En el paisaje cultural mexicano, Vicente Leñero es una criatura única. Como pocos escritores, su obra transita libremente por una gran variedad de géneros y registros. Por un lado, está el periodista, autor de crónicas memorables, sobreviviente del golpe presidencial contra Excélsior en 1976 y fundador de una de las aventuras más importantes del periodismo mexicano. ¿Podemos imaginar las últimas tres décadas de nuestra vida política sin Proceso? Creo que no. Aun con esta trayectoria, Leñero ha afirmado en varias ocasiones que la literatura ha sido más importante en su vida que el periodismo. A la largo de más de cincuenta años de escritura, ha publicado diez novelas, entre las que destacan Los albañiles y Los periodistas, varias colecciones de cuentos, así como veintitrés piezas teatrales, editadas en dos volúmenes por el Fondo de Cultura Económica. Como guionista cinematográfico, tiene más de treinta créditos en cintas como El crimen del padre Amaro, El callejón de los milagros y La ley de Herodes, por mencionar algunas. Sus talleres de dramaturgia y guionismo han convocado a varias generaciones de escritores, que buscan en él las claves para descifrar los misterios de la estructura dramática y los secretos de la verosimilitud.
Católico anticlerical, amante del beisbol, siempre me ha llamado la atención su espíritu autocrítico, cualidad poco frecuente entre nosotros. En Vivir del teatro, la hilarante crónica de su paso por la tabla, no cesa de enumerar sus errores. Por supuesto, tampoco se tienta el corazón para externar sus opiniones sobre los demás. Lejos del hermetismo infranqueable, Leñero brilla por su transparencia. Es directo, claro, preciso. Paradójicamente, gran parte de su obra está marcada por una relación ambigua entre la realidad y la ficción. En sus textos, esta frontera se vuelve borrosa. Como lectores, no siempre sabemos si estamos tratando con el escritor o con el periodista. Sin embargo, una cosa es clara: a ambos les preocupa la verdad. Desde el punto de vista teatral, Leñero sigue los pasos de Rodolfo Usigli y abraza el realismo como eje central de su ideario estético.
A lo largo de su obra dramática, explora distintos usos de las convenciones realistas. En ocasiones, como Pueblo rechazado, me parece que busca un realismo documental, que le permite a la ficción ser una herramienta de análisis político y social. El gran seguidor de esta vertiente es Víctor Hugo Rascón Banda, cuyas obras a menudo son denuncias, casi periodísticas, en escena. En otros casos, como La mudanza, pareciera que el realismo de Leñero va encaminado a lograr una síntesis que adquiere un valor simbólico, que representa una condición nacional o colectiva. A mi juicio, el más logrado de estos experimentos es La visita del ángel, que vi en la segunda escenificación de Ignacio Retes, actuada por él mismo, en el foro Sor Juana Inés de la Cruz de la unam. En esta obra, Leñero recurre a un hiperrealismo que se expresa a través del uso del tiempo. Recuerdo una larga secuencia de acciones que antecedía a los diálogos. Dos ancianos realizaban una serie de actividades muy cotidianas. Conforme pasaban los minutos, se creaba una atmósfera que oscilaba sin distinciones entre lo ominoso de la muerte y la sencillez de la vida. El resultado era muy eficaz.
Por desgracia, la última pieza teatral de Leñero, Don Juan en Chapultepec, fue escrita hace más de quince años. Harto de los desencuentros con directores, actores y escenógrafos, Leñero optó por alejarse de los escenarios. Me resulta extraño que este autoexilio no haya merecido más comentarios entre la llamada comunidad teatral. Finalmente, se trata de uno de los dramaturgos vivos más importantes de México. Tratando de entender esta renuncia me vienen a la mente varias obras suyas, que, aunque exploran situaciones íntimas, fueron objeto de escenificaciones espectaculares. Pienso, por ejemplo, en El martirio de Morelos y La noche de Hernán Cortés, las dos dirigidas por Luis de Tavira. En ambas piezas, Leñero observa a un personaje histórico al final de su vida, desprovisto de gloria, batallando con sus recuerdos. También recuerdo Los perdedores, una obra sobre la mexicana disposición al fracaso, vista desde el deporte. Escrita como una mirada a las intimidades del vestidor, Daniel Giménez Cacho hizo un montaje a gran escala sobre una escenografía que representaba un estadio. O ¡Pelearán diez rounds!, basada en la vida del boxeador Bobby Chacón, dirigida por José Estrada, cuyo montaje incluía escenas de box, interpretadas por José Alonso y el mismísimo Pipino Cuevas. Me pregunto si en ese fervor por explorar los límites del realismo no está, oculto, a la sombra, el germen del gran espectáculo. Puede ser que no.
Su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua se tituló “En defensa de la dramaturgia”. En él, expone sus desacuerdos con la figura del director, quien, a su modo de ver, desdeña la literatura en favor del espectáculo. Como director de escena, leo sus palabras y siento que me regaña airadamente. Aunque me interesa (y mucho) la dramaturgia mexicana, siempre he pensado que hay algo excesivo en la convicción de Leñero de que el único sentido del teatro mexicano es escenificar a los dramaturgos mexicanos. “O dramaturgia mexicana o silencio”, escribió parafraseando el apotegma de Usigli. Por otro lado, en esta época donde hay teatro sin personajes o sin historia, extraño ir a ver una nueva obra suya. Y en definitiva coincido con él cuando sostiene que se hace teatro para “sentir la ilusión de que se captura por unos instantes el fugacísimo presente de la vida que vivimos aquí”. ~
(Letras Libres, diciembre 2014)
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.