La masacre

Tras la matanza de Oslo, muchos medios han destacado los rasgos del asesino que coincidían con el enemigo tradicional de la publicación, buscando una interpretación política. Pero quizá lo más aterrador de la tragedia es que carecía de significado.
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La masacre de Oslo ha sido una tragedia espantosa. Siento pena y rabia por las víctimas y solidaridad con sus familiares y amigos, y espero que el culpable sea castigado. El crimen es un ejemplo de horror puro, y creo que uno de sus aspectos más aterradores es que en buena medida carece de significado, que es la acción de un enfermo, y que nos recuerda nuestra fragilidad. Probablemente tenga sentido preguntarnos por la actuación policial y las medidas de seguridad. Pero también debemos saber que, incluso en sociedades libres y democráticas, hay un elemento imprevisto, absurdo y temible. Podemos reducir los riesgos, pero siempre conservaremos una parte de fragilidad frente a un asesino tarado.

Se ha escrito mucho sobre la matanza. Cuando todavía no se conocía la autoría del crimen, medios  de todo el mundo señalaban la pista islamista (ayudados por la reivindicación de una célula yihadista). El columnista de ABC Herman Tersch explicaba:

Noruega es un país muy significado en la OTAN, que ha tenido presencia significativa en todos los frentes de la Alianza, ahora en Afganistán y Libia. Tiene una colonia paquistaní considerable. Es una nación defensora de los valores occidentales, lejos de los relativismos culturales en boga en otros lares.
Plenamente solidaria con Dinamarca en la crisis de las caricaturas de Mahoma. Y con un imán de Al Qaida en la cárcel. Estas son probablemente las claves.

El presunto asesino, sin embargo, es Anders Breivik, un noruego rubio, cristiano, obsesionado por la inmigración musulmana. Ha sido un poco triste ver como cada medio arrimaba el ascua a su sardina, y convertía al villano en el enemigo tradicional de la publicación: el diario izquierdista Público titulaba “Un fundamentalista cristiano detenido como presunto autor” y señalaba los desacuerdos de Beivik con la política de José Luis Rodríguez Zapatero, mientras que Intereconomía denunciaba “La izquierda oculta que el asesino de Noruega es masón”. Además, estaba otro elemento agradecido: un crimen sangriento en una sociedad rica y liberal. En esos casos, siempre se dice que un país “ha perdido la inocencia”, o que había algo muy asqueroso bajo la alfombra, a menudo parafraseando Hamlet. Se han publicado artículos que dicen que la explicación del asunto, o la premonición, se encuentra en novelas policiacas como las de de Stieg Larsson (que era sueco pero es famoso y denunciaba a la extrema derecha), y Henning Mankell (que también es sueco) y Åsne Seierstad (que no escribe novela policiaca pero al menos es noruega) han publicado artículos sobre la matanza.

La orgía de estupideces ha continuado inmisericorde. Se ha estudiado el delirante manifiesto de Breivik: sabemos que admiraba a gente como Pamela Geller, que dice que el islam es una religión malvada, y Vladimir Putin; que creía que Zapatero era demasiado blando con los musulmanes; que leía a Stuart Mill. Le preocupaban los Balcanes (su propuesta era expulsar a todos los musulmanes de Europa y crear un campo de tránsito en Albania) e, indignantemente, plagiaba textos de Unabomber: ¿no sabía que por algo parecido dimitió un ministro alemán? Esto último era una variante de la frase de Quincey, que postula que uno empieza asesinando y terminar perdiendo los modales: el domingo, varios periódicos titulaban que el asesino había empleado balas ilegales. Hay gente que no respeta ni las normas balísticas cuando decide matar a sangre fría a decenas de personas. El manifiesto de 1.500 páginas es un refrito disparatado, el reflejo de una mente enferma.

Estos días la prensa alerta del ascenso de la extrema derecha en Europa. Se ha dicho que el terrorismo islámico nos había distraído del peligro del racismo europeo. Sin duda, el ascenso de partidos de extrema derecha y el repunte del nacionalismo y el populismo son preocupantes. Los discursos extremistas de derecha e izquierda son propensos a desembocar en la violencia. Pero no conviene mezclar las cosas. Aunque un energúmeno como Glen Beck ha comparado la reunión de jóvenes laboristas con un encuentro de las Juventudes Hitlerianas, ni los repugnantes partidos de extrema derecha  ni los dispares críticos del islam han alentado estos asesinatos (aunque algunas versiones del islam animan al exterminio de los enemigos). También sería un error clasificar todas las críticas la religión musulmana como islamofobia o incitaciones al crimen. Ni siquiera creo que, como dice Javier Valenzuela, la islamofobia sea el nuevo antisemitismo, a la manera de Pagafantas, donde los miércoles eran los nuevos viernes. La inmensa mayoría de los musulmanes europeos son ciudadanos que respetan la ley, han venido a Europa en busca de libertad y progreso, y tienen muchas cosas buenas que aportar al continente, pero podemos criticar aspectos de la religión musulmana, al igual que podemos criticar elementos de cualquier otra ideología.

A los grupos xenófobos hay que combatirlos con la palabra y con la razón. Como en el caso de los integristas islámicos, hay que usar con ellos todas las armas de la inteligencia y la libertad, desde el conocimiento histórico, social y económico a la pedagogía, la decencia y el sentido del humor. Los Estados democráticos tienen instrumentos para evitar que rompan la ley, y para perseguirlos si lo hacen. Esa es una batalla. Otra diferente es la de la matanza de Noruega, que no huele a podrido como Dinamarca, sino más bien a un horrible cuento lleno de ruido y de furia, cometido por un idiota, que no significa nada.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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