La lluvia obstinaba su caída sobre el tejado,
olor a sal en el viento
traía una casi precisión marina:
oleajes del niño en mi vientre
volvían cruel la espera.
Ni tú, Abelardo, ni el mar se acercaban,
sólo el rumor.
Un círculo interminable de imágenes
era maleza a mi alrededor
hasta cercarme lo imposible,
y el tiempo se detenía en la ventana
como teniendo misericordia.
Así me volví un manojo de hierba,
un ser quieto a merced de las estaciones:
me tocaba germinar mientras
los campos se volvían lodo,
mientras los árboles se deshacían:
en amarillo, rojo
y luego ramas grises en los caminos.~