La represión preventiva

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En una típica maniobra de guerrilleros globales, el gobierno de Fidel Castro aprovechó la espantosa guerra de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Iraq, para desatar la más violenta represión política de los últimos cuarenta años en la isla. Entre el 18 y el 21 de marzo, fueron arrestados 78 opositores pacíficos, afiliados a las asociaciones de periodistas, bibliotecarios y economistas independientes y miembros de las principales organizaciones civiles y políticas, promotoras del respeto a los derechos humanos, que existen en Cuba. A principios de abril, los 78 disidentes, que conforman la franja ejecutiva de una naciente red nacional de oposición democrática, fueron sentenciados, de acuerdo con la Ley 88 de 1999, aprobada unánimemente por el Parlamento Cubano, a penas que oscilan entre doce y veintisiete años de cárcel, aunque los fiscales llegaron a solicitar sentencias de 75 años de prisión y cadena perpetua.
     En juicios sumarios, celebrados a toda velocidad y sin apego a las más elementales normas jurídicas de un estado de derecho, los opositores fueron declarados culpables del delito de “realización de actos subversivos encaminados a afectar la independencia y la integridad territorial cubana”. En las “Conclusiones Provisionales Acusatorias” del fiscal Miguel Ángel Moreno Carpio, contra el poeta Raúl Rivero y el periodista Ricardo González Alfonso, se establece que esos delitos “contra la seguridad del Estado” consisten en dos tipos de actividades: escribir opiniones críticas sobre el régimen cubano en publicaciones independientes de la isla y el exilio, como El Nuevo Herald (Miami), De Cuba (La Habana), Encuentro de la cultura cubana (Madrid) y Revista de la Fundación Hispano-Cubana (Madrid), y mantener un vínculo recurrente con diplomáticos de la Sección de Intereses de Estados Unidos en la Habana, una oficina a través de la cual sólo llega una parte del escaso apoyo financiero y tecnológico que la disidencia recibe del exterior y que proviene, fundamentalmente, de donaciones privadas del exilio moderado.
     Intentemos razonar esta degeneración de la justicia revolucionaria en Cuba, aunque su irracionalidad nos abrume. En un sistema político como el cubano, el cual, a pesar de las importantes reformas económicas e ideológicas de los noventa, sigue siendo una copia caribeña de la Constitución estalinista de la urss de 1936, no existen libertades públicas al margen del Estado. Esto significa que asociarse civil o políticamente, fuera de las instituciones del gobierno, o expresar un juicio frontalmente crítico del régimen cubano y, sobre todo, de su máximo líder, Fidel Castro, es realizar un acto ilegal. Algo más grave aún: es cometer un delito de sociabilidad y conciencia, contemplado en los artículos 530, 540 y 620 de la Constitución socialista, y tipificado en el 180 y el 910 del Código Penal, como “asociación ilícita” y “propaganda enemiga”. La Ley 88 de 1999, concebida inicialmente como una legislación antídoto de la enmienda Helms-Burton, que en 1996 recrudeció el injusto embargo comercial de Estados Unidos contra la isla, refleja claramente la peligrosidad que el régimen de Fidel Castro atribuye a la oposición y la crítica.
     Pero, ¿cuáles son las ideas peligrosas de los disidentes cubanos? La economista Marta Beatriz Roque, condenada a veinte años de cárcel, demanda en sus escritos que el gobierno cubano autorice la pequeña y mediana empresa privada. Otro economista, Óscar Espinosa Chepe, también sentenciado a veinte años de prisión, aboga por el cese del embargo comercial de Washington, el aumento de las inversiones europeas y latinoamericanas y la normalización de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba. El politólogo Héctor Palacios (veinticinco años), defensor del Proyecto Varela, piensa que es posible partir de la actual legislación socialista para proponer una reforma que |garantice el derecho de asociación. El periodista Ricardo González Alfonso (veinte años), desde las páginas de la revista De Cuba, que él dirige, intenta abrir un espacio para la libertad de expresión, en el que concurran diversas opciones reformistas y donde predomine la crítica de la realidad cubana, tan enaltecida por la prensa oficial.
     Los poemas y crónicas que Raúl Rivero envía al mundo, además de ser fragmentos de la mejor literatura cubana contemporánea —verdad que reconocen en el silencio de su vergüenza los políticos culturales de la isla— hablan, con mezcla de humor y amargura, de las miserias de la vida habanera: los camellos y guaguas abarrotados de gente, la colas interminables, los derrumbes y apagones, el hambre y la sed, las conquistas de una jinetera, los acosos de un policía. ¿Cuál es la verdadera culpa de Raúl Rivero? Sencillamente, exportar “tergiversaciones de la realidad” cubana: difundir una imagen “desvirtuada” del paraíso castrista. Y eso es muy grave, ya que un régimen totalitario, como el cubano, construido sobre una Revolución inmensamente popular, necesita para subsistir de esa aureola mítica de redención y felicidad que envuelve a la isla y, gracias a la cual, una parte del mundo todavía rinde pleitesía a Fidel Castro en su guerra santa contra el imperialismo.
     Estas percepciones críticas de la sociedad cubana las comparten muchos intelectuales y políticos de la isla. Sin embargo, lo que determina la condición de un opositor no es qué piensa, sino desde dónde lo hace. Los disidentes cubanos han decidido pensar y asociarse al margen de las instituciones políticas del Estado y eso, desde la lógica partisana del poder revolucionario, no es oposición, sino enemistad, traición y no disidencia. En Cuba, la cualidad de “mercenario”, “agente del imperialismo yanqui” o “contrarrevolucionario al servicio de una potencia extranjera”, por la cual un ciudadano puede perder las garantías individuales básicas de cualquier sociedad moderna, está definida jurídicamente por la comisión de un doble delito: de conciencia —expresar públicamente su desacuerdo con el sistema— y de sociabilidad: formar parte de una asociación independiente del Estado.
     En los juicios “sumarísimos” celebrados en la Habana a principios de abril, ningún fiscal presentó una sola prueba de que alguno de los 78 opositores, acusados de “atentar contra la independencia de Cuba”, conspirara para propiciar una invasión de Estados Unidos contra la isla, la anexión de ésta al país vecino, un atentado contra alguna personalidad o institución del gobierno, una revuelta armada o, tan siquiera, un llamado a la desobediencia civil. En ninguno de los exhaustivos registros de la policía en las casas de los disidentes se encontraron armas: sólo libros, revistas, periódicos, manuscritos, computadoras, cámaras fotográficas, grabadoras, televisores y videos. Los fiscales demostraron que estos opositores pacíficos tenían contactos frecuentes con diplomáticos de la Sección de Intereses de Estados Unidos en la Habana. Pero ocultaron la evidencia de que también sostenían una relación, cada vez más fluida, con las embajadas de Francia y Alemania, República Checa y Polonia, Suecia y Holanda, España y Gran Bretaña, México y Chile.
     La fiscalía castrista no presentó prueba alguna de que uno o varios disidentes realizaran labores de espionaje o inteligencia en Cuba o que hubieran sido reclutados alguna vez por la cia. En cambio, destapó a doce agentes de la Seguridad del Estado que se habían infiltrado en la disidencia: uno de ellos, Manuel David Orrios, fue el organizador de las “ofensivas” reuniones de la oposición en casa del diplomático norteamericano James Cason. Tampoco demostró que las asociaciones de periodistas, economistas y bibliotecarios independientes, que los partidos políticos o los organismos no gubernamentales de derechos humanos —que agrupan a esta oposición pacífica y moderada— fueran instituciones subordinadas al gobierno de Estados Unidos, a la Fundación Nacional Cubano Americana o a cualquier otra organización política del exilio cubano. En ninguno de los juicios se expusieron evidencias de que cualquiera de las publicaciones de la diáspora, implicadas en los casos, estuvieran financiadas y dirigidas por el gobierno de Estados Unidos o alguna institución cubanoamericana.
     Si un gobierno como el cubano, capaz de condenar a veintisiete años de cárcel a un opositor pacífico y moderado, no presenta pruebas incriminatorias en un juicio “sumarísimo” es porque carece de ellas. De manera que la acusación de “atentado contra la seguridad del Estado” es un subterfugio para la desarticulación de una red opositora, que se conduce cívicamente, por medio del encarcelamiento de su liderazgo nacional. Sin un verdadero expediente judicial, pero temeroso de la influencia creciente de esa oposición pacífica, el gobierno de Fidel Castro ha tenido que recurrir a la ficción de que los disidentes no trabajan para cambiar un régimen, sino para destruir un país. Esta ficción, como es sabido, se inspira en la totalitaria identidad entre Estado y Nación, Patria y Revolución, Fidel Castro y Cuba que postula la ideología oficial y que difunde el equívoco de que la independencia nacional de la isla sólo puede preservarse bajo un régimen autoritario.
     Sin embargo, los 78 opositores cubanos, hoy injustamente privados de libertad, son políticos nacionalistas, inspirados en una moralidad patriótica que puede resultar excesiva desde latitudes más cosmopolitas o desencantadas. Los testimonios de que desean, a la vez, la soberanía y la democracia para su país están plasmados con elocuencia en documentos como La patria es de todos (1997), de Vladimiro Roca, Marta Beatriz Roque, Félix Bonne Carcasés y René Gómez Manzano, o el Proyecto Varela, promovido por Oswaldo Payá y el Movimiento Cristiano de Liberación. Ese patriotismo es el que motiva estos versos de Raúl Rivero, donde la “intensa aventura” de la disidencia aparece como un deber cívico: “Te conozco, Patria / te conozco / y una definición insulsa / se parece a mi traje / Yo te conozco / personalmente, digo, / y es en la intensidad de esta aventura / donde te puedo conocer / Tierra que sufro / que nos sufrimos / que nos sufriremos.”
     La ficción castrista, que presenta a los opositores y a los exiliados cubanos como apátridas y mercenarios, se relaciona con otra no menos perversa: aquella que representa a Cuba como una plaza sitiada, como una pequeña nación en guerra contra Estados Unidos, siempre a punto de ser invadida y conquistada por el imperio. Nadie, con cultura histórica media, se atrevería a negar que la política de Estados Unidos hacia la Revolución Cubana se ha caracterizado por el encono y la hostilidad. Subsistencias de esa confrontación son, hoy, el impolítico embargo comercial, la extraterritorial e injerencista Ley Helms-Burton y la llamaba Ley de Ajuste Cubano que, unida a la falta de libertades públicas en la isla, alienta la dramática emigración ilegal. Sin embargo, en la última década, Washington ha abandonado totalmente la política de subversión del régimen cubano. Hoy el Pentágono admite que Cuba no representa peligro alguno para la seguridad estadounidense, los grupos beligerantes del exilio cubano son reliquias de la Guerra Fría y los ejércitos de ambos países mantienen una desconocida y eficiente colaboración en temas militares, migratorios y de lucha contra el narcotráfico.
     El escenario de una invasión de Estados Unidos a Cuba es una fantasía perversa que le permite al gobierno cubano, y a sus defensores irracionales en el mundo, justificar la represión. Es cierto que en los primeros meses de 2002, algunos funcionarios del Departamento de Estado intentaron colocar a Cuba en el maniqueo “eje del mal”. Circularon, incluso, rumores infundados de que en las avanzadas instituciones de biotecnología e ingeniería genética de la isla podrían fabricarse armas de destrucción masiva. El reaccionario y agresivo discurso del presidente George W. Bush en Miami, el 20 de mayo de ese año, vino a soliviantar el espíritu de venganza que, en efecto, aún poseen los círculos intransigentes del lobby cubanoamericano. Sin embargo, la visita del expresidente James Carter a la Habana, los viajes de decenas de congresistas republicanos y demócratas, las primeras ventas de medicinas y alimentos, el intenso cabildeo a favor del levantamiento del embargo, la creciente influencia del exilio moderado y el apoyo mayoritario de la opinión pública norteamericana a una normalización de relaciones con Cuba desvanecieron esa peligrosa alternativa.
     Consciente de la naturaleza ficticia de ese peligro, el gobierno de Fidel Castro ajustó la represión de la disidencia al cronograma de la campaña angloamericana en Iraq, con el fin de camuflar un acto de terrorismo de Estado bajo el clima mundial de rechazo a una guerra unilateral. El 18 de marzo, cuando se vencía el ultimátum de Bush, comenzaron los arrestos, y el 9 de abril, mientras caía Bagdad, el canciller cubano Felipe Pérez Roque anunciaba el fin de los juicios “sumarísimos” contra los “mercenarios”. La comunidad internacional, en vez de cerrar los ojos a la represión cubana, ha sabido mirar a ambos lados y manifestar su rechazo a la guerra unilateral de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Iraq y al injusto encarcelamiento de decenas de opositores pacíficos y moderados en la Habana. Hoy, la mejor opinión pública mundial se opone, con la misma pasión, al imperialismo de George W. Bush y al totalitarismo de Fidel Castro.
     Después de una muestra palmaria de que, en Cuba, la falta de libertades civiles y políticas es constitutiva del sistema, el gobierno de Fidel Castro desea que las democracias latinoamericanas y europeas no apoyen la resolución presentada por Uruguay, Perú, Nicaragua y Costa Rica en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra. Esta vez, el apoyo internacional a dicha resolución, que se limita a sugerir al régimen cubano que mejore la situación de los derechos humanos en la isla, parece inevitable. Habría que insistir, sin embargo, en que ese apoyo no implica un alineamiento con la política de Washington hacia la Habana, ya que América Latina, junto con Europa y Canadá, trata de impulsar una diplomacia que combine el intercambio comercial y cultural con la isla, obstruido por el embargo norteamericano, y la presión internacional a favor de un cambio democrático en Cuba.
     La lectura de las actas acusatorias de la fiscalía castrista contra la disidencia cubana permite concluir que la Habana carece de pruebas para encarcelar a los opositores por “servir a una potencia extranjera”. El único argumento tentativo o virtual con que cuenta el gobierno de Fidel Castro es que esos opositores pacíficos, al expresar públicamente su desacuerdo con el régimen o al asociarse libremente al margen del Estado, “podrían” favorecer una “posible” agresión de Estados Unidos contra Cuba. Wolfowitz, Rumsfeld y otros doctrinarios de la “guerra preventiva” utilizaron un argumento similar para atribuir a Estados Unidos la arbitraria potestad de atacar, sin pruebas, a cualquier “estado villano” del “eje del mal” que “pudiera” fabricar armas de destrucción masiva y ser cómplice del terrorismo internacional. Fue así como el gobierno de Fidel Castro, como bien ha dicho el escritor Héctor Aguilar Camín, se propuso ocultar tras la cortina de humo del bombardeo a Iraq una represión preventiva contra la disidencia cubana.
     En una larga conferencia de prensa, el 9 de abril, el canciller Felipe Pérez Roque intentó compensar la ausencia de pruebas de la fiscalía cubana mostrando evidencias del financiamiento externo de la oposición. Sin embargo, la suma de las cifras de los talonarios mostrados no pasa de 15,000 dólares, y el poco dinero recibido a través de remesas privadas no puede ser atribuido a dependencia alguna del gobierno de Estados Unidos. Los millones de dólares, de que habló el canciller Pérez Roque, son fondos que manejan, con fines domésticos, algunas instituciones del poderoso lobby cubanoamericano, en Washington y Miami, y no ingresos de la disidencia interna, como mañosamente intentan difundir el gobierno cubano y sus partidarios en el mundo. El objetivo de esta descalificación es presentar a los opositores como millonarios, incentivando así el odio social contra ellos, en un país con una economía empobrecida y altamente estatalizada. Por lo visto, el régimen de la isla está tan obsesionado con la crítica como con el dinero: le aterra la posibilidad de que estos dos enemigos se unan en su contra.
     Tal vez, el gobierno de Fidel Castro tenga razón cuando afirma que los opositores no fueron procesados por sus “ideas”, sino por sus “conductas”. Una conducta, una actitud, es, precisamente, lo que define la condición de un opositor pacífico al régimen castrista. Una conducta de rechazo a la ausencia de libertades públicas en la isla y a favor de una transición pacífica a la democracia —con todos los actores políticos, incluido el propio Fidel Castro y su círculo de poder— que sea capaz de preservar intacta la soberanía del país y que propicie una reconciliación nacional, después de cuatro décadas de violencia y rencor. Es esa conducta, esa actitud, y no aquel estereotipo que presenta a los disidentes como “vagos”, “parásitos”, “antisociales”, “mercenarios”, “escorias” y tantos otros sinónimos sacados del diccionario de la infamia, la que fue encarcelada a principios de abril en la Habana y la que, sin una enérgica condena internacional, podría permanecer injustamente en prisión durante muchos años. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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