La lengua de Sancho

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Con motivo de la conmemoración de los quinientos años del Quijote aparecen periódicamente informes sobre la buena salud del castellano. El optimismo lingüístico de los académicos y diplomáticos del idioma se basa sobre todo en el número de hablantes, repartidos por tres continentes, que usan a diario el castellano. Los números, sobre todo si se los compara con lenguas como el francés, el italiano o el alemán, son sencillamente impresionantes. Sólo el mandarín y el inglés pueden ufanarse de tener tantos y tan variados usuarios. Acto seguido, desde la atalaya de la estadística, nuestros académicos, lingüistas y embajadores culturales suelen lanzarse a generosas predicciones tales como que, en pocos años más, Estados Unidos será un país enteramente bilingüe, y que cuando la mayoría de las ciudades más pobladas del mundo sean de habla hispana, no habrá financista, empresario u hombre de cultura que no quiera aprender nuestro idioma.
     Me temo que estos diagnósticos basados enteramente en cantidades suelen obviar el tema de la calidad. Intentan pasar por alto preguntas más incómodas como: ¿Qué grandes cuestiones, qué grandes descubrimientos, qué grandes novelas se están escribiendo en castellano? ¿El castellano basta y sobra para vivir una vida académica o intelectual más o menos decente en el mundo de hoy? ¿Es el castellano una lengua de creación viva y apremiante?
     Quisiera equivocarme, pero en el terreno del pensamiento, o su difusión, somos una lengua pobre pero no honrada. Una lengua muy usada pero que no parece ni renovarse ni ampliar su universo sino esperar que el inglés, del que aspira a convertirse en sustrato casero, lo proteja de la probable invasión china.
     No soy científico ni académico; no puedo hablar de la salud del castellano en el mundo del conocimiento, aunque sospecho que en esos campos el diagnóstico es bastante más negro de lo que imagino. Soy escritor y puedo dar testimonio de que al menos en el terreno de la literatura, el paisaje, con algunos rayos de sol, es más bien desolador. Los grandes del boom se dedican a escribir prólogos para millonarios, o a ser ellos mismos millonarios y escribir como escriben los millonarios, mientras que a los pequeños del boom no los lee nadie más que ellos mismos. Tanto se leen a sí mismos que no hacen otra cosa que repetirse hasta el cansancio. En cuanto a los jóvenes, se divide la torta exigua de los premios arreglados de antemano y las becas entre amigos oportunistas inoportunos, chicos a la moda ya cuarentones, pícaros de variadas especies y niños bien educados sin nada que decir. Sin hablar del grupúsculo de realistas mágicos y revolucionarios de universidad americana. Hay libros buenos de vez en cuando, y hay escritores interesantes. Pero nada que un hombre culto de Islandia o de Uzbekistán no deba perderse por nada en el mundo.
     Tenemos buenas literaturas regionales, meritorios intentos con ocasionales logros. Ni Naipaul, ni Coetzee, ni Roth, ni Bellow, ni Kundera, ni Oe escriben en castellano. Sus equivalentes en castellano pueden tener prosas tan poderosas como las de ellos, pero suelen naufragar en la autocomplacencia o, en algunos casos, la franca senectud. Tenemos vacas sagradas y algunas rebeldes cabritas que saltan de los cerros pero, y ojalá me equivoque, ni las grandes preguntas del mundo de hoy ni las grandes respuestas se escriben en castellano.
     No es necesariamente la culpa de los autores, gente esforzada, culta y muchas veces honesta. Cervantes no escribió el Quijote solo, lo escribió con él la España del siglo XVI, por ese entonces el imperio más importante de Occidente, atravesado por la sensación de ruina, la esterilidad religiosa, del que Cervantes fue el mejor radiógrafo. El Quijote era una metáfora de ese mundo pequeño, provinciano y cerrado que sin embargo tenía un impacto desproporcionado sobre el resto del mundo. La España de esa época era El Mundo.
     ¿Qué historia, qué personajes nos toca a nosotros contar en castellano cuando nuestros países han quedado fuera de las afueras del mundo? Nuestras ciudades están llenas de ruinas recién inauguradas. Nuestros presidentes elegidos compiten con los antiguos dictadores en corrupción, tonterías e ineficiencia. El único poder realmente global que habla en castellano es el del narcotráfico.
     No existimos ni para las ONG, ni para los servicios secretos del mundo, dedicados ahora a los musulmanes y ayer a los países del Este. Menos exóticos que los africanos, menos interesantes que los hindúes, menos amenazantes que los chinos, perdemos demasiado tiempo explicando que somos a la vez completamente europeos y completamente no europeos. Más aún cuando nuestro vínculo con Europa es España, un extraño país hundido en una fiebre de caciquismo provinciano en el que se ha decidido que el español es una lengua de opresión mientras el vasco, el gallego y el catalán son los verdaderos depositarios del alma de sus respectivos pueblos.
      Otro tanto sucede con el mítico bilingüismo en Estados Unidos. Es cierto que el castellano en los Estados Unidos te permite comunicarte con el panadero, el electricista y el plomero, pero no te permite mucho más. Si quieren ser alguien, el plomero, el electricista y el panadero tienen que aprender inglés. A pesar de las predicciones de los conservadores americanos (Samuel Huntington a la cabeza), todo indica que el melting pot volverá a obrar el milagro, y logrará que cientos de Sánchez, Rodríguez o García no sepan siquiera decir adiós. Los diarios, editoriales y revistas en castellano en los Estados Unidos no han sido el negocio floreciente que los cálculos iniciales parecían auspiciar, y tampoco tienen influencia sobre el gran público que se supone que tienen.
     Y quizá no es forzosamente malo que hayamos pasado de ser la lengua de Cervantes a ser la de Sancho Panza. La lengua de la cocina y de la casa de la abuela. Sancho, sus dichos, sus ideas, la fuerza de su verbo enraizado en el pueblo, es después de todo una de las grandes creaciones en nuestro idioma. La novela de Cervantes es la mezcla sabia del Quijote y Sancho, del lenguaje de los libros y la tribu. Me temo que nos hemos ido quedando con una sola parte de la pareja mítica, la que monta en burro y de vez en cuando juega a gobernar ínsulas de las que es echado a patadas. Y es triste no sólo para esa cosa rara e inexistente que es la cultura occidental, o para ese otro fantasma que es el espíritu de una lengua. Es triste para el propio Sancho que, sin el Quijote (o sea sin la cultura y sus fantasmas), no tiene a quién contarle sus aventuras. Corremos el riesgo de tener un idioma muy hablado pero sin voz. –

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