Libertad

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La palabra libertad ya solo funciona si va con “mercado”. Libertad a secas no significa gran cosa. La palabra es un anacronismo, pero ni siquiera produce nostalgia, ya que las acepciones que se pueden evocar han desembocado en este ahora. Y este ahora, al no reconocer esa palabra, al no encontrarle sitio ni función, acaba por borrarle la genealogía, lo que significó en otros momentos, por ejemplo, en los últimos cincuenta años.

Al dejar de funcionar, la palabra hueca ha ido eliminando su pasado, lo ha transformado en esta furia veloz, en esta ansia de algo que quizá no sabemos qué es. Buscamos el futuro haciéndolo, o eso nos indica el meme común. Es posible que nunca haya sido tan vívida la sensación de que cada cual está arañando las capas del futuro (como Remedios la bella se comía las paredes) con tanta ansiedad. Quizá queremos despejar la incógnita del progreso, nuestro mito fundacional cuestionado por los cataclismos diarios, por tantos fantasmas que se vuelven zombis, por esa subida del nivel del mar de ocho centímetros desde 1992 o las enormes islas de plástico, que ya van a ser incluidas en los mapas. Quizá queremos perseverar en ese progreso indefinido que desafía a tantas leyes. La forma elemental, primitiva, de obtener esa confirmación es crecer económicamente: ¡todos a tope siempre! La fórmula matizada, tal vez civilizada (si la palabra no ha volado también), sería crecer sin destrozar, o bajando el ritmo del destrozo. Crecer sin tantas víctimas colaterales. Millones de personas han salido de la pobreza extrema. Guay, la cosa iba bien. Pero se ha frenado. Estamos en un corralito global. China no tira y los emergentes (pero ¿quién pone los nombres?) dependen tanto de ella como los demás. Cientos de miles de personas salen huyendo cada minuto de sus infiernos, países, continentes; perseguidas por guerras, hambre, atrocidades; se juegan la vida por no perderla. Cada día se proyecta una valla, las vallas antihumanos (corralitos de cientos de kilómetros) son la manifestación de la arquitectura de nuestro minuto. Suben edificios interminables, torres de mil colores y mil pisos (a veces construidas por esclavos, como las pirámides), rascacielos de fachadas envolventes como carros de los cincuenta… no nos dicen nada, no significan nada. Solo nos llaman la atención esas vallas kilométricas de cuatro metros de alto (Richard Serra), erizadas de cuchillas, púas, pinchos, alambradas, focos, videocámaras: Mad Max. El arte se ha ido a las vallas. Los grafitis están en el museo y el efímero parque temático de Bansky –Dismaland– da cuerpo a las noticias de cada día.

Vagamente sentimos pasar la Plataforma Espacial Internacional, a veces vemos el reflejo del sol en sus espejos. Ella lo ha conseguido, está ahí arriba desde hace muchos años, funciona. Es un artilugio humano. La nave Rosetta y su bebé Philae van dando vueltas sobre un peñasco remoto; hemos rozado a Plutón. Y aquí abajo, tanto horror.

Los lugares a donde quieren llegar esos cientos de miles de refugiados en su éxodo están llenos de problemas, deudas y vetocracias. En los países más prósperos hay un 30% mínimo de pobres, pobreza que es un lujo para los fugitivos. Esos países agobiados porque apenas crecen son el paraíso para los que llegan, o aspiran a llegar, huyendo de un pack de pesadillas. Japón ha conseguido el milagro de no crecer en veinte años y aguantar en la cima. Quizá eso es un cierto progreso, pero siempre le critican: no crece, algo va mal, blabla. Hay países que un día son normales y al otro son Estados fallidos, depende de los muertos, de la evidencia del caos y la descomposición (David de Ugarte, lasindias.org, ha elevado la descomposición a emblema del presente). En España, la economía sumergida, tal como lo explican los que la ejercen, debe de estar en el 40% del pib, si es que esas letras significan algo fuera del mundo esotérico, mágico, de los economistas: cada vez hay más indicios de que las métricas al uso no alcanzan a la realidad, que son una poética ya desfasada, como la palabra libertad. Hay nuevas métricas, trillones de datos, que todavía no sabemos imaginar, aunque los reyes de la red y los bancos las explotan cada día mejor, o eso imaginamos, porque a menudo los anuncios personalizados, segmentados, matan moscas con napalm. En los primeros mundos y en los emergentes sin dictaduras, con las democracias vigiladas y siempre sometidas a la servidumbre de los mercados, la palabra libertad se aplica a elegir entre Apple y Android. Libertad para cambiar de identidad, marca, equipo, creencias, adhesiones. Quizá ya es demasiado éxito y todo nos parece poco. Podemos votar, reunirnos, expresarnos. Es un lujo. Pero queda el futuro (que es mañana), los trabajos, los hijos, los robots. En el resto del mundo la libertad es poder salir corriendo, subirse a una lancha, llegar a donde no te maten.

Habría que admitirlos a todos, extender el liberalismo económico teórico a la persona: el dinero viaja (con comisiones); las personas también. Con lo que cuesta una valla se hace un campamento digno, con agua corriente, piscina y polideportivo. Los recién llegados tendrían que firmar estas cláusulas básicas que se dan por válidas en los mundos privilegiados:

1) Admitimos el control numérico y la vigilancia total. Entregamos nuestra vida a las redes sociales.

2) La libertad está en proporción inversa con el endeudamiento.*

3) Excepto una minoría y los funcionarios, trabajamos gratis, o casi gratis. Creemos que cuando los robots se hagan cargo de todo, habrá renta básica universal para humanos/consumidores.

4) Haremos lo que sea para no volver a matarnos como hace setenta años. Incluso matarnos.

5) Cada cual puede creer lo que quiera en la intimidad. ~

 

 

 

 


* Es cierto que hasta el 2008 era el revés: la libertad aumentaba al endeudarse.

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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