Las instituciones de la cultura fueron naciendo en distintas épocas: la prehistoria, la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento; y en distintos espacios: la memoria colectiva, la corte, el campus, la vida pública.
La primera fue la tradición. Es una institución que conserva y recrea de memoria las innovaciones (generalmente anónimas) de la cultura popular. Sigue vigente en el habla, las creencias y muchas prácticas de la vida cotidiana.
La cultura superior aparece en las cortes de Mesopotamia, Egipto, China. Refina la cultura popular y acelera la innovación. Nace libre, pero queda bajo la tutela del monarca.
La educación superior también nace libre, en la Edad Media, pero queda bajo la tutela de la Iglesia. Las primeras universidades fueron cooperativas de consumidores: grupos de estudiantes que, en vez de tomar clases particulares en casa del maestro, contratan una casa, bedeles que la cuiden y maestros que vayan a dar clases. Las cosas se complican cuando se vuelven gremios (primero de estudiantes y luego de maestros) que definen quiénes saben y quiénes no, quienes tienen derecho a ejercer y quienes no. Este monopolio gremial se vuelve un poder vertical bajo la tutela de la Iglesia.
El Estado combate la tutela eclesiástica de la educación, no para liberar el saber, sino para imponerle su propia tutela: un monopolio que autoriza o no los libros de texto, los programas de enseñanza y la cultura oficial.
La cultura libre nace en el mundo comercial. Gutenberg era empresario, Leonardo contratista, Erasmo freelance. Nace al margen de la universidad, y hasta en contra. Erasmo, Descartes y Spinoza rechazan cátedras universitarias. No quieren ser profesores, sino autores. Frente al saber jerárquico, autorizado y certificado que se imparte en las aulas, prefieren la conversación entre personas presuntamente iguales.
La cultura libre prospera en la animación y dispersión de la lectura libre y la conversación (las imprentas, librerías, editoriales, revistas, cafés, tertulias, salones, academias), los teatros, grupos de músicos, cantantes y danzantes, casas de música, galerías, talleres de arquitectos, pintores, escultores, orfebres. Prospera en las microempresas de discos, radio, cine y televisión, mientras son artesanales: no integradas a monopolios mediáticos. Prospera en los blogues y otras formas de publicación en la internet, que nace del Estado, pero se vuelve un instrumento de la cultura libre, a pesar de los esfuerzos de control vertical.
Por esta misma diversidad y fragmentación, la cultura libre no es vista como institución. Y, sin embargo, es la principal institución creadora y difusora de innovaciones desde que apareció la imprenta y la lectura libre. Es el centro sin centro de la cultura moderna, más importante para la innovación que la universidad.
Las influencias dominantes del siglo xx (Marx, Freud, Einstein, Picasso, Stravinsky, Chaplin, Le Corbusier) nacieron de la libertad creadora de personas que trabajaban en su casa, en su consultorio, en su estudio, en su taller. Influyeron por la importancia de su obra, no por el peso institucional de su investidura. Tenían algo importante que decir y lo dijeron por su cuenta, firmando como personas, no como profesores, investigadores, clérigos o funcionarios.
La cultura libre no tiene campus o edificios que manifiesten visiblemente su importancia, como la Iglesia, el Estado, la universidad o las trasnacionales. No puede ofrecer altos empleos, ni emprender por su cuenta proyectos que requieran grandes presupuestos. No tiene representantes autorizados, ni los avala con investiduras oficiales. Opera en el mundo de los freelance, las microempresas y las microinstituciones, en el espacio dialogante de la sociedad civil.
Los altos empleos aparecen con el Estado y se extienden a la Iglesia, las grandes empresas y las grandes instituciones. Desde el siglo xiv se legitiman con certificados de saber, y el saber universitario se orienta a hacer carrera trepadora. Los graduados se apoderan, en primer lugar, de la Iglesia; después, del Estado; y, finalmente, de todas las estructuras de poder.
Algo tienen las burocracias (militares, cortesanas, eclesiásticas, estatales, universitarias, mediáticas, empresariales y sindicales) que desanima la creatividad. Las estructuras jerárquicas se llevan mal con la libertad. Tienden al centralismo y la hegemonía. Desconfían de las iniciativas que complican la vida by the book. La animación creadora prospera sobre todo en microestructuras que andan sueltas, y que las burocracias tratan de integrar, atrayéndolas o intimidándolas.
La Academia Francesa proviene de una tertulia a la cual se hizo invitar (a fuerza) Richelieu, que le dio un carácter oficial, presupuesto y un proyecto por demás razonable: hacer un diccionario de la lengua. Cien años antes, Francisco I retrasó la creación del Collège de France (concebido desde el Estado contra la hegemonía de la universidad) porque veía la importancia de reclutar a Erasmo, que finalmente prefirió seguir suelto.
Justo Sierra, deseoso de coronarse y coronar el régimen de Porfirio Díaz con las fiestas del Centenario, integró verticalmente un paquete de escuelas que ya existían y declaró fundada la Universidad Nacional. A su vez, la Universidad ha ido infiltrando academias sueltas hasta integrarlas a su órbita.
Einstein fue reclutado por la Universidad de Berna cuando ya había publicado su primera teoría de la relatividad. El marxismo y el psicoanálisis no salieron de las universidades: entraron, después de acreditarse en el mundo de la lectura libre. Tampoco la obra de Picasso, Stravinsky, Chaplin y Le Corbusier salió de las universidades: entró.
Recientemente, John Craig Venter, impaciente con la burocracia del Human Genome Project (que el gobierno de los Estados Unidos inició con un grupo de universidades), se lanzó como empresario para demostrar lo que rechazaron: que se podía lograr en menos tiempo y con menos dinero. Sus innovaciones científicas entraron a las universidades una vez que su empresa (Celera Genomics) las estableció, fuera del mundo universitario.
El poder económico de las universidades, sus grandes presupuestos y edificios, su capacidad monopsónica para reclutar talentos que no tienen mercado en el mundo comercial y sus campañas de relaciones públicas les sirven para presentarse como la institución central de la cultura. Y no faltan los convencidos de que la institución medieval, paradójicamente, es el centro de la cultura moderna.
No lo es. En primer lugar, porque la enseñanza superior no es lo mismo que el desarrollo de la cultura superior. La universidad puede generar innovaciones en sus departamentos de investigación y extensión cultural, si los tiene y los apoya, pero está centrada en la educación. En segundo lugar, porque la institución del saber jerárquico, autorizado y certificado no es el medio ideal para la creatividad; menos aún si la institución es gigantesca, burocratizada y sindicalizada. En tercer lugar, porque la universidad conserva el eclesiástico desprecio del mundo comercial, que está en el origen de la cultura moderna. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.