Flotilla
El asalto por parte del ejército israelí a la flotilla que intentaba romper el bloqueo sobre Gaza fue una chapuza sangrienta. Todavía quedan datos por conocer y las versiones son contradictorias. Hay juristas que dicen que un país puede intervenir en aguas internacionales para defender un bloqueo legal, e Israel asegura que sus soldados actuaron en defensa propia. Pero sin duda la operación estuvo mal diseñada. En otras ocasiones, el ejército israelí ha dejado pasar los barcos o ha impedido que llegaran a Gaza sin abordarlos. El asalto al Mavi Marmara puso en peligro la vida de sus soldados, provocó la muerte de nueve civiles y la condena internacional.
La flotilla no era una expedición humanitaria sino una provocación propagandística, organizada por Gaza Freedom March y la turca Insani Yardim Vakfi, que numerosos organismos han vinculado al fundamentalismo islámico y a Hamás. A Gaza, bloqueada desde el ascenso al poder de este partido en 2007, entra ayuda humanitaria por tierra, así que los activistas podrían haber empleado ese medio para enviar asistencia. Podrían haber aceptado las ofertas de inspección y distribución de Israel y Egipto, los dos países que mantienen el bloqueo, o recurrido a las misiones internacionales en el territorio. En principio, una iniciativa humanitaria preferiría entregárselo a ellas en vez de a una organización de ideología totalitaria (el 3 de junio el coordinador de Naciones Unidas para el proceso de paz en Oriente Medio Robert Serry denunció el asalto y saqueo por parte de Hamás a oficinas de organizaciones no gubernamentales en Gaza City y Rafah). En la flotilla iba gente comprometida con la paz. Pero también había otras personas dispuestas a combatir, e incluso a convertirse en “mártires”. A los organizadores cualquier cosa les venía bien. Si los barcos llegaban, era una victoria. Si no lo hacían, tampoco les perjudicaba. Como señalaba una declaración previa de Gaza Freedom March, “una respuesta violenta por parte de Israel dará nueva vida al movimiento de solidaridad con Palestina, centrando la atención sobre el bloqueo”.
La intervención israelí desató una oleada de protestas en todo el mundo. Algunas eran críticas legítimas y peticiones de información. También ha habido reproches de países que no pueden dar lecciones de casi nada, de Estados que no condenan acciones más graves, y otras reacciones rayan el absurdo. El escritor Henning Mankell, que viajaba en la flotilla, ha escrito que está pensando en retirar sus obras del país. En Madrid los organizadores de la marcha del Día del Orgullo Gay han retirado la invitación a una asociación gay israelí, porque no pueden garantizar su seguridad y porque las instituciones que patrocinaban su visita –como el ayuntamiento de Tel Aviv– no han condenado el ataque contra la flotilla. Al margen de la humillante o cínica concesión a la violencia que supone el argumento de la seguridad, vemos que quienes critican los castigos colectivos deciden vetar a los ciudadanos de un país, y que unos supuestos defensores de la libertad atacan al Estado que más derechos otorga a las mujeres y los homosexuales en su región.
El asalto ha provocado una moción de censura, la relajación del bloqueo, la creación de una comisión de investigación y ha deteriorado la imagen del país. Una de las consecuencias más graves es la tensión entre Israel y Turquía, su aliado histórico. Aunque ese país tampoco es un amigo muy recomendable. Turquía –que pertenece a la otan, sigue sin reconocer el genocidio armenio y persigue a quienes hablan de él– intenta ganar prestigio entre los países musulmanes y convertirse en un poder regional. Su primer ministro se esfuerza en socavar el laicismo del país, ha firmado junto a Brasil un acuerdo nuclear con Irán y ha defendido al presidente de Sudán, acusado de organizar crímenes contra la humanidad en Darfur, con el sorprendente argumento de que los musulmanes son incapaces de cometer genocidio. Turquía e Irán se han ofrecido a escoltar nuevos barcos que intenten romper el bloqueo.
El gobierno israelí parece cada vez más aislado. Se siente rodeado de enemigos e incomprendido por la comunidad internacional, y pierde la batalla mediática. Sus actuaciones reciben críticas más duras que las de otros gobiernos y la única democracia de Oriente Medio se ha convertido en la bestia negra de la izquierda mundial, que parece más dispuesta a condenar sus crímenes que las atrocidades de regímenes mucho más liberticidas. En las capitales europeas se ha escrito y protestado más por el asalto al Mavi Marmara que por la represión tras las fraudulentas elecciones iraníes del año pasado, por los millones de muertos en la guerra del Congo o el reciente hundimiento de un submarino surcoreano por parte de Corea del Norte que costó la vida a 46 personas. Se presenta a Israel como un país paranoico, histérico y violento; se le acusa de opacidad, de llamar antisemitas a sus críticos y de estar obsesionado con el Holocausto. Libération habló de un Estado pirata, y hemos visto muchas comparaciones entre el sionismo y el régimen del apartheid y el nazismo (en un chat con el periódico Público el español David Segarra, que viajaba en la flotilla, limitaba el paralelismo al apartheid, y pedía no abusar de “la memoria de las víctimas de la segunda guerra mundial entre las que hay 20 millones de rusos y 6 millones de judíos”, una equivalencia entre los muertos de una guerra durísima y un exterminio sistemático que es una forma clásica de relativizar el genocidio, y de deslegitimación). Hay una visión romántica del desdichado pueblo palestino, y se olvida que en Gaza la población también sufre a Hamás, una organización terrorista fundamentalista bajo la que ningún ciudadano de una democracia liberal querría vivir ni un segundo. Hamás suscribe la superchería de los Protocolos de los sabios de Sión, ha lanzado miles de cohetes contra los civiles israelíes y no quiere una solución de dos Estados, con las fronteras anteriores a 1967, sino la destrucción del Estado de Israel. Con esa premisa es difícil llegar a un acuerdo.
El doble rasero internacional y las amenazas que sufre Israel tampoco deben impedir las críticas a sus errores, ni preocuparse por la derechización de parte de su sociedad, por el ascenso del fanatismo religioso entre los colonos, por las declaraciones racistas de Lieberman y las acciones de un gobierno que parece peligrosamente ensimismado, o preguntarse por la conveniencia de mantener un bloqueo que dificulta los ataques pero castiga a la población de Gaza y enriquece a los contrabandistas. Israel tiene derecho a defenderse y no puede renunciar a la fuerza, pero, como Amos Oz, creo que a la idea del fanatismo no sólo se la derrota por la fuerza, sino también con otra idea mejor, y que un acuerdo con Mahmud Abbas y su gobierno de cara a la creación de un Estado palestino –con las fronteras anteriores a la Guerra de los 6 días, la capital en Jerusalén Este, retirada de asentamientos e intercambios de tierras– contribuiría a aislar a Hamás y sus ideas asesinas. Parece complicado y han fracasado varios intentos, pero sería la forma de alcanzar, en palabras del filósofo israelí Avishai Margalit, no una paz justa –en nombre de la cual a veces pueden cometerse aberraciones tremendas– sino sólo una paz. ~
– Daniel Gascón
El problema del humanitarismo
El sangriento asalto de Israel contra el mv Mavi Marmara ha desatado un debate centrado en gran medida en la pregunta de si quienes viajaban en la flotilla Gaza Libre eran humanitarios, activistas por la paz o partidarios de Hamás. La interpretación benévola y sobre todo despolitizada fue que eran humanitarios que llevaban ayuda a un pueblo sitiado que la necesitaba con urgencia. Esta perspectiva quedó sintetizada en un cartón publicado en Le Monde dos días después del incidente: en él aparecía un pequeño barco lleno de figuras de palo con las manos alzadas y rodeadas por gigantescos rifles que les apuntaban; la leyenda se reducía a una palabra: “Humanitarios”. Por otro lado, el columnista conservador Christopher Caldwell escribió en el Financial Times que quienes iban a bordo del Mavi Marmara tenían un objetivo no sólo humanitario sino militar –romper el bloqueo israelí a Gaza– y que por ello se habían vuelto parte del conflicto, blancos muy apropiados para el ejército de Israel.
Ambos puntos de vista son extrañamente binarios y, por ende, ocultan más de lo que revelan. Resulta absurdo afirmar que la misión de Gaza Libre era exclusivamente humanitaria: así lo han aclarado la líder del movimiento, Greta Berlin, y ciertas celebridades que viajaban en el Mavi Marmara y han escrito sobre el incidente, como el novelista sueco Henning Mankell. Uno no tiene que coincidir con la postura de Caldwell de que la flotilla cumplía una misión militar para creer que desempeñaba una función política. Al mismo tiempo, asegurar que el factor humanitario era una especie de bandera de conveniencia que escondía un fin político, como han sugerido los partidarios de Israel, es ignorar por completo en qué se ha transformado e incluso qué ha sido la acción humanitaria desde hace largo tiempo.
Visto con frialdad, sin afanes partisanos, el incidente con la flotilla Gaza Libre representa no sólo un momento crucial en el conflicto palestino-israelí sino la extraordinaria victoria de una idea que se discute ad nauseam pero que rara vez se pone en práctica con tal éxito: la capacidad que poseen los actores no estatales que no constituyen formaciones militares –Caldwell debería volver a estudiar el derecho humanitario internacional y el principio de proporcionalidad en la guerra– para provocar resultados políticos en zonas de conflicto. Antes del ataque contra el Mavi Marmara no había señales ni del lado de Israel ni de Egipto para modificar el bloqueo; tampoco se sentía una verdadera presión por parte de actores externos de peso, sobre todo Estados Unidos, para que los dos países hicieran algo al respecto. Hoy Egipto ha abierto su frontera con Gaza, el primer ministro Netanyahu se refiere a la necesidad de repensar el bloqueo y, pese a lo que digan en público y a los obstáculos que pongan en el Consejo de Seguridad de la onu, el gobierno de Obama está presionando a los israelíes para que sigan el mismo camino.
Pero estas ramificaciones para los palestinos, para Israel y para las naciones vecinas son sólo una parte de la historia. Nos guste o no, el triunfo de la flotilla Gaza Libre –o, dicho de otro modo, la victoria pírrica de Israel– significa la cristalización de la idea del papel central que las organizaciones no gubernamentales juegan en la geopolítica global. Y allí es donde entra el humanitarismo, ya que una de las principales nociones del movimiento humanitario moderno –con la excepción del Comité Internacional de la Cruz Roja y, al menos durante las últimas dos décadas, la sección francesa de Médicos Sin Fronteras– ha sido insistir en que la soberanía nacional simple y sencillamente no puede ser usada por los Estados para comportarse como les venga en gana, sea con sus propios ciudadanos o –como en el caso de Gaza– con pueblos que juzgan hostiles y que se encuentran bajo su control.
Bernard Kouchner, uno de los fundadores de Médicos Sin Fronteras –expulsado del organismo hace varias décadas pese a lo que a veces insinúa–, escribió acerca de un derecho a la intervención que necesitaba ser añadido a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al igual que muchos de sus colaboradores más próximos, incluyendo a Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann, Kouchner ha sido en buena medida un partidario de Israel. Pero leamos sus palabras, escritas en 1987 como prólogo a un libro sobre el derecho a la intervención, a la luz del incidente con la flotilla Gaza Libre: Nosotros, en el mundo exterior –señala–, deberíamos negarnos a aceptar que no podemos intervenir para ayudar a gente necesitada “sobre la base de la soberanía estatal y de que una nación es ‘propietaria’ del sufrimiento [de sus ciudadanos]”. Kouchner agrega que no se debe permitir que la prohibición de estas intervenciones no estatales por parte de las autoridades relevantes –aquí volvemos a Caldwell– pase por encima de la necesidad o la moralidad.
En el mismo libro, André Glucksmann escribió con clarividencia que la intervención humanitaria (no gubernamental) había ido “ganando enorme poder a un ritmo constante”. Él y Kouchner estaban en lo correcto, sólo que no en la manera en que pensaron o quizá incluso previeron. Sin lugar a dudas: en términos de la historia de la intervención humanitaria, la flotilla Gaza Libre es una extensión perfectamente lógica del Barco para Vietnam de Kouchner, el proyecto lanzado en 1979 durante el éxodo de la “gente de los barcos”, o de los activistas pro Sudán del Sur o pro Darfur que una y otra vez han entrado ilegalmente en Sudán –para seguir a Caldwell y aquellos que han argumentado en una vena similar– en violación del derecho legal del gobierno sudanés de prohibirles el ingreso en una zona de guerra. Sin lugar a dudas: el propósito fundamental de la intervención humanitaria era justo que las ong y la sociedad civil tuvieran el derecho y la obligación de responder con actos de apoyo y solidaridad a personas necesitadas o sujetas a represión o miseria por parte de las fuerzas que las controlaban, sin preocuparse por lo que pensaran los gobiernos involucrados.
Por supuesto, cuando Kouchner, Glucksmann, Lévy, Mario Bettati –el académico italiano– y sus colegas elaboraron el derecho a la intervención, pensaron que de algún modo se aplicaría únicamente a Estados totalitarios: un punto que Lévy subrayó indignado en un reciente artículo en Libération en el que defendía a Israel de las críticas recibidas por los crímenes a bordo del Mavi Marmara. Pero olvidemos totalmente el hecho de que los activistas de Gaza Libre creen en efecto que Israel es un Estado apartheid: el punto general y no centrado en el Medio Oriente que se debe subrayar es que imaginar que la intervención humanitaria podría ser de alguna manera propiedad exclusiva de Occidente es tan insensato como afirmar que en el siglo xix el poder estatal será un monopolio casi exclusivamente occidental. Más que insensato: en retrospectiva fue una absoluta locura sostener esta tesis, o para decirlo con mayor precisión, no pensar con seriedad cuál sería el verdadero aspecto de la acción humanitaria en un mundo multipolar.
Y justo cuando entidades como la Organización de Cooperación de Shanghái –por más embrionarias que sean– nos dan un atisbo de cómo será ese mundo multipolar (la nueva agresividad de Brasil, que al igual que Irán desafía muy a menudo los deseos de Estados Unidos, es otro buen ejemplo), el tipo de intervención humanitaria practicado por grupos de beneficencia islámica como el ihh con sede en Turquía –que precisamente simpatizan con Hamás y tienen nexos con el ala del jeque Yusuf al-Qaradawi dentro de la Hermandad Musulmana– se vuelve el precursor de una clase de acción humanitaria no gubernamental que en las próximas décadas jugará casi con seguridad un papel destacado. Esto no es una opinión: es un hecho. Claro que los gobiernos occidentales podrían decidir, en respuesta, que después de todo el viejo sistema westfaliano que implicaba la soberanía estatal absoluta no era tan malo como se decía, y que en realidad no necesitamos lo que Michael Ignatieff alguna vez llamó “la revolución moral” que nos conducía a una era post-westfaliana. Pero incluso si se llegara a hacer esto, lo que parece poco probable, ya que desde tiempo atrás la democratización y los derechos humanos constituyen la auténtica garantía moral para la globalización, lo cierto es que no se puede frenar esta nueva versión de la acción humanitaria –sumamente partisana, sumamente política– aun si según los cánones del humanitarismo clásico resulta ser un concepto erróneo.
Una vez más, lo nuevo de este asunto no es que el ihh sea apoyado y hasta alentado por el Estado turco o al menos por figuras de alto rango en el partido akp del primer ministro Erdogan. La mayoría de las ong “de ayuda independiente” en Estados Unidos y Europa Occidental sobreviven básicamente gracias a subsidios del gobierno o a fondos de la onu que a su vez vienen de gobiernos donantes con amplios recursos. El propio Bernard Kouchner pasó de ser líder de un grupo privado de ayuda a ministro de Salud y después ministro de Relaciones Exteriores y Europeas. Y durante las administraciones de Blair y Brown en el Reino Unido se estableció una puerta giratoria virtual entre el dfid, el Ministerio Británico para el Desarrollo Internacional, y Oxfam, la ong privada. Y todo financiamiento gubernamental, lo sabe cualquiera que conozca los principios esenciales de las ong, implica un grado de control gubernamental sobre dónde y cómo operan tales ong. En el caso particular de las ong estadounidenses, estamos ante una situación de dependencia casi total del gobierno que se remonta a la época de Vietnam. Y hoy, en Afganistán, los así llamados Equipos de Reconstrucción Provincial son fruto de una colaboración entre el ejército, las ramas civiles del gobierno de Estados Unidos y las ong.
El quid de la cuestión es que, salvo en el Comité Internacional de la Cruz Roja y hasta cierto punto en la sección francesa de Médicos Sin Fronteras, la acción humanitaria siempre ha tenido objetivos políticos. Kouchner y los otros supuestos “médicos franceses” en Biafra no eran neutrales: apoyaban la secesión biafrana, lo admitieran o no. ¿Respetaron el bloqueo, algo que los polemistas pro Israel como Caldwell alegan que la flotilla Gaza Libre debió haber hecho para no convertirse en blanco militar? Claro que no. Como tampoco lo hicieron las ong que apoyaron a los muyahidín en Afganistán durante la guerra contra Rusia, por mencionar sólo el más obvio de muchos ejemplos. Pero, según parece, nadie en Europa occidental ni en Estados Unidos ha pensado a fondo qué ocurriría si los grupos musulmanes de ayuda, producto de gobiernos donantes tanto como sus contrapartes en Occidente, hicieran lo mismo.
A oídos occidentales sonaron bien las palabras que Sadako Ogata, entonces Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Refugiados, dijo en la época de la guerra en Bosnia: “No hay soluciones humanitarias para problemas humanitarios.” Tenía razón, y por eso siempre he sido un fundamentalista humanitario que rechaza la óptica “derecho humanista”, esa que ve el trabajo de ayuda humanitaria como un contexto para los derechos humanos, la construcción de la democracia y cosas por el estilo; me inclino más bien por un ideal humanitario de mayor modestia, que busque paliar y no transformar. Pero mucha de la misma gente que hoy se queja de la falta de neutralidad por parte de Gaza Libre llegó a secundar esta noción política e intervencionista de humanitarismo… esto es, cuando no era una realidad tan cercana. A todos, por supuesto, se nos debería permitir cambiar de opinión. Lo que resulta inadmisible, sin embargo, es fingir que no lo hemos hecho. ~
– David Rieff
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).