstancias externas favorecían el retorno a la ortodoxia. El incremento de los ingresos petrolíferos hará posible el desarrollo de una política de transferencias a los sectores populares, y la agresión norteamericana a Irak sirve de base para la coartada nacionalista.
     El alcance de la regresión está por ver; pero que las reformas quedarán bloqueadas resulta incuestionable. En su gestión como alcalde de Teherán, con el éxito en su haber de la regulación del tráfico, Ahmadineyad apuntó ya su intención de hacer visible un orden islámico estricto. La increíble libertad que cree contemplar en la sociedad iraní puede ser inmediatamente reconducida sólo con la aplicación estricta de la normativa vigente en lo que concierne al vestido femenino. Y la aplicación más rígida de la sharía. Ese signo de “rebelión” que la periodista Ángeles Espinosa de El País cree ver en el chador de la mujer religiosa iraní, tendrá todas las posibilidades de afirmarse. De momento, el ex alcalde promete respetar el desarrollo relativamente libre de Internet. Está por ver. Cuando habla de libertad, su discurso no puede ser más confuso ni preocupante.
     Lo que está claro en Mahmud Ahmadineyad es el enlace entre nacionalismo y religión. El desarrollo económico deberá estar protagonizado por iraníes. Irán no admitirá injerencia alguna a la hora de fijar sus relaciones internacionales y de hacer avanzar su programa nuclear. Las expectativas pasadas de una evolución que siguiera la pauta del acuerdo de 2002 con la Unión Europea, al que tal vez pudieran sumarse los Estados Unidos, quedan congeladas. “Continuaremos las negociaciones con los europeos —declara— con el fin de salvaguardar nuestros intereses nacionales y enfatizando el derecho de la nación iraní al uso pacífico de la energía nuclear”. Es lo mismo que ha declarado el guía de la revolución, Jamenei. Además, en la línea de su adversario Rafsanyani, la oposición a la existencia misma de Israel es tajante.
     La política exterior del nuevo presidente puede así encajar a la perfección con la actitud de los neoconservadores norteamericanos que insisten en el peligro que entraña el gobierno iraní, miembro del “eje del mal”. La batalla decisiva corresponde aquí a la Unión Europea, en su intento de frenar el acceso de Irán a la condición de potencia nuclear, pero si este paso acaba dándose, y con el complemento de los mísiles iraníes que pueden perfectamente alcanzar ese Israel que para los ayatolás sobra en el mapa, la agudización de los riesgos de conflicto en la zona está servida. La experiencia del jomeinismo en el pasado no autoriza demasiado optimismo, ya que ese conflicto exterior, cuyo prólogo está escrito en Hezbolá del Líbano, puede ser utilizado para salvar las tensiones internas entre la hierocracia y la sociedad civil.
     Por otra parte, si pensamos en el antecedente de los pasdaran y del terrorismo selectivo de Estado puesto en práctica de modo recurrente por los gobiernos iraníes del pasado, tampoco cabe excluir que la represión desborde los límites de una legislación ya suficientemente coactiva. Incluso en la era Jatami, la acción contra sus seguidores, animada para algunos como el periodista Akbar Ganji por el propio Rafsanyani, y cubierta por el guía, combinó los procesamientos de renovadores con los asesinatos nunca castigados de intelectuales reformistas. Ahmadineyad promete otros modos al explicar su futura política. “En la escena interior, la política gubernamental estará basada en la moderación y todo extremismo no sólo será evitado, sino que será tratado con severidad”. Ello significa que el espíritu de los pasdaran resulta definitivamente enterrado. Los hechos dirán si la promesa va a ser cumplida y la construcción de la “sociedad islámica ejemplar” tolera un nivel suficiente de pluralismo. –

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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