En comparación con lo que ocurre en otros países, en España la prensa y la radio padecen una sobreabundancia de informaciones y opiniones políticas. Y sin embargo uno tiene con mucha frecuencia la desganada sensación de que la política, en el sentido más noble, casi está ausente en la actualidad española: la política como debate de ideas sobre la vida pública, la política como el oficio de gestionar el espacio de lo que pertenece a todos, de dar formas racionales a los problemas que existen y buscar soluciones factibles y democráticas para ellos.
En España, país verboso y latino, la política consiste, sobre todo, en hablar: alguien dice algo, en general un desplante o una descalificación de un adversario, y a continuación los periódicos recogen en un titular la parte más llamativa o escandalosa de esa declaración, y otros políticos responden con declaraciones de tono semejante, y una multitud de periodistas, charlistas y opinadores profesionales amplifican esas palabras, las analizan, las glosan, provocan en ocasiones titulares o desplantes nuevos que alimentan el pesado molino en torno al cual viven todos, y del que, de una manera u otra, todos se alimentan.
La política, en España, no consiste en hacer, sino en decir, o en contradecir, o en desdecirse, y el resultado, si se mira con cierta distancia, es de una gran monotonía, y de una notable toxicidad. Una de las consecuencias de tanta verborrea es el aburrimiento de la ciudadanía, y la reducción gradual de lo político al ámbito estrecho en el que se mueven y se mezclan los profesionales de la política y los del opinionismo. Otra, mucho más grave, es que la política, en vez de los problemas reales, trata de problemas ilusorios, de construcciones verbales que al cabo del tiempo cobran presencia tangible en la realidad: la política, en España, no consiste tanto en resolver problemas existentes como en inventar otros que no existen, o que no existían hasta hace algún tiempo y se han convertido en reales y graves por culpa de la machaconería, la frivolidad y la incompetencia de quienes tanto empeño pusieron en inventarlos.
Se acercan unas elecciones, y mucho antes de que empezara la campaña ya empezó el carnaval de las cuestiones fantásticas, de las entelequias verbales, y de nuevo quedaron relegados al silencio, o al tercer o cuarto plano de la discusión política, los problemas urgentes, las dificultades reales que vive la parte mayoritaria de la ciudadanía. Por ejemplo: el encarecimiento demencial de la vivienda, comprada o alquilada, la baja calidad del empleo, la falta de protección a las familias que junto al precio de la vivienda y la inseguridad del trabajo tiene mucha culpa de la escasa natalidad, el deterioro de la educación, sobre todo la pública, la inseguridad ciudadana vinculada al crecimiento de las crueles mafias internacionales, el desguace de ciertos servicios públicos tan cruciales como la sanidad o los ferrocarriles, el escándalo de las televisiones oficiales que cuestan miles de millones y emiten sobre todo basura y adoctrinamiento político al servicio de los jerifaltes de cada autonomía, la lentitud y la baja calidad de la justicia, la hinchazón de administraciones pobladas por funcionarios que llegan a serlo no en virtud de un proceso riguroso y transparente de selección, sino del enchufe y el clientelismo político…
Hojeo cada mañana el periódico, y paso algunos minutos, muy pocos, escuchando a los charlistas de la radio, pero ninguna de estas cuestiones reales que he enumerado más arriba suele aparecer ni en la información ni en los debates, ni da la impresión de que sean prioritarias para los partidos políticos que más deberían ocuparse de ellas, los de izquierda. Al fin y al cabo, piensa uno, sin duda anticuadamente, lo que distingue a la izquierda de la derecha es su defensa de las libertades individuales y de la igualdad social.
Pero resulta que en España la prioridad de la izquierda es sobre todo, por lo que se lee y se escucha, superar en nacionalismo a los nacionalismos, y ofrecer soluciones a problemas que nadie había planteado. Para competir en su propio terreno con los nacionalistas catalanes, Pasqual Maragall quiso ir más lejos que ellos en la reivindicación de un nuevo estatuto y de mayores competencias para Cataluña. Inmediatamente, el presidente de la comunidad andaluza, Manuel Chaves, socialista, reclamó algo semejante para Andalucía, siguiendo en eso la doctrina de Izquierda Unida, que por ser más de izquierdas lleva tiempo exigiendo algo tan necesario para esa tierra (que, casualmente, es la mía) como el derecho de autodeterminación. Para qué conformarse con menos. Andalucía lleva casi 22 años gobernada por los socialistas, y a pesar de disfrutar de una amplia autonomía sigue estando entre las regiones más atrasadas de España. En Andalucía, como en tantos sitios, hace falta trabajo, justicia, servicios públicos, educación sólida, instrumentos sociales para la integración de los inmigrantes. ¿De verdad es un nuevo estatuto de autonomía lo que le hace falta? O, como dice Fernando Savater, ¿es imprescindible llevar más arena al Sahara?
Muchas personas de izquierdas tenemos dudas sobre la urgencia de que haya en el país 17 agencias tributarias, 17 tribunales supremos, 17 estados miméticos de los peores vicios de pompa, incompetencia y burocracia del viejo Estado central, y de que se siga insistiendo en el narcisismo de las diferencias regionales y comarcales en busca de identidades fantásticas que acaban resumiéndose en paletismo, en insolidaridad cívica y en televisiones dedicadas a programar basura y bailes ancestrales. El mejor patrimonio de la izquierda es el que reúne el universalismo de la Ilustración del siglo XVIIi con el internacionalismo del movimiento obrero en el siglo XIX, y con los movimientos por las libertades personales y los derechos civiles para todos que tuvieron su cenit en los años sesenta del siglo pasado. Da a veces la impresión de que la izquierda española, desnortada por la larga duración del franquismo y por el final de la Guerra Fría, se ha perdido en el túnel del tiempo, y está descubriendo como máxima novedad el nacionalismo romántico y beato, el cantonalismo, la alegre multiplicación medieval de los reinos de Taifas. La derecha sonríe con cierta sorna plácida, cuida sus intereses y continúa ganando elecciones. A mucha gente progresista, cansada de rutina y verborrea política, ansiosa de verdadera política, nos gustaría saber qué le hace falta a la izquierda española para despertar de su delirio, de su pesado letargo. ~
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