A Javier Marías le dan miedo los perros. No pasa nada, no ha de ser la infancia patria exclusiva de las fobias. Pero Javier Marías también es orgulloso como para admitirlo. No lo culpo: yo también soy una persona muy orgullosa. Así que, en lugar de reconocerlo, nos dedica una columna a todos los que tenemos un can, ‘Perrolatría’ se llama, para acusarnos de “copiar con servilismo las imbecilidades” de los norteamericanos y de querer imponer nuestra “beatería por los chuchos” a no sé quién.
Pueden suponer que la columna de Marías está cuajada de adjetivos, como gusta de escribir él, que nos dejan a los propietarios de perros en lugar no muy digno. Ya en el primer párrafo se cumple la llamada ley de Godwin, que predice, en toda discusión, que la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. Hitler también tenía perro.
Los que son incapaces de disfrutar algo en lo que otros encuentran gran satisfacción y goce tienden a desdeñarlo como propio de gentes zafias y embrutecidas. Pasa mucho, por ejemplo, con el fútbol. Siempre que hay un gran partido, los negados para el deleite nos recuerdan que, mientras vemos correr a 22 tipos en calzones, hay niños muriendo de hambre en África. También hay los que nos hacen notar que ellos emplearán mejor su tiempo revisitando alguna obra maestra de, yo qué sé, Kurosawa. Pues vale. En descargo de Marías diré que, al menos, a él le gusta el fútbol.
Dice el novelista que los que tenemos perro exigimos variados “derechos” para nuestras mascotas. La verdad es que no. Solo puede ser sujeto de derechos aquel que ha sido dotado por la naturaleza de la libertad para ejercitarlos. Huelga decir que un perro no es libre. Lo que quiero es poder viajar con mi perra en el metro o llevármela a cenar. Incluso los que somos tan rudos como para tener mascota, sabemos discernir a qué sitios pueden acompañarnos y a cuáles no. A mi padre no se le ocurriría llevar a su perra Lía a un restaurante aunque la hicieran cliente VIP, pues, con toda probabilidad, terminaría comiéndose el chuletón de alguien.
Otra razón por la que a Javier Marías no le gustan los perros es que necesitan muchas atenciones, aunque él no haya de proveerlas. Al parecer, “lavados, peinados y esquilados a cargo de expertos”; y hasta “tratamiento psiquiátrico”. A esto, los científicos sociales llaman evidencia anecdótica. Y es que todo en la columna de Marías hace sospechar que su experiencia con los perros se restringe al ámbito de lo cinematográfico. También sostiene el novelista que no todos están libres de enfermedades y que se asustan solo con “oír el timbre”.
A mi perra Angie no le da miedo el timbre. De hecho, nunca he conocido a ningún perro al que asuste un timbre. Tampoco encuentro que esto pueda estimarse como prueba de lo problemático de un animal. Lo que a Angie sí le da miedo es la fregona, y también la escoba. Supongo que porque su anterior dueño tenía por costumbre pegarle con un palo. Ciertamente, tampoco está Angie libre de enfermedades. Cuando la recogieron, era apenas un saco de huesos. Había perdido el pelo de las patas y la cabeza, tenía el corazón y la sangre parasitados por gusanos, y la leishmania campaba por sus venas como por sus respetos. Hoy es una dóberman lustrosa con un tratamiento crónico para su leishmaniosis. Pero puede estar tranquilo el señor Marías: no se la puede contagiar. Si lo que le preocupa son los animales como vector de enfermedades, yo tendría más miedo de los humanos.
Conforme avanza la columna de Marías vamos vislumbrando que detrás del desprecio hay un hombre temeroso. Asegura el escritor: “El que va con perro porta un arma. Si está prohibido ir por ahí con una pistola o un cuchillo de ciertas dimensiones, no se entiende tanta permisividad con una bestia que obedecerá a su amo y que éste puede lanzar contra quien le plazca”. Efectivamente, aunque Marías lo desconozca, la administración considera que ciertos perros son “potencialmente peligrosos”. Por eso, quienes tenemos un perro que reúne ciertas características físicas de tamaño, peso y fuerza, necesitamos un permiso especial y un seguro. El test psicotécnico que debemos superar las personas que tenemos estos perros es el mismo que ha de aprobar todo el que quiera poseer un arma. Para intranquilidad del novelista, le diré que es un examen que superaría cualquier psicópata.
Y llegamos, por fin, al meollo de la cuestión. Cuenta Javier Marías que, en una ocasión, tuvo un encontronazo con un vecino, al que tilda de “misantrópico”, en el portal de su casa: “Mi reacción normal habría sido encararme con él. Pero el hombre sujetaba a un perro de aspecto fanático, que a su orden habría defendido a su dueño aunque éste no llevara razón”. Pareciera que el escritor quisiera disculpar en el perro lo que a sus ojos es una falta de gallardía. No se apure, señor Marías, no vamos a poner su hombría en entredicho porque no se atreviera a atizarle un puñetazo a su misantrópico vecino. Es más, celebro su civismo.
Pero hágame el favor de no hacer trampas con el lenguaje. Creo que era su madre la que decía que no había que ser rácanos con la lengua. Y es verdaderamente rácano atribuir a un animal un rasgo humano como el fanatismo, que ya sabe usted que la RAE define como “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”. Si un perro puede ser un fanático, entonces también tendremos que reconocerlo como sujeto de derechos.
Por lo demás, puede estar tranquilo el señor Marías. La inmensa mayoría de los perros son incapaces de entender una orden de ataque. Acabo de hacer la prueba con Angie, que ha acudido presta a lamerme las manos. Y con esto no me malinterprete, no quiero animarle a que le parta la cara a su vecino misantrópico la próxima vez.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.