En el amplio abanico de la prensa madrileña brilla con luz propia una revista semanal llamada El Jueves (que aparece todos los miércoles), la cual presenta uno de los más desparpajados y divertidos resúmenes satíricos de la vida del país. Entre sus secciones fijas destaca el cómic "Pascual, mayordomo leal", protagonizado por ese Pascual a quien se presenta como el factótum de la familia real. Y uno de los temas recurrentes del cómic de marras es el calvario que sufre el monarca en ejercicio, Juan Carlos I, para lograr que se case su hijo, el príncipe de Asturias, Felipe de Borbón y Grecia.
Recuerdo el cómic que mostraba el entusiasmo de Juan Carlos I y Pascual cuando se enteraron de la clonación que dio como resultado la oveja Dolly, en Escocia. "¡Manos a la obra!", se dijeron ambos. Y lograron clonar media docena de Felipes. En la última viñeta, el rey le explicaba compungido a una reina Sofía estupefacta y aterrorizada ante la sextuplicación de su hijo: "Bueno, pero es que al menos a uno de ellos sí que lograremos casarlo".
Los presuntos amoríos o noviazgos del larguirucho heredero de la corona de España han hecho correr más tinta que todos los restaurantes del reino especializados en calamares servidos en la suya propia. Y un desmentido siempre ha seguido al otro, incluyendo la reciente ruptura de una relación de cuatro años con la joven noruega Eva Sannum, ex modelo de ropa interior (femenina, ça va sans dire!) y de quien en su día se publicaron fotos playeras que la mostraban en eso que el viejo idioma de Castilla conoce con el nombre de topless.
Tales fotos han parecido jugar un papel en la reticencia y el rechazo de los monárquicos a machamartillo hacia la señorita Sannum, hasta el punto de provocar una declaración de su entonces posible futuro suegro, el 3.5.2001, aduciendo que la familia real no compartía tales reservas. Como si en estos tiempos de globalización (una palabra que les juro que la escribo sin segundas intenciones) no estuviéramos ya curados de todo espanto. Y a los que además somos republicanos acérrimos, quien nos curó de espantos fue la tatarabuela del actual monarca, la reina castiza, Isabel II. Basta con leer las novelas de Valle-Inclán donde ella funge como protagonista para que ustedes consideren monástica la vida de la mismísima Fanny Hill. A qué, pues, remilgos, por un destape torácico.
Si me pongo a comentar este tema, tan lejano de mis inquietudes, es tan sólo para recordar que hay un precedente histórico de vinculaciones sentimentales entre un príncipe español y una noruega, aunque ésta fuese de sangre azul.
Tenemos que remontarnos al siglo XIII. Gobernaba Castilla el rey Alfonso X el Sabio, excelso poeta (dicho sea de paso), quien gracias a su matrimonio con Beatriz de Suabia se hacía ilusiones de llegar a ser emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Y para reforzar sus influencias en la Dieta que debía elegir al sucesor de Carlomagno emprendió una política de alianzas nupciales, entre otras con la casa reinante en Noruega.
La embajada castellana a Cristianía, capital del reino escandinavo, concertó la boda de la princesa Cristina con uno de los hermanos del rey sabio: el que ella decidiese. Fadrique, Enrique, Sancho o…, la historia se repite, Felipe. Así es que la bella Cristina, de tez blanca, ojos azules y cabellera rubia, se puso en camino y arribó el año 1257, en vísperas de la Navidad (todavía no era el Día Internacional del Regalo), a la Soria que siglos después inmortalizaría en versos dignos del bronce don Antonio Machado. Y una vez llegada a la corte de Valladolid, dos semanas más tarde, de los cuatro hermanos de Alfonso se decidió por Felipe, que residía en Sevilla.
Sólo que esta historia también tiene un end muy poco happy, porque la salud de la pobre Cristina, venida de la refrigeradora del continente, se resintió en el microondas del mismo. Del fiordo de Oslo a la orillita del Guadalquivir, ¡qué barbaridad! La desdichada princesa sucumbió a los calores hispalenses y falleció en la flor de su edad, el año 1262, siendo enterrada (hoy podemos visitar allí su tumba) en la Colegiata de Covarrubias, en Burgos.
Ahora que lo pienso, la muerte de Cristina de Noruega también pudiera haber sido una nefasta consecuencia de que en la Edad Media no se conociera aún el refrescante topless. Desde este punto de vista, el progreso es evidente. –