La canasta costosa

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Los servicios educativos, como todos los servicios no mecanizables, tienen un problema de costos crecientes. La atención personal es un lujo, y cuesta cada vez más.

El problema de fondo es que aumentar la productividad en los servicios de atención personal es menos fácil que en las manufacturas. ¿Qué puede hacer un psicoanalista o un maestro para aumentar su productividad? ¿Hablar más aprisa? ¿Dividir su atención entre un número mayor de alumnos o pacientes (como en la terapia de grupo)? ¿Reducir las sesiones a cinco minutos (como el psicoanalista Lacan o los maestros que llegan tarde y se van pronto)?

Mientras el costo de una computadora ha bajado extraordinariamente en medio siglo, el costo de una hora de psicoanálisis o una hora de clase universitaria no ha bajado: ha subido. Paralelamente, en medio siglo, la demanda de educación superior ha crecido como nunca, y la carga del gasto educativo en el presupuesto familiar y social se ha multiplicado. Lo cual está llevando (hasta en los países ricos) a ver con otros ojos el gasto en educación superior. ¿Se justifica?

El apetito de saber no requiere justificación. “Todos los seres humanos nacen con apetito de saber” –dijo Aristóteles en la primera frase de su Metafísica. Pero otros griegos (los sofistas) pensaban que el saber es para prosperar; y ponían la muestra: prosperaban vendiendo educación superior.

Los sofistas modernos venden títulos universitarios: credenciales de presunto saber. Está por verse que los graduados sepan más que los no graduados, o que produzcan más, pero ganan más. De ahí la gran demanda de credenciales que sostiene el negocio de la educación superior.

Además, los países ricos tienen gastos universitarios elevados, mayor productividad y mejores sueldos, realidad que se aprovecha como sofisma vendedor: Hay que aumentar el gasto universitario para que prospere el país.

Cuando los países se hacen ricos, pueden darse el lujo de tener gastos universitarios elevados. Pero no se volvieron ricos por eso. México y Japón tuvieron décadas de crecimiento económico acelerado con un gasto universitario muy bajo. Hoy que gastan mucho más, crecen mucho menos.

Una consecuencia lamentable de vender el saber como inversión rentable es que legitima a los que exigen rentabilidad y desprecian los estudios que “no producen”. Puesto que el saber es rentable, debe pagarse con resultados económicos.

La verdadera justificación no es económica: Queremos saber. Nos mueve la curiosidad, el apetito. Es un lujo que nos damos en la medida en que podemos.

Si te dejas llevar por el apetito de observar, leer, reflexionar, investigar, experimentar, criticar, hacer y aprender, ejercerás tu inteligencia, resolverás problemas y te divertirás mucho. No es imposible que de paso hagas dinero, ni estaría mal: es otro campo divertido de aprendizaje y creación. Pero lo importante es el apetito, que se puede frustrar y hasta perder.

Con loables intenciones, se ha querido generalizar lo que empezó como un lujo y sigue siéndolo. Pudo parecer razonable, mientras el lujo se extendía de una minoría ínfima (digamos, el 0.1% de la población adolescente) a una minoría diez veces mayor. Las dudas aparecieron cuando la educación superior se extendió a buena parte de la población. Y ya está claro que el modelo no es generalizable.

Los títulos universitarios dan ingresos privilegiados cuando permiten excluir. Pierden esa “ventaja competitiva” cuando se multiplican los graduados. Para mantenerla, hay la tendencia a no quedarse en la licenciatura: sacar una maestría; y no quedarse en la maestría: sacar un doctorado; y no quedarse en el doctorado: hacer estudios posdoctorales. La espiral sin fin se genera por una contradicción insuperable. No se puede privilegiar a todos sin hacer que el privilegio deje de ser un privilegio.

Si el 100% de la población tuviera un Bugatti, la “inversión” en diferenciarse sería absurda porque no habría diferencia. Además, no hay manera de aprovechar la “ventaja competitiva” cuando la prosperidad se vuelve embotellamiento: una mala pista para correr.

Si el 100% de la población tuviera educación superior, todos tendrían esa ventaja: nadie la tendría. Un taxista con doctorado puede ser más ameno, pero no avanza más aprisa, ni consigue empleo más fácilmente. Por el contrario, los estudios universitarios favorecen el desempleo, como está claro en muchas encuestas, y no sólo en México. Por ejemplo, en el Reino Unido, según la Higher Education Statistics Agency (“Graduate unemployment higher than national rate”, The Guardian, August 24, 2005).

Cuando no se subsidia la educación superior, y el futuro graduado paga el costo de las colegiaturas endeudándose (como es común en los Estados Unidos), el mal negocio salta a la vista. Los graduados salen a buscar trabajo con aspiraciones difícilmente realizables y una carga financiera asfixiante. No lo encuentran, o no lo encuentran dentro de su especialidad, o no lo encuentran dentro de su nivel, o no ganan lo suficiente para pagar el lujo que se dieron.

La supuesta “inversión en capital humano” tiene rendimientos decrecientes. La escolaridad adicional aumenta el nivel de ingresos, pero menos que el costo de obtenerlos prolongando los años de escolaridad. En las estadísticas de muchos países puede verse que la educación básica es más rentable que la educación superior. Los años de escolaridad adicionales tienen rendimientos decrecientes para los estudiantes y para el país. Sin embargo, en México se gasta poco en la enseñanza de oficios y demasiado en educación superior.

La universidad conserva el lujo de su origen: el modelo inventado por los jóvenes de familias ricas que, en Bolonia, en el siglo XI, tuvieron la idea de asociarse y contratar maestros, bedeles y un local, en vez tomar clases particulares en casa de los maestros. Era un lujo ideal para la clase alta, poco generalizable para toda la población. El lujo se volvió más costoso y menos generalizable cuando (siglos después) los bedeles tomaron el poder y añadieron gastos desmesurados en administración, prestaciones sindicales, estadios, viajes y relaciones públicas.

Como si fuera poco, inventaron el paquete vendible como una especie de canasta de Navidad. La canasta 23 incluye este conjunto de servicios educativos y requisitos curriculares que tienes que pagar si quieres el título 23. O la tomas o la dejas. Las posibilidades de pasar de una canasta a otra en distintas universidades, y aun dentro de la misma, son limitadas. Y si no compras la canasta completa, aunque te falte poco, no te damos el título.

Lo peor de esta mercadotecnia abusiva es el estigma que cae sobre los que no terminan, como si estudiar uno o dos años no tuviera valor por sí mismo. Entre los muchos “fracasados” que abandonaron la canasta a medias para hacer cosas de mayor interés, no faltan los que luego reciben doctorados honorarios (a veces de la misma universidad que abandonaron) como Octavio Paz, Woody Allen, Bill Gates y muchos otros que no necesitaron completar su licenciatura para llegar a donde llegaron. Hay listas en Google (The College Dropout Hall of Fame) y en la Wikipedia (“List of college dropout billionaires”).

La rigidez de concentrar la venta del servicio en una canasta curricular obligatoria, en una ventanilla de entrega (el salón de clases) y en un horario, calendario y ciclo juvenil de cinco años (digamos) es una mala idea. A la cual se añadió otra: el profesorado de tiempo completo, que en algunas universidades hasta vive en el campus.

Nunca faltaron médicos, abogados o ingenieros destacados que tenían el espíritu cívico de fortalecer su profesión dando clases. Esto conectaba la experiencia con la universidad, prestigiaba a los que daban clase y establecía contactos útiles para el reclutamiento y el empleo. El profesorado de tiempo completo desconectó la vida universitaria del mundo práctico, y la dejó en una isla.

En su mejor momento, la universidad como isla minoritaria y atractiva, fue un paraíso artificial, lejos del mundo familiar y del mundo del trabajo. Se caminaba entre jardines, en un ambiente ideal para la vida intelectual, la amistad y los noviazgos en un largo viaje compartido, que luego se recordaría con nostalgia. Marcaba la vida personal y creaba lazos decisivos para la vida futura de una cofradía privilegiada. Lazos de especial importancia para aquellos que venían de otras tradiciones, de otras ciudades o de otros niveles de ingresos.

El paraíso aristocrático dejó de serlo cuando, ignorando su origen y naturaleza, se pretendió generalizarlo, aunque era un bien posicional, como los señalados por Fred Hirsch (Social limits to growth): Si alguien descubre una aldea simpatiquísima con una playa maravillosa y sin turistas, el paraíso dura mientras no se sepa. Compartirlo con cien mil personas, cadenas hoteleras, líneas aéreas y fraccionadores lo destruye. No todo paraíso a escala uno sigue siéndolo a escala cien.

Para los que estudian, trabajan y pasan buena parte del día a las carreras de un lugar a otro, cuando no estacionados en un embotellamiento, la educación superior no es un paraíso: es un sacrificio aceptado con la esperanza de que se justifique. Pero, ¿se justifica?

El modelo original era práctico. Reducía el costo de la atención personal del maestro dividiéndola entre varios alumnos que escuchaban simultáneamente su lección: la lectura de un texto. En el siglo XI no existía la imprenta, que bajó extraordinariamente el costo de la reproducción oral y manuscrita de las lecciones; ni las grabadoras, ni las copiadoras, ni la internet. Tampoco las ciudades congestionadas de automóviles. Ni las burocracias universitarias que cabildean presupuestos multimillonarios y negocian contratos colectivos.

Para recuperar el sentido práctico, hay que darle prioridad al apetito de saber y reducir radicalmente los costos, aprovechando los recursos modernos:

1. Eliminar la asistencia física a clases. Esto ya se hace en muchos países, inclusive México (Universidad Abierta de la unam, Universidad Virtual del Tecnológico de Monterrey, Educación Superior Abierta y a Distancia de la sep, Universidad Virtual Liverpool de las tiendas El Puerto de Liverpool). La educación a distancia empezó, al parecer, en el siglo XVIII (un siglo de notables iniciativas editoriales) con cursos por correspondencia para taquígrafos. Los cursos se extendieron de los oficios a la educación superior y se fueron modernizando con otros medios: discos y cintas de audio, cederrones y devedés enviados por correo.

Ahora se aprovecha la internet, tanto de texto, como de audio, como de video, con “asistencia” simultánea o diferida (archivos descargables). Los cursos pueden permitir preguntas en el acto y en presencia de todos en una videoconferencia, como en un salón de clases. Pueden ser interactivos de otras maneras, trabajando a solas. También pueden permitir consultas telefónicas o por correo electrónico. Y pueden completarse con reuniones personales.

Eliminar la asistencia física permite extender a bajo costo la educación superior y crea oportunidades de estudio para las personas que tienen problemas de horario, que viven lejos (incluso en aldeas remotas o en otros países), que no pueden salir de su casa por atender a niños o enfermos, o porque están inválidas o en prisión. Con grandes ahorros para los alumnos y la universidad. The Open University del Reino Unido, por ejemplo, atiende a unos 180,000 alumnos con un personal total (académico y administrativo) de unas 5,000 personas (www.open.ac.uk y Wikipedia).

2. Eliminar la concentración de la enseñanza en el tiempo. La coincidencia en horarios y calendarios (exigida por la coincidencia física) produce congestionamientos (horas pico, temporadas pico) y poco uso de las instalaciones escolares fuera de esos momentos. Concentrar la educación en un bloque de cinco años consecutivos también genera costos innecesarios.

Desde un punto de vista puramente financiero, es mejor diferir parte de la inversión (los últimos tres años, digamos) para aprovechar pronto los rendimientos de la parte inicial. Un ciclo acreditable de los dos primeros años que, al terminar, permita empezar a trabajar reduce la inversión y acelera la recuperación.

Desde un punto de vista experimental, también es preferible dividir la inversión en dos o más tramos para reducir el costo de equivocarse, y para tener la oportunidad de cambiar de rumbo sin desperdiciar demasiado.

Desde el punto de vista de los conocimientos, la acumulación en un solo bloque los vuelve menos frescos, tanto para el estudiante que los olvida como para aquellos conocimientos que se vuelven obsoletos. Cuando los satélites eran cosa de science fiction, un profesor de ingeniería demostró en el pizarrón por qué era imposible lanzarlos: acelerar lo suficiente para vencer la gravitación con una carga vehicular, además de la carga del combustible necesario. Y tenía razón, con los combustibles entonces conocidos.

El apetito de saber requiere cerebro y nada más para muchos problemas. Para otros, hace falta experiencia. Muchos conocimientos que parecen remotos cuando no se tiene experiencia se vuelven interesantísimos cuando en la práctica se ha vivido el problema.

El apetito de saber dura toda la vida. Estudiar cinco años antes de trabajar treinta no es mejor que estudiar dos, por lo pronto, y medio día por semana el resto de la vida.

3. Eliminar la canasta obligatoria. Los paquetes en oferta de las tiendas no son abusivos si los productos incluidos también se venden separadamente. Lo son cuando el producto gancho (el que más demanda tiene) no se vende suelto, obligando al cliente a comprar cosas que no le interesan.

El producto gancho de la educación superior es el título universitario. Todos los abusos (incluso algunos muy descarados: trámites finales que se inventan para cobrar más antes de soltar el título) surgen de la claridad comercial sobre qué prefiere el mercado: las credenciales de saber, más que el saber.

El extremo opuesto está en las bibliotecas públicas y librerías. El lector busca lo que le interesa sin esperar diplomas por los libros que leyó. Muchas bibliotecas mejoran su oferta compilando listas recomendables sobre los temas de interés para el lector. En la oferta de cursos universitarios, se puede hacer lo mismo: ofrecerlos separadamente y sugerir series recomendables, pero no obligatorias.

Celebrando la imprenta, Thomas Carlyle escribió: “La verdadera universidad hoy es una colección de libros.” Después de la imprenta, ¿se justifica todavía la universidad? Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer (Los héroes, v). Pero hoy los universitarios no leen. Las universidades tienen otra orientación. Son ante todo vías trepadoras que venden credenciales de saber para subir, acompañadas (como todo producto gancho) de una oferta curricular que redondee el paquete y parezca justificar la credencial. Si se limitaran a vender los mismos cursos sueltos, se les caería el negocio.

Iván Illich propuso prohibir que los solicitantes de empleo fueran discriminados por no tener credenciales (La sociedad desescolarizada). Sería justo, y devaluaría las credenciales a favor de la capacidad real y demostrable. Pero no parece fácil legislarlo frente a los cabildeos de instituciones y sindicatos que defenderían ferozmente el negocio.

No se puede ignorar que la demanda de credenciales deriva de una confusión entre el apetito de saber y el deseo de progreso. El título y el automóvil son símbolos poderosos, casi religiosos, de la cultura del progreso. Por eso, las universidades y el tráfico seguirán empeorando y costando cada vez más. Los lujos masificados resultan más costosos que lujosos.

Por eso hay que resignarse, por ahora, al negocio de los títulos universitarios. Pero no a que el negocio arruine lo principal: el apetito de saber. Hay opciones para evitarlo: Flexibilizar el menú de las canastas. Quitarle presupuesto al campus en favor de la universidad virtual. Favorecer la educación a tiempo parcial durante muchos años, con títulos parciales sobre la marcha. Introducir el aprendizaje serio de un oficio durante la preparatoria y no permitir el ingreso a la educación superior a quien no demuestre su capacidad como carpintero, herrero, electricista, plomero.

Si todos los universitarios fueran capaces de practicar un oficio, su desarrollo intelectual sería mejor. La inteligencia es corporal. La conexión entre la mano y el cerebro fue decisiva para la evolución de la especie. Además, prestigiar los oficios como hobbies que demuestran pericia y perfección, que son muy apreciados y hasta se prestan a concursos tendría consecuencias sociales deseables. Por lo pronto, igualitarias. La habilidad manual, como la práctica de los deportes, no hace distingos sociales. Una persona socialmente importante puede resultar muy poca cosa en el ejercicio corporal.

Otra consecuencia deseable estaría en los costos y el empleo. En los oficios hay más oportunidades de empleo inmediato, incluso por cuenta propia, combinables con las oportunidades de educación superior en universidades virtuales. Estas combinaciones sí son generalizables para toda la población sin costos asfixiantes. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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