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Este año, al igual que el anterior, el Gobierno del Distrito Federal instaló pistas de hielo en distintos puntos de la ciudad, entre ellos en el zócalo. Allí se ubica la pista principal (“la pista de hielo gratuita más grande del mundo”), que consta de una plataforma donde podrán coincidir hasta 1,400 patinadores, y hay, también, otros divertimentos navideños: en la zona cercana a la Catedral instaló un tobogán de más de 6 metros de altura; cerca, un árbol navideño tan enorme como extravagante (¿qué árbol decembrino no lo es?); y entre las calles de Madero y 16 de septiembre se localiza, para uso exclusivo de los escuincles, una zona de “nieve natural”, como se ha difundido por diversos medios.

Ahora bien: ¿qué significa “nieve natural”? La nieve natural, hasta donde se sabe, es nativa de los Alpes, Moscú y Nueva Zelanda, no del Distrito Federal; cae del cielo sin intervención humana, como si fuera obrar divino, y pertenece por fuerza a otras latitudes bastante lejanas. Afirmar que la nieve producida por algún aparato ubicado en el zócalo es natural equivale a decir que los hielos del refrigerador son oriundos del Ártico, lo que es falso, y quizás un poco esquizofrénico.

Las mentadas atracciones navideñas costaron el año pasado la nada despreciable suma de 16 millones de pesos que –tratándose del aparato gubernamental, claro– siempre sobran. Cabe resaltar que este gasto de lujo, consistente en simular la naturaleza suiza en la región lacustre de DF, no únicamente resulta en dispendio por sí sola, sino aún más cuando lo realiza la entidad federativa más subsidiada de todas.

Para desgracia del erario, también durante la temporada de calor el GDF gasta una fortuna en instalar “playas” en ciertos puntos de la ciudad, lo que me recuerda a las bodas en que la novia (y sólo la novia) no elige un salón sino un jardín, al cual le pone techo y paredes de lona, pista de baile, restaurante y cocina, equipo de audio, iluminación, hasta que al final lo convierte en aquello que se evitaba, un salón, pero por un precio exagerado.

Lo que llama mi atención es que hay en estos casos un evidente afán por no aceptar las cosas como son –por eso se convierte la ciudad en playa, el jardín en salón y el zócalo en paraje suizo– lo que además de patético desemboca en costos altísimos (aquí pienso en las palmeras tropicales, que necesitan mucho riego para sobrevivir y que han sido sembradas por algunos ricos en sus casas de Querétaro, ciudad cuya suficiencia se da sólo en problemas de suministro de agua; o en el caso de otro lugar desértico, Dubai, bastante más seco y caluroso que Querétaro, donde el emirato construyó, en un derroche imbécil, la estación artificial de ski más grande del mundo).

Renegar de quienes somos, de lo que nos es natural o propio, es un pomposo dispendio de energía y recursos bastante parecido al de algunos calvos indignos que, no contentos con su condición, se dejan crecer el pelo donde sí les sale, para luego embadurnárselo donde no (un procedimiento denominado popularmente como “préstamo”); o como llamarse The Italian Coffee Company, que nadie sabe porqué si se presume italiana tiene un nombre en inglés, ni se sabe tampoco porqué se miente de Italia si es de Puebla.

Así las incongruencias de nuestra identidad herida, forjada heroicamente bajo la nieve natural.

– Jorge Degetau

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es escritor. Colabora habitualmente en la revista Este País y en el diario El Nuevo Mexicano. Su cuento “Nombres propios” ganó el XV Concurso de Cuento de Humor Negro.


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