La literatura en el estómago

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Los autores nuevos. Los premios
Así como cuando sale el toro a la plaza, vemos con frecuencia, en efecto, que la "salida" de un nuevo escritor nos depara el penoso espectáculo de un depauperado jamelgo que intenta alzar lúgubremente la grupa en medio de un estrépito teatral de látigos circenses… poca cosa hay que hacer: basta con dar una vuelta a la pista;
el matalón huele la cuadra como el mejor y corre hacia su pesebre; sólo sirve ya para chacharear, para meter el hocico en algún jurado literario donde a su vez cocinará al año siguiente algún nuevo "pollino" de flaqueantes patas y dientes largos. (Ya que saco a colación los premios literarios, y con el sumo recelo con que debe solicitarse su intervención en los lugares públicos, me permito señalar a la policía, que reprime en principio los atentados contra el pudor, que va siendo hora de poner término al deplorable espectáculo de ciertos "escritores" erguidos sobre sus cuartos traseros, y a quienes un puñado de sádicos atraen en las calles con cualquier cosa: una botella de vino, un camembert.)
      
     El lector: el gusto y la opinión
     A partir del momento en que existe un público literario (es decir, desde que existe una literatura), el lector, enfrentado a escritores y obras heteróclitas, reacciona de dos maneras: en virtud de un gusto y de una opinión. Enfrentado a solas con un texto, se producirá en él el mismo mecanismo interior que actúa en nosotros, sin intervención de reglas ni causas, cuando conocemos a otro ser: "le gusta" o "no le gusta", despierta o no despierta su interés, experimenta o no experimenta, a lo largo de las páginas, esa sensación de ligereza, de libertad etérea y sin embargo atrapada conforme lee, que podría compararse con la sensación del corredor atrapado en el remolino de su entrenador; y, en efecto, cuando se produce esa feliz conjunción, cabe decir que el lector se pega a la obra, colma segundo tras segundo la capacidad exacta del molde de aire que abre con su voraz rapidez.
      
     Falta de juicio racional sobre el valor de la obra
     Mucho más importantes y serias que sus gustos propios, se le aparecen [al lector francés] las opiniones que profesa sobre la literatura, opiniones que sostiene a lo largo del día, porque la literatura es fundamentalmente algo de lo que el lector habla. Curiosa singularidad de Francia, como es sabido, semejante a la afición a comer ranas; tal actitud a un inglés le haría sonrojarse de vergüenza, para él eso es cosa de especialistas, o muestra de mala educación: el inglés se lleva un libro el fin de semana y lo rumia a solas en algún paraje campestre; es algo que es de su exclusiva incumbencia, un hábito literario sobre el que no experimenta la menor necesidad de extenderse particularmente, sobre todo si le proporciona emociones fuertes. […] Pero el francés, por el contrario, se clasifica por el modo que tiene de hablar de literatura, tema sobre el que no soporta que le pillen desprevenido: el hecho de que surjan en la conversación determinados nombres suscita automáticamente una reacción por su parte, como si se estuviera hablando de su salud o de su vida privada: es algo que le llega al alma; y sobre ese tema resulta inimaginable que no aporte su granito de arena. De ahí que en Francia la literatura se escriba y se critique sobre un fondo sonoro que le es propio y probablemente es imposible separar de ella. […] Si afirmo, por ejemplo (y lo hago), esgrimiendo una preferencia instintiva, sentida, que daría casi toda la literatura de los últimos diez años a cambio del único libro, poco conocido, de Ernst Jünger, Sobre los acantilados de mármol, o bien que la única novela francesa que ha suscitado mi interés desde la Liberación es una oscura obra de Robert Margerit, Mont Dragon, me cansaré muy pronto de repetirlo: la gente tolera una vez o dos que me divierta o que "provoque", pero si insisto me tildarán de cascarrabias. […] Cuando uno observa, sin participar, sin entrar en el juego, una conversación literaria, experimenta con un leve vértigo la impresión de que por lo menos la mitad de los que están hablando son daltónicos que hacen "como si": hablan y hablan sin parar de cosas que no perciben ni siquiera literalmente, que no percibirán nunca; no obstante, se forman de ellas una especie de imagen inmunizadora, con ese olfato propio de los ciegos: pueden dar vueltas en torno al tema, y la conversación discurre, cómoda, entre los precipicios, como el sonámbulo por el alero. Y es que el caso es pronunciarse, y zanjar el tema a toda costa. No puede ser de otra manera: el público francés no se concibe a sí mismo, como sucede en otros países, formando parte de una categoría de ciudadanos inofensivos a quienes une un hobby común, aunque ello no sea óbice para que cada uno de ellos elija, sin preocuparse de los demás, su rincón para pescar con caña; por el contrario, el público francés se imagina como un cuerpo electoral donde el voto es obligatorio, y donde cada escritor, cada libro una pizca relevante pone en marcha, con su sola aparición, un perpetuo referéndum.
      
     El escritor-funcionario
     Todo aquel a quien le publiquen un libro en Francia, a poco que el comienzo haya sido honroso, tiene todas las probabilidades de que sigan publicándole a perpetuidad. El susodicho, por lo demás, lo da por descontado, y un rechazo supondría para él una afrenta o una tenebrosa maniobra. Al igual que el editor sabe que tras un primer libro, inevitablemente —año antes, año después—, vendrá otro, el escritor considera plácidamente que ha firmado un contrato de por vida con el público: ha entrado en el circuito legal, con las consecuencias irreversibles de la adopción, y ello le crea una sensación de profunda seguridad: sabe que en la literatura francesa no se da empleo a nadie provisionalmente. De ahí que las componendas entre un editor y un autor se asemejen habitualmente en nuestro país a una renta vitalicia: desde un principio, el autor trabaja a largo plazo, moviéndose en un terreno seguro y previsible, con las mismas tradiciones de escaso rendimiento y considerable seguridad que son propias del pequeño ahorro. En ningún otro país tiende tanto la carrera del hombre de letras a identificarse con la del funcionario: por el momento, falta la apacible perspectiva de la jubilación, pero ese vacío el interesado se aplica activamente en colmarlo de variadas y múltiples formas.
     La literatura como producto. La obra como mercancía
     Una vez nos hemos "formado una idea" de cómo es un escritor (y todo el esfuerzo de nuestra crítica escrita y hablada propende a que semejante esclerosis intervenga con presteza), nos da pereza cambiar: nos movemos por un terreno seguro y leemos confiadamente, con los ojos ejercitados para aplanar los accidentes singulares de lo que se imprime; nuestros ojos ya están acostumbrados a la "producción" de ese autor, hemos sacado el promedio de sus obras, y ya sabemos a qué atenernos con respecto a éstas. Cuando dejamos caer indolentemente (lo hacemos diez veces al día) con un tono ufano de previsión cumplida: "Esto sólo puede ser de Fulano…" o "de Mengano…", satisfacemos de modo apenas consciente una tendencia instintiva, que consiste en hacer reaparecer la esencia permanente que se oculta bajo la apariencia accidental, en asociar la singularidad concreta y en ocasiones desconcertante de una obra con una especie de numen del escritor sobre el que nos jactamos de poseer inequívocos puntos de referencia. De ahí el malestar y la malevolencia apenas disimulada que los lectores manifiestan tan pronto como un escritor se atreve a cambiar de género: "era" novelista, ¿quién le manda meterse a escribir obras de teatro? […] Da la impresión de que en Francia sólo se consiente en leer a un autor (a leerlo de verdad) una sola vez: la primera; en la segunda lectura, ya es un autor consagrado, embalsamado en ese Manual de literatura contemporánea que la opinión y la crítica se encargan de tener al día, de reelaborar cada semana, como si fuera un diccionario académico —sabemos qué artículo ocupa el primer, el segundo o el tercer anaquel—; ningún lector se siente desorientado cuando se materializan para él dos o tres veces al año, con ocasión de alguna "venta" consagrada, las Galerías Lafayette de nuestra literatura; al contrario: el lector transita por ahí como por un sueño familiar, como por un arquetipo que hereda de un atavismo muy antiguo, como un niño al que llevaran al Paraíso de los juguetes. Cuando el placer literario, como ocurre en Francia, se aparta cada vez más del goce solitario y sentido para socializarse, para transformarse en perpetuo intercambio de signos de reconocimiento, en "placer-reflejo", en el modo de alinearse en una colectividad cambiante, y finalmente en camelo, la presión multiforme que nos rodea por doquier hace que acabemos no viendo (literalmente) esas formas consagradas, como no vemos realmente la moda del día, "lo que se lleva", con sus aspectos monstruosos, grotescos, aberrantes. […]
     Lo cierto es que la literatura es víctima desde hace unos años de una tremenda maniobra de intimidación por parte de lo no literario, y de lo no literario más agresivo.
      
     De la pretendida objetividad del juicio literario, aunque fundamentada en juicios de valor de carácter metafísico y ético
     La metafísica ha desembarcado en la literatura con ese fragor de botas pesadas que siempre, sobre todo al principio, nos impresiona. Miramos pasar a esos extraños ocupantes, a esos grandes bárbaros blancos, y les preguntamos el secreto incomprensible de su fuerza, una fuerza que no es sino la inanidad pasajera de lo que se alinea frente a lo ya existente. Un amigo que dirigía una revista literaria me comentaba un día su pasmo ante la marea ascendente de "topos" deformes, jasperianos, husserlianos y kierkegaardianos que acudían a llamar a su puerta: componían toda una tribu hambrienta, durante mucho tiempo refrenada en las fronteras, una tribu que se había abierto paso y pretendía establecerse, como en país conquistado, en esas tierras del gran público infinitamente más productivas que sus carrascales —pertrechados con armas e impedimenta, con sus costumbres, sus propios pasatiempos, su lengua, desconocida para los indígenas—. Las puertas que daban a la verdad no tardaron en cerrarse, por saturación, pero ya todo un pequeño pueblo de peregrinas costumbres había colonizado la literatura, que parecía circular por una trampilla secreta entre los excusados y la Revista de Metafísica y de Moral, y traía a veces a la memoria la frase de Sainte-Beuve: "Se tendría que abrir directamente una puerta de la cuadra a la biblioteca, y cuando Francisque Michel haya acabado en una, empujarlo a la otra, pero nunca dejar entrar a esa gente en el salón." Cuando uno ve al público bajar la voz como en las iglesias ante la aparición de novelas que, por lo demás, mueven a creer que la "Ucronía" del difunto Renouvier sería actualmente un best-seller, se pregunta si no han vuelto los tiempos de aquellas escrituras sagradas que el pueblo veneraba en la medida en que le embargaba la certeza de que la propia riqueza del simbolismo obsceno de éstas dejaba traslucir mejor la existencia de un sentido esotérico al que él jamás accedería. Existe cierta escatología provocadora cuya desaparición, contrariamente a lo que se cree, no menoscabaría gran cosa la novela metafísica moderna: para el público es el signo mismo del misterio; es un fetiche, un grisgrís que pasma, como la escoba de Ubu.
      
     El escritor moderno aprisionado por el mercado literario
     Intentemos frotarnos los ojos, captar a fondo (nunca es fácil) la diferencia —resultado de mil imperceptibles cambios— que separa actualmente la figura del "gran escritor" moderno del aspecto que podía presentar aún hace cincuenta años. Solicitado por esa fijación deformante, contaminado en su esencia por la intervención de esa "presencia de la masa", estrechamente imbricado en el continuum de cotidianidad fabulosa que desgranan en sartas convulsas los periódicos y los programas de radio, el escritor moderno se ha convertido en una figura de actualidad y, como tal, mágica, atrapada en el mismo fulgor inquietante de magnesio, la misma llama devoradora, enfebrecida, que parece abrasar a los que ilumina "por los dos extremos". Embutido con frecuencia en un eslogan que corre de boca en boca (media una diferencia instructiva entre los tímidos intentos de anteguerra: Drieu-y-Montherlant, Morand-y-Giraudoux, y el fulminante éxito de la conjunción, por lo demás contra natura: Sartre-y-Camus), el escritor moderno tiene aires a un tiempo de silueta cien veces vista en los carteles publicitarios, aires de "personalidad mundial", de árbitro de la moda, de director de conciencia de pacotilla que prodiga al albur de las revistas la calderilla de las recetas morales y sentimentales (podía leerse recientemente en una revista de modistillas este sorprendente titular: "He aquí el punto de vista oficial del existencialismo sobre la objeción de conciencia"), aires de gran sacerdote de religión secreta, de monumento público y de faquir birmano. (Por supuesto, también es otras cosas, y de ningún modo se le puede achacar una vulgarización de la que no es responsable.) […] Existe una relación entre la manera cruda, inútilmente provocadora con que se ha deformado y abultado la figura del escritor a través de ese baño de multitudes, y cierto estilo de la crítica que tiende a no reflejar más que un gesto enfebrecido de adhesión o de no adhesión, una simpatía y una antipatía puras, y que se manifiesta por ejemplo en los artículos, tan frecuentes hoy en día, en los que se "da un palo". Esa crítica tiene sus dioses y sus bestias negras, que son bestias negras y dioses para los críticos del otro bando. –— Selección y traducción de Javier Albiñana

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