Tenso y dispuesto como un luchador, con las piernas separadas, sostienes ante ti el coco previamente preparado, cáliz verde con el que podrías estar a punto de practicar libaciones. En cambio, has de levantarlo, mirar a través de él y verter el agua mohosa en tu garganta.
Entretanto, con un tajo del machete sobre el tablero, el vendedor va segando casquetes de jugo y corteza y decantándolos en un contenedor de plástico. Y si alguna vez pensaste en los cocos como un fruto opulento y pardo y fibroso, olvídalo. Son desproporcionados y desiguales, con jorobas pronunciadas, mercancía de buhonero apilada en la parte trasera de las camionetas, un muladar de cáscaras abiertas y fragmentos pelados y amarillentos.
Con todo, cuando tu anfitrión te dice, “ponte así”, y acerca el botín de aguachirle a tus labios, inclinándolo, algo en ti sabe responder a la invitación y declinar el adorno turístico del popote que el vendedor te ofrece. Frente a frente, entre los dos forman una pequeña cuenca donde un griego recibe a otro griego.
(Este texto en prosa recuerda con exactitud lo sucedido en Castries, en el trayecto del aeropuerto a casa de Derek Walcott, cuando, detenidos al borde de la carretera, nos invitó a probar por vez primera agua de coco, bebida directamente del coco. Febrero de 2000).