Las ferias del libro en tiempos de crisis

En esta conversación doblan y desdoblan preocupaciones sobre el papel de las ferias del libro en la cultura en México y la participación del Estado en su organización y financiación, especialmente en estos tiempos de crisis.
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De: Mónica Nepote

Para: Cristina Rivera Garza

Fecha: Lunes 3 de nov. de 2014, 8:13

Asunto: Mail 1 Feria del libro

 

Querida:

Voy a ser muy sincera, al hablar de feria de libro me resulta imposible no sucumbir a la remembranza.Cuando tenía dieciocho años o casi, cursaba el último año de la preparatoria y tenía esa curiosidad insólita que corresponde a la adolescencia: mezcla peculiar de ingenuidad y avidez en la que toda propuesta que implicara cultura, aparecía como la gran promesa, el gran y fantástico viaje que hacía parecer que dejar la infancia había valido la pena, una trampa del momento de vida, sin duda. Fue cuando descubrí las ferias del libro. Entré por la puerta grande, que en ese momento era una feria que apenas arrancaba y no el conglomerado que es ahora: la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Las razones por la que fui esa primera vez, no tenía que ver propiamente con los libros, quería ir a un concierto de la entonces conocida banda El Personal. De pasada entré al bloque de concreto llamado Expo Guadalajara, que ya alojaba la feria.

Mi ilusión de adolescencia me hizo pensar que todo aquello era fantástico, libros y más libros. Guadalajara era un ciudad con muy pocas opciones culturales, más allá de los diez días de feria y los días de cine, la ciudad ofrecía dos o tres cosas al año. En ese momento, aquella Feria era un esbozo de lo que llegaría a convertirse. El recinto mismo tenía una extensión reducida, las actividades, como suele ocurrir ahora, eran simultáneas y se montaban unas con otras, incluso físicamente (esta característica fue por fortuna erradicada). Alguna vez en el segundo o tercer año asistí a un performance basado en Pedro Páramo que hacía un grupo de bailarines y escritores como proyecto de un taller de Ricardo Yáñez; resultaba complicado seguir la acción porque entraba ruido de todas partes.

Pero, ¿a dónde voy con mi nostalgia? Tal vez a ubicarme en el tiempo y en el espacio como lectora y como consumidora de libros. El cambio que se dio a finales de los años ochenta hacia el actual, es un momento particular. No solo porque es la época histórica que nos toca transitar a quienes escribimos y leemos en el presente, sino porque este pasadizo significó la transformación del mundo analógico al mundo digital; los noventa es la década de la aparición de Internet, la expansión y difusión de las máquinas y dispositivos de uso personal que permitieron que la reproducibilidad técnica fuera una cosa no solo cotidiana sino doméstica y porque, desde luego, la cultura digital ha traído otros aires a la forma de producir libros –y como bien sabemos, la forma en que se produce, se consume y se difunde la escritura–. No estoy diciendo nada nuevo, pero quiero detenerme a ver, en una especie de cámara lenta cómo fue esa transición y cómo nosotras nos fuimos integrando a un ritual de ferias que comenzó también a desplegarse a partir de entonces.

La feria presenta ahora un panorama distinto: un conglomerado de actividades donde los salones de presentaciones se han extendido tanto como los corredores dedicados a que los libreros ofrezcan sus novedades, donde figuras internacionales aderezan el programa, donde se organizan fiestas, se cierran negocios, se discute el futuro y, de pasada, se presentan libros y algunas veces se habla de literatura. Casi nunca de poesía y menos de poesía experimental o ciberpoesía o géneros que ponen en jaque ideas de canon pese a que ya son parte de lo cotidiano: transmedia, hipermedia, intermedia… Porque una feria de libro es eso: una feria alrededor de un producto de papel, impreso masivamente cuyo fin es insertarse en el mercado.

Un panorama que, según mi nostalgia, poco tiene que ver con aquella feria que comenzó con los problemas de todas: cómo armar, en torno a la idea del libro a la manera de un símbolo de cultura, una feria que resulte atractiva, que fomente la lectura, que convenza a la ciudadanía de que leer es una actividad valiosa.

 

De: Cristina Rivera Garza

Para: Mónica Nepote

Fecha: Lunes 3 de nov., 2014, 11:37

Asunto: Re: Mail 1 Feria del libro

 

Empecemos con la memoria. Escribía a solas y leía a solas, así empieza más o menos todo. Vivía, se entiende, en la provincia mexicana, primero en el norte del país –una región a la que se le denomina Aridoamérica no solo por cuestiones de clima sino también, ahora lo sospecho, por un énfasis siempre ambivalente sobre cualquier cosa relacionada a la producción cultural– y después en el centro, a un lado de la ciudad de México, pero no en lo que por décadas fue la meca de la así llamada alta cultura. No pude en realidad empezar a hablar de libros –que era lo único que me importaba– hasta que me inscribí en la carrera de sociología, en la gloriosa unam. Esas conversaciones –locas, desiguales, apasionadas, graves, alharaquientas– fueron todas fundamentales para construir una comunidad dentro de la cual mi afán –mi loco afán– de leer y escribir libros se convirtió en algo posible y factible. Vamos, real.

Mi primera visita a la fil de Guadalajara amplió esa sensación, multiplicándola. Poco sabía yo de los aspectos comerciales de aquellos que se dedican al negocio del libro, porque lo que me importaba entonces, como ahora, era la posibilidad de hacer contacto y ampliar a esa extraña comunidad de hombres y mujeres a quienes les importa la lectura y la escritura tanto como la respiración. La fil me los puso ahí, todos juntitos. Y eso, en Guadalajara o en otros sitios, sigue siendo un privilegio.

Estoy al tanto de los manejos de los grandes consorcios y de ese salón con mesitas redondas donde se discuten derechos, y se compran y venden firmas. Al final de la fil los periódicos no hablan tanto de las conversaciones generadas como del número de libros que cada editorial pudo vender en el mercado. Los cincuenta minutos exactos de los que dispone cada presentación de libro le da a los salones del caso más un aura de fábrica que de conversatorio. Todo eso es cierto. Pero también lo es que, por muchos años, la fil tuvo programas que llevaban a distintos escritores a salones de clase de distintas escuelas secundarias y preparatorias de Guadalajara. Hace un par de años hice presentaciones de El mal de la taiga, por ejemplo, tanto en un salón de la fil como en el iteso; también hice una presentación de Dolerse. Textos desde un país herido en el contexto de la fil, en el famoso bar El Gato Negro. Hay, también, clubes de lectura independientes y activos que no faltan a la cita del libro año tras año, conformando una especie de familia esporádica que se lleva títulos para irlos compartiendo a lo largo del año por venir. Existe una sección pequeña pero puntual en la que editores independientes ponen sus libros a nuestra disposición –y es en la fil donde por lo regular adquiero algunos de esos libros calificados de inclasificables que, de otra manera, me costarían viajes larguísimos o envíos muy costosos–. Hay también espacios para eventos más interactivos y menos dogmáticos que van desde performances hasta happenings. ¿Cómo le podemos hacer para que estos aspectos –que a mí me gustaría englobar con el término de comunidades de lectura– se fortalezcan incluso en el contexto del negocio artero y la banalidad cultural?

Creo que Ulises Carrión tenía razón en aquel texto sobre El nuevo arte de hacer libros –a los autores que no percibimos una línea férrea entre el trabajo intelectual de concebir textos y el trabajo manual de producir libros, también nos toca imaginar canales alternativos de circulación, es decir, maneras de compartencia los que no delimite ni el mercado ni la ganancia. Si Antoine Volodine tiene razón, lo que importa no es tanto cuántos libros se vendan, sino cuántos de estos libros se quedan en la memoria y, aún más, cuántos de ellos permanecen con nosotros a habitar en nuestros sueños. ¿Puede una feria de libro ayudar a que esto suceda? No veo por qué no.

 

La conversación completa puede leerse en nuestro número de diciembre de la versión para tabletas

Letras de un país que arde

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