La Virgen Bendita comparada con el aire que respiramos

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Aire nato, nodrizo aire del mundo

que por doquier me anida,

que la pestaña o el cabello

ciñe; que sale rumbo a casa, entre

el más delgado copo de nieve, delineado

con gran delicadeza; que con todo derecho

está mezclado, incógnito, y se interna

en la vida de cada cosa mínima;

este preciso pero inagotable

y presente elemento;

mi más que los manjares y bebidas,

mi merienda con cada parpadeo;

aire que, por precepto de este paso,

mis pulmones debieran de tomar y tomar

para aspirar ahora sus elogios,

y que me hace memoria en muchas formas

de aquella que no solo

diera a la infinitud de nuestro Dios,

reducida a la infancia,

bienvenida en el vientre y en el seno,

salida, leche y todo lo restante,

sino que alumbra cada gracia nueva

que espera nuestra especie:

María Inmaculada,

mujer tan solo, pero

cuya presencia tiene un poderío

mayor al que en las diosas

sonaran o soñaran;

quien esta sola obra debe realizar.

Deja pasar Su gloria,

gloria de Dios que habría de dar paso

por ella y desde ella discurrir

total, y de este modo únicamente.

                Yo digo que nosotros estamos navegados

por todas partes de misericordia

como si fuese aire;

lo mismo con María, más de nombre.

Ella, rústica red, realzada túnica,

cubre al planeta pecador

desde que Dios dejó que dispensase

la providencia Suya con plegarias.

Pero no, mucho más que limosnera,

es ella el dulce ser de la limosna

y el hombre debe honrarla, compartiendo

su vida cual la vida con el aire.

                Si lo he entendido bien,

ella manda maternidad altísima

a toda nuestra fantasmal fortuna

e interpreta, discreta, su papel

en torno al corazón latente de los hombres,

culminando, diluvio delicado de aire,

la danza del desahucio hasta su sangre;

aunque ninguna parte que no sea

sino de Cristo nuestro Salvador.

Tomó Él Su carne de la carne de ella:

la toma cálida y más cálida,

si bien mucho el misterio es cómo

no carne, sino espíritu,

y erige, ¡oh Excelente!,

en nosotros las nuevas Nazaret,

donde ella todavía está por concebirlo

de mañana, de tarde y por la noche;

nuevos Belén, y él brote

allí de tarde, noche y de mañana.

Belén o Nazaret,

que aquí los hombres muestren aspirar

más Cristo aún y rechazar la muerte;

que quien, así nacido, viene a hacerse

un nuevo ser y un yo más noble

en uno y cada uno,

y muestra más, cuando se cumple todo,

ser el hijo de Dios y de María.

                Miren de nuevo arriba

cómo el aire es azul.

¡Oh, cómo! No hagan nada sino estar

donde se pueda levantar la mano

al firmamento: espeso, espeso lame

los cuatro huecos que hay entre los dedos.

Pero tal sacudida de zafiro,

cargado, saturado cielo, no

ensuciará la luz. Sí, asómbrense:

no causa ningún daño.

Los días de un azul cristal son esos

en los que todos los colores brillan,

cada silueta y cada sombra sale.

Azul sea: este cielo tan azul

el siete o siete veces siete matizado

rayo de sol habrá de transmitirlo

perfecto, sin alteración alguna.

Si allí se asoma suave

en cosas cautas, altas;

si repunta respiros, por un respiro más

la Tierra es la que triunfa en atractivo.

Si el aire no creara

este alud del azul y se apagase

su fuego, se sacudiría el sol,

enojada y enceguecida esfera

oculta entre la oscuridad, y todos

los astros rodarían enrollándolo,

parpadeando cual pizcas de carbón,

como cristal de cuarzo o centellas de sal

en sucia y vasta bóveda.

                Así pues, Dios fue dios de las distancias:

una madre llegó para moldear

esos miembros que son, como los nuestros,

los que deben dejar que nuestra estrella

matutina sea más amada por el hombre;

cuya gloria desnuda cegaría

o triunfaría sobre la idea del individuo.

Por ella es que podemos verlo a él

más dulce, no apagado,

y la mano de la Madona libra

su luz para que asiente en nuestros ojos.

                Sé entonces tú, oh tierna

Madre, mi atmósfera;

dichoso mundo, donde

prosiga mi camino sin encontrar pecado;

sobre mí, en derredor,

yaz y enfrenta mis entornados ojos

a un cielo tierno y terso;

agítate en mi oído, habla allí

de amor de Dios, oh dinámico aire,

de paciencia, de purga y de plegaria:

nodrizo aire del mundo, aire nato,

embalado contigo, aislado en ti,

dale techo a tu hijo, corta el trecho. ~

 

– Versión de Hernán Bravo Varela

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