Octavio Paz y la ciencia: un curioso en el camino

Octavio Paz también fue alguien interesado por la vanguardia en temas de ciencia. 
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Cuando inicié mi colaboración mensual en Vuelta, bajo el título de “Paisaje de la ciencia”, era enero de 1993 y el cómputo personal apenas comenzaba a despegar. La instalación era muy costosa y la transmisión, una tortura e inestable como un diablito callejero. Pero Octavio Paz, Enrique Krauze y Aurelio Asiain no perdieron tiempo y la revista inició el éxodo a la tierra digital. Poco después estaba mandando yo los primeros correos electrónicos desde el laboratorio de cómputo de la Universidad de Cambridge a Vuelta mediante una Macintosh Powerbook 160 y un módem externo no más veloz que 14.4 kbs, pues no existían los internos y las líneas telefónicas caseras aún carecían de conexión a internet.

Quizá por estos pequeños gestos de comprensión humana es que Paz se distingue entre los grandes poetas. Parafraseando a Gilbert K. Chesterton, algunos de ellos, con toda su magnificencia literaria, seguirán conformándose con meter la cabeza en el cielo para enriquecer su poesía. Otros, más avezados e imaginativos, se atreverán a inundar de cielo su cabeza, sin importarles en cuántos colores termine descompuesta. Este fue el caso de Paz. Y no es que haya recurrido al truco elemental de mencionar en sus poemas matraces y ecuaciones, o al aburrido retruécano de pretender reproducir sucesos de la ciencia. En cambio obras peculiares como el poema largo “La casa de la mirada” denotan, sobre todo, el espíritu lúdico de un hombre curioso y la inteligencia de quien sabe reconocer el juego de contrarios y los contrastes entre lo pequeño cuántico y lo sideral.

Explorador de la palabra moderna, nos permitió experimentar de una manera estética los nuevos conceptos de la luz, el tiempo y el espacio articulados por las ideas emanadas del conocimiento científico, por ejemplo, en Fermilab, CERN y DESY:

Estás en la casa de la mirada, los espejos han escondido todos sus espectros,


no hay nadie ni hay nada que ver, las cosas han abandonado sus cuerpos,

no son cosas, no son ideas: son disparos verdes, rojos, amarillos, azules,


enjambres que giran y giran, espirales de legiones desencarnadas,


torbellino de las formas que todavía no alcanzan su forma…

Solía hablar por teléfono con él para comentar mi ensayo del mes; a lo largo de esas charlas en las que Paz deseaba saber más sobre este o aquel aspecto de las ideas científicas expuestas cada ocasión, descubrí con grata sorpresa un espíritu juvenil fascinado por el nuevo conocimiento que estaba conmoviendo al mundo. Su poesía domina la tensión esencial entre dos realidades disociadas en apariencia, la del experimento científico y la del proceso artístico. Como buen juglar, sabe invocar el conjuro que maravilla al auditorio. Como surrealista, arroja el resultado al jardín de los enigmas. “Lo importante es el viaje en tiempo real”, discutía con él. “Lo que vale la pena es el número de vibraciones atómicas que dura el proceso, pues se trata del pasaje que lo inicia a uno en el camino que lo llevará a ser recordado u olvidado”, jugueteábamos.

El poder de evocación de su pluma iluminó otro juego extremadamente serio, el de discurrir a propósito del arte pictórico. La imaginación científica trenzada en un golpe de azar plástico. Gracias a Paz salté al vacío de la conciencia a oscuras, encendí la última linterna y caminé por el interior de mi propio infinito hacia el infinito de afuera para indagar dónde Joan Miró, Pablo Picasso, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Jasper Johns, Jackson Pollock, por mencionar algunos, encontraron el sendero que los condujo fatal e inevitablemente a las ideas de Albert Einstein.

Tuvo que haber sido, en el caso de Miró, durante sus travesías entre Montroig y Barcelona. Picasso debió haberlo encontrado entre Cannes y Mougins; de Chirico lo halló en el camino de Atenas, junto a su hermano Andrea, conocido como Alberto Savinio. Dalí, entre Figueras y Perpignan. Ernst, por su parte, vivió el viaje iniciático fatigando las laderas del río Rhin. Johns y Pollock trazaron vías paralelas entre su obra y los experimentos del laboratorio nacional de Brookhaven. Esto incluye las banderas norteamericanas de 1955, de Johns, y los óleos sobre tela “Número 1” y “Pasiphaë” de Pollock. ¿Qué fue, si no, el Action Painting de Pollock? ¿Y cuadros como “Good Time Charley” (1961), de Johns? Todos ellos muestran la flecha del tiempo, que ocurre en una sola e inequívoca dirección, pero con la perturbadora sensación de que algo está a punto de regresar del pasado o entrometerse desde el futuro.

Semejantes “circunstancias artísticas” constituyen un continuo inextricable con lo que William Butler Yeats calificó como la “desaparición del mundo visible”. Éste, por sí solo, ya no conforma toda la realidad, y el mundo inédito que se halla más allá ha dejado de ser un sueño. La poesía de Paz nos muestra cómo, querámoslo o no, en la práctica se ha disipado la idea neoromántica de que Gea (algunos la escriben “Gaia”, anglicismo que se refiere a la diosa de la Tierra entre los antiguos griegos) conduce la trama del espaciotiempo humano.

Desde que en 1950 se abandonó la rotación terrestre como medida del tiempo por el viaje de un haz de átomos de cesio, descubrimos que Gea no dirige nada y es parte de un mecanismo más bien impreciso; según otros, estamos frente a una adicta al diseño, incapaz de hacer otra cosa que repetirlo al infinito hasta que el combustible se agote. Según Paz, “el pensamiento teje y desteje la trama”, no Gea. El Sol es nuestra clepsidra, por lo que, mientras el helio fluya, antes que nada habrá poesía que leer y la de Octavio Paz será la que siga dándole vuelta al reloj.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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